Antídoto contra la servidumbre

Gonzalo Olmos
Gonzalo Olmos REDACCIÓN

OPINIÓN

Donald Trump y Gianni Infantino, a su llegada al sorteo del Mundial 2026.
Donald Trump y Gianni Infantino, a su llegada al sorteo del Mundial 2026. Jonathan Ernst | REUTERS

09 dic 2025 . Actualizado a las 05:00 h.

El 10 de diciembre se celebra el 77º aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (DUDH) y se conmemora la fecha en que, en 1948, la Asamblea General de Naciones Unidas aprobó este pronunciamiento de valor político y moral. La DUDH es la referencia sobre la que se ha edificado todo el corpus del Derecho Internacional de los Derechos Humanos desde entonces, y recoge, en su formulación, el sedimento y legado de las declaraciones precedentes, desde que se ha venido enunciando «el deseo de dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana», como contempla su Preámbulo. Al recoger un compendio de derechos, también es, como todas las normas que la desarrollan, un catálogo de limitaciones al poder y de orientaciones de su acción, para garantizar que sean protegidos «por un régimen de Derecho, a fin de que el hombre no se vea compelido al supremo recurso de la rebelión contra la tiranía y la opresión». De este modo, la existencia de poderes y normas a los que sujetarse se justifica sólo en tanto sirvan a la consecución y el respeto a los derechos humanos, y tienen que ganarse su legitimidad de ejercicio siendo fieles a esa finalidad.

La tiranía y la opresión frente a las que alerta la DUDH, con la vista puesta en aquel momento en las humeantes ruinas de la II Guerra Mundial y el coste en vidas y sufrimiento hasta la derrota del fascismo, no ha tenido siempre en la historia en frente la resistencia y la rebelión. No sólo intereses poderosos son los que auspician el nacimiento de los regímenes autoritarios, puesto que éstos han contado, en distintas etapas, con un respaldo notable entre parte sus destinatarios. En las circunstancias propicias, una parte de la población alberga la convicción de que las víctimas de los excesos del poder serán siempre «otros», a los que está dispuesto a hacer de peor condición por interés o para salvar el pellejo. En otras ocasiones, simplemente, se asume acríticamente la existencia de enemigos internos y externos, adecuadamente identificados por el poder, a los que atribuir un riesgo existencial perenne y a los que negar cualquier derecho en aras de la propia supervivencia, según la doctrina oficial del régimen de turno. La insidiosa retórica y malas artes de las autocracias no han cambiado tanto, sólo se han ampliado a lomos de la tecnología haciéndose más invasivas. Entre la propaganda y la asfixia a la disidencia, el deslumbramiento por los gobernantes autoritarios tampoco es de ahora. Baste repasar las emulaciones, elogios, premios y recibimientos con honores que los dirigentes totalitarios acumulaban en sus años de éxito, y la continua apología a los supuestos logros del renacimiento nacional, la industrialización acelerada o la gloria de la raza o del pueblo.

La naturaleza mezquina de los fascinados y el gusto por el autoritarismo también se repite hoy. Atacados por las fiebres del nacional-populismo, incurrimos en errores parecidos, aunque con formas distintas. Rehabilitamos la memoria de dictadores del pasado para justificar sus crímenes en nombre de la patria, mientras nos resulta molesta la memoria de sus víctimas y prescindibles los relatos de sus exacciones. Quienes quieren evocar los desmanes del poder y advertir de sus horrores, reciben incomprensión, silencio o, peor aún, castigo. Legitimando los excesos de ayer, ensalzamos a autócratas de hoy, magnates y señores tecnofeudales incluidos, que, son, además, déspotas antiilustrados, contrarios a las luces, al conocimiento científico, al discurso de la razón, carentes de cualquier magnanimidad y que hacen de la brutalidad su divisa ética y estética.

Así, mientras Gianni Infantino entrega a Trump su grotesco «Premio FIFA de la Paz», dándole al emperador la adulación que este pide y llevando la corrupción intrínseca de la institución del deporte hipermercantilizado y del sportwashing a nuevos límites, Trump justifica las ejecuciones extrajudiciales en el Caribe y el Pacífico Oriental, que ya han acarreado más de 80 víctimas, incluyendo el pescador colombiano Alejandro Carranza (sin vínculo alguno con los cárteles). Acciones que han incluido ataques secundarios frente a supervivientes del inicial bombardeo, demostrando que se acabó la era en que el poder se sujetaba por normas y el castigo penal se administraba bajo un debido proceso, y que pueden disponer de la vida de quien deseen cuando quieran, algo de lo que, precisamente, alardean. Las justificaciones del Secretario de Guerra (que así se llama ahora el cargo) son propias de la mentalidad psicopática de los gobernantes norteamericanos, que incluyen el asesinato en su modus operandi. Se suma a esa política agresiva y militarista un temible riesgo de ataque sobre Colombia y sobre Venezuela, que es real, con el riesgo de desestabilización regional y llevando el fantasma de la guerra a todo el continente americano. Acción que estaría supuestamente basada en la lucha contra el narcotráfico, lo que se proclama mientras se indulta al expresidente hondureño (Juan Orlando Hernández) condenado por un tribunal norteamericano a 45 años por tráfico de drogas y armas, pero cuyo partido es aliado político en el país centroamericano.

En Gaza, tras alentar la fase más intensa del genocidio entre marzo y octubre, Trump certifica la conversión de la Franja en un gueto (apenas el 45% del territorio tras la «línea amarilla» impuesta en el acuerdo de 9 de octubre) en el que hacinar a la población palestina y someterla a ataques periódicos en la impunidad absoluta (375 muertos según autoridades locales), sin que prospere ninguno de los pasos ulteriores del supuesto plan de paz. Se crea un nuevo statu quo con visos de prolongarse indefinidamente, estrategia que es la especialidad de Israel en el largo conflicto, minando cualquier solución posible. En el conflicto entre Armenia y Azerbaiyán, se limita a santificar la derrota militar del primero y la limpieza étnica en Nagorno Karabaj (120.000 armenios expulsados). En la guerra de Ucrania lanza un ultimátum, pero no al agresor con el que muestra afinidad, sino al agredido a quien desprecia, al que presiona para su rendición, abriendo una vía para la adquisición de territorios por la fuerza que él mismo no ha descartado utilizar, por ejemplo, respecto de Groenlandia. En el conflicto entre República Democrática del Congo y Ruanda ninguna firma ha detenido los combates y la guerrilla del M23, apoyada por el segundo, y con un amplio historial de crímenes de guerra ,controla buena parte del territorio de la región de Kivu. La política que conduce a la paz por la sumisión, que esa es la «Pax Trumpiana», no tiene finalidad verdaderamente pacificadora en ninguno de sus frentes, y no va más allá de las concesiones en acceso a los recursos mineros que se pretende garantizar Estados Unidos y los réditos políticos que líderes genuflexos o acorralados le aportan. Mientras algunos confirman sus espejismos, la carrera armamentística se desata, la beligerancia y el aplastamiento como norma de conducta triunfan y se lleva al naufragio a los mecanismos internacionales de solución pacífica de controversias y de rendición de cuentas.

Mientras todo esto sucede, 2025 será es el primer año en que la mortalidad infantil vuelva a subir en el mundo: de 4,6 millones de muertes en 2024 a 4,8 estimados, según el Instituto de Métricas y Evaluación de la Salud de la Universidad de Washington. La causa estriba en los recortes de la ayuda al desarrollo, liderados por el desmantelamiento de la agencia norteamericana USAID. Una animadversión a las políticas de salud pública global que también practica en casa con el estrafalario Robert Kennedy Jr., encaminando el país a la retirada de la recomendación de vacunar de la hepatitis B como último logro de una lista sonrojante. En la política de la crueldad que practica, insulta a poblaciones enteras, como ha hecho recientemente con la somalí. Se humilla públicamente a periodistas y voces críticas. Se inician investigaciones penales y se desata el lawfare frente a quien osó investigar las actuaciones de Trump en el pasado, garantizándose la impunidad y lanzando un aviso a navegantes. Se persigue a universidades por su independencia académica y se retira la financiación a instituciones científicas, aún a riesgo de perjudicar la pujanza de antaño. Se ejerce una injerencia descarada sobre la política de terceros Estados, incluyendo los de la Unión Europea cuya desaparición se insinúa en la Estrategia de Seguridad Nacional o directamente se proclama por sus aliados: así lo ha tuiteado Elon Musk, con eco en la propia red por el siniestro Dimitri Medvédev, partidario recurrente del uso del arma nuclear. Se despoja de derechos y de autorizaciones de residencia de la noche a la mañana. Se priva de cualquier recurso o procedimiento en expulsiones masivas a personas que, en muchos casos, llevan años enraizados y contribuyendo en el país, y a las que, tratándolas como crimínales y con escarnio público (videos en redes sociales oficiales incluidos), se saca a empujones engrilletadas de sus puestos de trabajo en restaurantes, factorías o incluso escuelas delante de sus alumnos (una nueva versión trumpiana de «Adiós, muchachos»). Sus partidarios se convierten en una ola imparable de involución global, una verdadera jauría en redes que, además, no descartan el uso de la fuerza como ya han demostrado. Y, por oportunismo o temor, una parte no pequeña de los dirigentes mundiales le hacen el juego, queriendo minimizar los daños mientras socavan la posición de sus países. Se instaura, en suma, una política basada en el vulgar y constante abuso de poder, la falta de controles, la consideración como enemigo de cualquier discrepante y el desprecio por las instituciones salvo que estas se plieguen a sus designios (lo que hacen). Se establece una lógica de servidumbre donde no existen derechos sino solo los privilegios personales que el líder administra, en un mundo estratificado donde sólo sobrevive quien se preste a permanecer al servicio de una minoría selecta.

En este año de eclipse, de genocidio y de regresión, este aniversario de la DUDH es, por lo tanto, un momento para (nuevamente su Preámbulo), recordar que, hoy como ayer, «el desconocimiento y el menosprecio de los derechos humanos han originado actos de barbarie ultrajantes para la conciencia de la humanidad»; y reivindicar como escudo ese haz de derechos, en defensa de todos, pero también en defensa propia, frente al yugo que nos quieren uncir.