Crisis de natalidad: cuando tener hijos se convierte en un lujo

David Muinelo ECONOMISTA. ESPECIALISTA EN DIRECCIÓN DE PROYECTOS

OPINIÓN

MABEL R. G.

07 dic 2025 . Actualizado a las 12:45 h.

Hubo un tiempo en que tener hijos era un signo de normalidad. No de heroicidad, ni de cálculo, ni de lujo. Normalidad. En la España de la Transición, y durante buena parte de las siguientes décadas, la maternidad y la paternidad formaban parte del relato común de la mayoría. Tener hijos no era una tesis doctoral ni una ruina anunciada. Era, simplemente, lo que la vida pedía.

Hoy, sin embargo, traer un niño al mundo parece una mezcla entre acto de rebeldía, apuesta financiera y ejercicio de fe. La natalidad se desploma mientras los discursos oficiales celebran avances que no llenan cunas ni parques. El resultado es una sociedad envejecida, con barrios sin colegios nuevos y pensiones que tiemblan por falta de cotizantes.

La crisis de natalidad no está en los titulares diarios, pero atraviesa de lleno el futuro del país. No es una decisión individual lo que está en juego, sino un patrón social, una arquitectura vital que se ha agrietado en silencio. Y cuando los patrones vitales se quiebran, también lo hace el equilibrio de una comunidad.

Las causas, como casi siempre, son múltiples. Está la precariedad laboral, que impide hacer planes más allá del mes siguiente. Está el precio de la vivienda, que expulsa a las parejas jóvenes del centro al extrarradio, del extrarradio a los pueblos, y de los pueblos al sueño imposible. Está la ausencia de conciliación real, que convierte a los hijos en un obstáculo laboral. Está también la cultura de la inmediatez, que postula una vida sin cargas ni compromisos largos. Y está, cómo no, la pérdida de un relato que diera sentido a formar una familia.

Frente a esta situación, el Estado ha respondido con la habitual mezcla de parches y propaganda. Bonificaciones parciales, ayudas inconexas, campañas de sensibilización. Políticas que llegan tarde, mal y sin ambición. Nadie parece dispuesto a decir que necesitamos una revolución natal. No una obsesiva cruzada demográfica, pero sí una estrategia de país que vuelva a hacer posible y deseable tener hijos.

Porque no se trata solo de llenar cunas, sino de sostener un modelo de sociedad. Una sociedad sin niños es una sociedad que se vacía por dentro: de futuro, de esperanza, de proyecto compartido. Y cuando los niños escasean no es solo la pirámide poblacional lo que se tambalea; es también la cultura del cuidado, la idea de continuidad, la voluntad de trascender el yo inmediato.

No hacen falta discursos apocalípticos. Bastan los datos: en España nacen menos niños que nunca, y la edad media para el primer hijo supera los 32 años. Mientras tanto, el sistema de pensiones se estira como un chicle, y la soledad se convierte en nueva epidemia.

Quien cree que este es un asunto privado se equivoca. La natalidad es política de Estado. Lo fue cuando se promocionaba desde la fiscalidad y el urbanismo, y lo sigue siendo cuando se deja caer en el olvido. Lo fue cuando las familias eran vistas como núcleo vertebrador, y lo sigue siendo cuando se tratan como cargas presupuestarias.

La buena noticia es que revertir la tendencia es difícil, pero no imposible. Requiere valentía política, claridad cultural y decisiones sostenidas en el tiempo. Ayudas directas, vivienda accesible, fomento de la conciliación real, prestigio de la maternidad y la paternidad. Y, sobre todo, un relato que devuelva sentido a la idea de formar una familia. Porque sin sentido no hay sacrificio que valga.

Aún con todo esto, en medio de este desierto natal, seguimos fingiendo que la solución vendrá sola, como si las cigüeñas fuesen una especie migratoria que simplemente está de vacaciones. Pero el verdadero problema no es solo económico —aunque lo es, y mucho— , sino simbólico: hemos dejado de considerar los hijos como un bien social, un proyecto colectivo, una herencia en marcha. Son ahora decisiones individuales, costosas, inciertas, y a menudo aplazadas hasta que la vida esté «ordenada», algo que, en este sistema, raramente ocurre.

Porque no hay renta per cápita ni crecimiento del PIB que compense una sociedad que se vacía por dentro. Sin relevo generacional, ni el mercado laboral, ni el sistema de pensiones, ni la cultura común pueden sostenerse. España no solo tiene un problema de natalidad: tiene un problema de sentido. Y hasta que no lo asumamos, seguiremos confundiendo la urgencia con lo importante, poniendo parches donde habría que sembrar raíces.