Aquellas infancias ovetenses: fútbol de antaño en el Tartiere y el Oviedo de Irureta

Emilio J. Cepeda García

OVIEDO

Panorámica del antiguo Carlos Tartiere desde la esquina sur del estadio durante un Oviedo-Barça de la temporada 1992-93
Panorámica del antiguo Carlos Tartiere desde la esquina sur del estadio durante un Oviedo-Barça de la temporada 1992-93 Emilio J. Cepeda

08 ago 2022 . Actualizado a las 05:00 h.

Hubo un tiempo, no tan lejano, en el que ciudades medias como Oviedo vivían ajenas a fenómenos como el turismo o el marketing urbano. Que no sabíamos nada de una escoba de oro, ni había un bulevar de la sidra o gaiteros dando vueltas por las calles, ni visitas guiadas con vestidos de época, ni webs con restaurantes valorados... ni siquiera existía internet. Un tiempo, que a quién escribe estas líneas le tocó vivir a finales de los 80 y principios de los 90, en el que la imagen o la identidad de una ciudad y su visibilidad tanto nacional como, en ocasiones, internacional, las marcaba el hecho de tener un equipo de fútbol en primera división. En aquella época de radio y televisión, los carruseles deportivos y los resúmenes de Estudio Estadio estaban plagados de estadios míticos como La Condomina, El Plantío, Las Gaunas o El Sardinero, que a muchos nos evocan aún las ciudades a las que pertenecían. Incluso el equipo y la ciudad se hacían visibles para toda Europa a través de Eurosport y sus 'Eurogoals'. El fútbol suponía una publicidad impagable para una ciudad como Oviedo.

Un niño de aquellos años vivía el fútbol con un acusado aspecto sentimental, incluso identitario. Hablamos de una época marcada por los mundiales de México '86 e Italia '90, incluso por el doce a uno a Malta y la Eurocopa del '84 ('sí, sí, sí, nos vamos a París'). Con figuras como Maceda, Arconada, Maradona, Butragueño, Van Basten o Stoichkov. Pasando por la Quinta del Buitre, el Milán de Sacchi y, finalmente, el Barça de Cruyff, época hasta la que llega este artículo y tras la cual ya empezó a decaer mi interés infanto-juvenil por el fútbol. En ese escenario, el Real Oviedo (el Oviedo), un club histórico que lleva años luchando por volver a la élite, vivió uno de sus últimos períodos de gloria con el ascenso a la máxima categoría, primero, y la disputa de la Copa de la UEFA, después.

La primera vez que acudí al antiguo Tartiere fue allá por 1987 ó 1988, no lo recuerdo exactamente. Me llevó mi abuelo un domingo después de comer en su casa, situada en la calle Monte Gamonal, en esa zona del Oviedo popular llena de bloques de viviendas de los años 60 del siglo XX y cuya escarpada topografía empieza ya a anunciar las faldas del Naranco. Era un Oviedo-Castellón y el resultado fue de empate a uno. Del partido no recuerdo gran cosa, más allá del gentío, el color rojinegro del Castellón y la celebración de los goles. Pero sí que recuerdo el olor a puro, las almohadillas con publicidad de tabaco que se usaban para sentarse en las butacas de tribuna (y que, en ocasiones, funcionaban también como arma arrojadiza) y la valla de color verde que separaba la grada del campo, desde donde seguí el partido. Tras esa primera toma de contacto, acompañé a mi abuelo algunos partidos más, de manera intermitente, pero no fue hasta el ascenso a primera, con la victoria en la promoción frente al Mallorca en 1988, cuando me convertí en socio. Hasta cumplir los 18 años, edad en la que pasabas a categoría de adulto con el consiguiente aumento en la cuota, inasumible para la economía familiar.

Y así, cada dos domingos, tocaba peregrinación desde el barrio de Santo Domingo hacia el antiguo Carlos Tartiere, siempre cuesta arriba y callejeando por distintas zonas de la ciudad. Mi favorita era, probablemente, Llamaquique, con sus amplios espacios abiertos y ajardinados. Saltaba a la vista el recién construido -de aquella- edificio de las Consejerías, que se emplaza en un solar en el que durante unos cuantos años se lanzaron los fuegos artificiales en las fiestas de San Mateo. Tras las Consejerías y, dejando atrás la curiosa arquitectura de la facultad de Geológicas, el camino pasaba por el Instituto Aramo, ya con el Tartiere a la vista. Siempre hacíamos una parada en el quiosco de al lado para comprar una bolsa de pipas que luego devorábamos en el campo, a veces incluso antes de que comenzara el partido. Porque había que llegar con tiempo, claro, aún no había asientos asignados en la mayor parte del estadio, sólo gradas de hormigón. Finalmente, al cruzar la calle Hermanos Pidal, que hace las veces de frontera o borde, nuestro recorrido desembocaba en el estadio, en pleno corazón del barrio de Buenavista, el que debía ser el «Gran Oviedo» planificado tras la Guerra Civil pero que no llegó a urbanizarse del todo hasta los años 70.

En las afueras del Tartiere, entre riadas de gente, siempre había un momento para recoger la Hoja Azul, un folleto con información del partido y del rival, que solía repartirse en la zona del aparcamiento. En ocasiones, la Hoja hacía las veces de almohadilla protectora de los pantalones en la grada, y casi siempre acababa troceada en pequeños pedacitos, a modo de confeti, para celebrar los goles locales. También se repartía en esa zona -pero a la salida- la clásica hoja deportiva, con todos los resultados de primera y segunda división apenas visibles entre mil y un anuncios de bares y comercios locales. Para entrar, nos dividíamos: cada uno accedía por su puerta (en su momento sin tornos siquiera) y luego nos encontrábamos dentro. Nuestro lugar era el fondo de las peñas, casi en la esquina sur del campo y en la parte más elevada del graderío, para poder observar bien el partido

Las gradas eran un hervidero, con el público amontonado. El olor a puro, las copas y whiskys en las manos y los rostros enrojecidos, mayoritariamente masculinos y ya de una cierta edad, dominaban el ambiente. No es de extrañar que desde allí se profirieran insultos a árbitros y linieres que, pese a lo zafio, eran verdaderos alardes creativos. Recuerdo los dos videomarcadores (por llamarlos de alguna manera) en lo alto de cada fondo, patrocinados por el Banco Herrero. Básicamente, una especie de paneles rectangulares alargados en los que las letras pasaban de un lado a otro. También recuerdo las vallas blancas en el graderío y sobre las salidas de los vomitorios, con anuncios míticos como Hoja del Lunes, Brandy Felipe II, Electrodomésticos Manuel y Anís de la Asturiana, cuya canción solía amenizar los descansos. Al igual que el himno, que sonaba a todo volumen cuando los dos equipos saltaban al campo.

Mis años de socio coincidieron con la época del Oviedo de Irureta, el que fuera entrenador del equipo entre 1989 y 1993 y que, en líneas generales, hizo un buen trabajo. Aunque tenía fama (bien merecida, por otro lado) de conservador y defensivo. De hecho, hubo alguna temporada donde el Oviedo no perdió ni un solo partido en casa. Pero, por el contrario, le costaba dios y ayuda puntuar en otros campos. La plantilla, en la que militaban nombres ilustres del oviedismo como Zubeldia, Viti, Berto, Jerkan, Gorriarán, Luis Manuel, Vinyals, Bango, Rivas, Jankovic, Lacatus o Carlos, entre muchos otros, dejó grandes actuaciones y alguna que otra victoria ante Madrid y Barça. Pero el momento más especial, sin duda, fue el partido de la eliminatoria de la Copa de la UEFA contra el Génova, con el estadio (y la ciudad) abarrotada de hinchas italianos, en plenas fiestas de San Mateo de 1991. Bango hizo el gol de la victoria y la ilusión aunque, al final, tocó llorar en el partido de vuelta con la eliminación y el fatídico gol de Skuhravy. Fue un gran equipo, pero el tiempo pasó y ya en la última temporada del entrenador el Tartiere fue escenario de alguna pañolada y abucheos... Y tanto la etapa de Irureta como mi época de socio se acabaron, como otras tantas cosas en la vida, aunque el Oviedo continuó unos años más en primera división.

A finales de los 90, llegó la modernidad al fútbol. Se quitaron las vallas y todo el mundo debía permanecer sentado en la grada, con la consiguiente pérdida de aforo. Y el Tartiere se quedó pequeño. En el año 2000 se inauguró el nuevo estadio aunque el antiguo aún sobrevivió hasta el año 2003, cuando fue demolido. Poco después, el ovni-centollu de Calatrava ocupó su solar entre las torres y lo borró para siempre de la memoria, permaneciendo en el paisaje urbano como monumento al despilfarro y a la época del boom inmobiliario.

Desde aquella, salvo mundiales o eurocopas, apenas sigo el fútbol denominado moderno, ya sin aquel encanto, y en el que el público ocupa un lugar secundario. Un mero campo de operaciones y especulación de plataformas televisivas, oligarcas y amos del ladrillo. En el que gran parte de los equipos sirven de entretenimiento a millonarios que no saben qué hacer con su dinero. Un fútbol que, volviendo al paralelismo con las ciudades, ha pasado a funcionar según la lógica global y neoliberal, con sus redes y niveles jerárquicos: donde hablamos de ciudades globales -aquellas que están en la cima y que concentran los órganos de decisión políticos y financieros-, podemos hablar de los grandes clubes, los que ganan la Champions o las grandes ligas (patrocinadas por bancos y multinacionales) y copan los medios de comunicación nacionales y mundiales. Tras ellos, en un nivel muy inferior, quedan la mayoría de ciudades medias o pequeñas y sus equipos, con aficiones fieles e irreductibles pero viviendo auténticas travesías en el desierto en categorías inferiores. Y condenados prácticamente a la irrelevancia mediática, saturada de tertulianos y vergüenza ajena.

Valga este artículo como homenaje a aquel Real Oviedo y a todos aquellos equipos modestos de antaño que tan buenos domingos nos hicieron vivir.

Emilio J. Cepeda García (Oviedo, 1975) es geógrafo, profesor tutor de Geografía y responsable de Extensión Universitaria en el Centro Asociado de la UNED en Tudela (Navarra)