Artículo de opinión
31 may 2021 . Actualizado a las 16:10 h.Mis amigos del colegio de Madrid en el que crecí no se explicaban qué hacía el Sporting de Gijón en segunda división. No, no es que hubieran vivido la época dorada del club asturiano. Es que no entendían cómo un club que contaba sus partidos por victorias podía estar tan alejado de los mejores equipos del país. De que ganara siempre, por supuesto, me encargaba yo. El lunes posterior a una victoria me acercaba a aquel que hubiera conseguido un ejemplar del diario AS, de esos que repartía el profesor de gimnasia, y le preguntaba: “¿Me miras cómo quedó el Sporting?” “Anda, ganó 3-1” Otro día: “¿Puedes mirar en qué puesto de la clasificación está?” “Pues mira, está tercero”. Por el contrario, después de una derrota no me acercaba al periódico y tampoco allí nadie se acordaba de que existía el Sporting, todos comentando el último partido del Real Madrid.
De no haber celebrado nunca goles del equipo blanco tampoco yo puedo presumir. No en vano desde la habitación a la que me subieron justo después de nacer, en el Hospital La Paz, se veía a los jugadores madridistas entrenar en la vieja ciudad deportiva. Así mismo, el estadio Santiago Bernabéu se encuentra a solo quince minutos a pie de la casa en que he crecido, lo que se tarda en recorrer la distancia que separa los lujosos edificios de La Castellana de mi barrio obrero. A buen seguro ese contexto, ese “tan cerca y tan lejos”, ese “casi pero no”, influyó en que ya de niño conviviera con la sensación de que ser madridista no había sido mi decisión, y que aquel que la había tomado por mí no había tenido demasiada puntería.
Después de todo, el Bernabéu ha sido siempre en mi cabeza una fachada enorme y gris. No solo porque la economía familiar desaconsejase entrar a ver correr a aquellos futbolistas traídos a golpe de talonario; también porque no había demasiado interés en ello. Mi padre, un asturiano que a los veinte años había dejado su aldea en Cangas de Narcea para intentar ganarse la vida en Madrid, escuchaba en la radio los partidos del Sporting mientras en su único día libre nos hacía la cena. Y fue en ese club al que yo nunca había visto jugar y que tampoco salía en mi álbum de cromos donde vi la salida a la desconexión que en el fondo sentía al celebrar cada gol galáctico. Una vez le pregunté a mi padre por qué era del equipo de Gijón y no del de Oviedo, no siendo él de ninguna de esas dos ciudades. Su respuesta me reafirmó más aún: “El Sporting es el mejor equipo de Asturias. Además, por lo general el Oviedo ha sido siempre el equipo de los señoritos y el Sporting más de gente trabajadora”.
Sé que muchos aficionados veteranos se lamentan de que los jóvenes hayamos crecido viendo al Sporting como un equipo de segunda, un equipo “ascensor” en el mejor de los casos. Desde luego, a mí no me importó la categoría cuando empecé a aprenderme los nombres de los jugadores a través del FIFA. Más al contrario, quizá eso me ayudó a sintonizar más aún teniendo en cuenta aquello de lo que huía: un club borracho de títulos, sin apenas conexión con su entorno y cada vez más parecido a una multinacional. Y en su lugar encontré un equipo que existe en el corazón de sus seguidores antes que en las portadas de los diarios, una afición que pide más cantera y no más cartera cuando vienen mal dadas; e incluso, años más tarde, un foro en el que perderse largas horas, donde a veces uno empieza hablando de su pasión rojiblanca y termina debatiendo sobre Julio Cortázar.