La infancia y la adolescencia a través del cine de terror basado en la obra de Stephen King

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SPORTING 1905

Artículo cinéfilo

05 jun 2021 . Actualizado a las 01:13 h.

Stephen King es, sin duda alguna, uno de los grandes mitos de la literatura fantástica y  de terror de la historia y quizá una de las últimas leyendas vivas en dicha temática junto  a Ramsey Campbell, Clive Barker, Brian Lumley, T. E. D. Klein, Peter Straub o su  propio hijo, Joe Hil, que ya ha demostrado haber heredado parte del don que posee su  progenitor. El escritor nacido en Portland (Maine) el 21 de septiembre de 1947 es uno  de los autores más prolíficos (y más adaptados al séptimo arte) de los nombrados, sin  que ello signifique que sus obras no gocen, en su mayoría, de una calidad notable o  excelente a nivel literario, resultando muchas de ellas aterradoras y capaces de  introducirse en la mente del lector para quedarse grabadas a fuego. Quizá algún día se  haga justicia y King figure a la altura de las grandes leyendas como Edgar Alan Poe,  Howard Phillips Lovecraft, Richard Matheson, Henry James, Mary Shelley o Bram  Stoker. Esperemos que ese reconocimiento tenga lugar cuando aún se encuentre entre  nosotros. Mientras tanto, intentaré hacer un poco de justicia efectuando un análisis de  aquellas adaptaciones cinematográficas de obras del autor en las que éste tocó de  manera directa o tangencial una de sus mayores obsesiones: la infancia y la  adolescencia y, a partir de ambas etapas vitales y afines a cada uno de nosotros como  individuos, la inocencia quebrada por el horror o como instrumento a través del que se  canaliza éste, o, al contrario, como herramienta última para defenderse del mismo. 

 A principios de la década de los 70 del siglo pasado, King desarrolló la historia de una  adolescente con poderes psíquicos que padecía graves problemas de acoso en el instituto  en el que estudiaba. Descontento con el resultado obtenido, optó por desechar su  trabajo, tirándolo a la basura. Su esposa Tabitha decidió rescatar ese boceto,  convenciendo a su pareja para que terminara lo iniciado y dando origen, de paso, al  inicio de una leyenda en el terreno de la literatura fantástica y de terror. El autor pone el  énfasis de manera nada complaciente en un problema de difícil solución tan profundo,  complejo y enraizado en nuestra sociedad como el bullying, mostrando el terrible asedio  al que se ve sometida en su entorno educativo una adolescente considerada “diferente”  al estándar habitual por sus compañeros, la mayor parte de ellos convertidos en  animales rebosantes de odio, sedientos de sangre y carentes de cualquier tipo de  empatía. Una ligera profundización en la naturaleza de Carrietta (profundización que  solo se molestarán en efectuar Sue Snell y su novio Tommy Ross, pese a que no precise demasiado esfuerzo) muestra una carácter tímido y lleno de complejos (causados tanto  por sus colegas de instituto como por su madre, una fanática religiosa de personalidad  diabólica -dejando claro, una vez más, que los extremos se tocan- y con claras  tendencias psicóticas), pero también pone al descubierto a una chica bondadosa,  simpática, generosa e inteligente (haciendo honor a su apellido, White, como símbolo  de pureza e inocencia) cuando alguien rompe su muro y se acerca a ella de manera  sincera y sin intención de hacerle daño. Carrie, dirigida por Brian de Palma en 1976,  se convirtió en la primera película que tomó como referencia una novela de King y marcó un antes y un después en el cine de terror de la década de los 70 del siglo pasado,  erigiéndose como un filme sobresaliente que bordea el calificativo de obra maestra. 

 El filme guarda pasajes imborrables e insuperables, como aquella secuencia que muestra una noche cerrada sobre el hogar de las White, sumido en una oscuridad  absoluta alterada tan solo por el fulgor ocasional de los rayos de una furiosa tormenta.  La joven y su madre cenan en una mesa presidida por un cuadro que imita “La última  cena” de Leonardo Da Vinci, iluminado por la tenue luz de un par de velas. La  iconografía religiosa, al igual que el San Sebastián del armario en el que Carrie cumple  sus castigos, vuelve a mostrarse como algo amenazante, turbador y vigilante entre  tinieblas, testigo mudo y cómplice de vejaciones y desprecios interminables. La joven  intenta iniciar una conversación sobre el baile y la invitación recibida, obteniendo como  única respuesta una taza de agua por el rostro. Haciendo caso omiso, tras limpiarse la  cara con las manos, prosigue con su alegato sosegado, interrumpido una y otra vez por  las negativas cortantes de Margaret, un muro sordo, inconmovible e inexpugnable. Un  plano frontal muestra a ambas, una a cada lado de la mesa, como las contendientes de  una partida de ajedrez, mientras que un relámpago ilumina la estancia y parece dar  inicio a una subida en el tono de la conversación. La madre se muestra dura, inquisitiva  e inflexible, mientras que Carrie intenta convencerla con buenas palabras. “Después de  la sangre vienen los chicos, como perros en celo”, asevera Margaret, cogiendo y  zarandeando con violencia a su hija, que le pide que hablen. “Voy a cerrar las  ventanas”, responde la progenitora, y la frase de Carrie, “De eso me encargo yo”, se ve  acompañada por el movimiento de las hojas de cristal, que descienden con furia y casi al  unísono. Pese a la violencia desatada, la joven continúa serena y, por primera vez en  mucho tiempo, firme y segura de sí misma, gracias a un poder que parece empezar a  comprender y controlar y que le aporta seguridad, tal y como demuestra su siguiente 

afirmación: “Voy a ir, mamá, y las cosas empezarán a cambiar aquí”. Un nuevo insulto,  “Bruja”, y la petición de que renuncie a su poder, según ella, otorgado por Satanás, es el  vacuo y ridículo argumento de la madre, que además revela el abandono de un esposo  harto de desvaríos. Carrie zanja: “Iré, mamá, no puedes impedírmelo. Y no quiero  hablar más de eso”, con un tono que aparenta ser comprensivo y conciliador, pero que  resulta sólido e inapelable, sin lugar a réplica. 

 Toda la secuencia final del baile, que culmina con la muerte de decenas de alumnos  del instituto, la mayoría de ellos inocentes, de Carrie y de su propia madre, y la  conclusión, en la que Sue Snell despierta en su propia cama histérica, gritando  desesperadamente, mientras su madre la abraza intentando tranquilizarla, en vano, nos  hace comprender que las heridas abiertas la noche de graduación no se cerrarán jamás.  Los sueños y la felicidad se vuelven efímeros, envolviéndose en un halo de tragedia y  fatalidad inevitables y tornándose pesadillas y desdicha una vez más (imposible que “El  cementerio de animales” ?adaptada al celuloide con el título Cementerio viviente,  Mary Lambert, 1989, de la que hablaremos más tarde- no venga a la memoria como  otro ejemplo de infortunio ineludible), por cortesía del maestro Stephen King,  acompañado en esta ocasión por otro maestro de la talla de De Palma.  

 Existen dos adaptaciones más, la realizada para TV en 2002 por David Carson, con  Angela Bettis en el papel de Carrie y que resulta sorprendentemente visible, y la versión de 2013, de Kimberly Peirce, en la que la bellísima Chloe Grace Moretz hace de la  poco agraciada Carrie. A partir de esa considerable incoherencia se desarrolla un filme  rutinario pero efectivo, que se convierte en un remake de la película de De Palma, con  ciertos momentos afortunados y con una Julianne Moore genial en el rol de madre  castradora. Visible pero innecesario salvo para las nuevas generaciones. 

 En 1979 se utiliza por primera vez el formato miniserie (recurso que volvería a  emplearse en múltiples ocasiones más para adaptar distintas novelas de King: It,  Tommy Lee Wallace, 1990 -de la que hablaremos más tarde-; The Tommyknockers,  John Power, 1993; Apocalipsis, Mick Garris, 1994; The langoliers, Tom Holland,  1995…) para trasladar de manera fidedigna la magnífica historia de vampiros “Salem´s  Lot”, dirigida por Tobe Hooper y protagonizada por un adulto David Soul. Entonces,  ¿Por qué lo incluimos aquí? Pues porque contiene una de las escenas más aterradoras y  perturbadoras de la historia del cine de terror, estando la misma protagonizada por dos  niños. Me refiero a aquella en la que Ralphie Glick (Ronnie Scribner) regresa de entre 

los muertos convertido en un pavoroso vampiro que aparece entre la niebla nocturna  flotando ante la ventana del cuarto de Danny, su hermano mayor (Brad Savage). Los  planos del muerto viviente, con esa sonrisa antinatural imborrable de su rostro, se  alargan lo indecible, aumentando la sensación de pánico. El rostro amoratado, el vuelo  de la criatura y sus afilados colmillos, que dotan al que fuera un inocente niño de un  aspecto cadavérico macabro, no impedirán que Danny abra las hojas de par en par,  permitiendo la entrada del que fuera su hermano y condenándose de paso. 

 No nos detendremos mucho en El resplandor, Stanley Kubrick, 1981, desigual  adaptación aquejada de la habitual frialdad del realizador neoyorquino, que flaco favor  le hace a una de las mejores obras de King. Simplemente resaltar el papel de Danny (un  Danny Lloyd totalmente inexpresivo e incapaz de transmitir sensación alguna, en el que  sería su primer y último papel en el mundo del cine), el hijo de los Torrance, como  poseedor de un extraño don (el resplandor del título) que en esta ocasión sirve, como  canalizador del bien, para desembarazarse del asedio al que Jack (un Nicholson más  sobreactuado que de costumbre, si cabe), su progenitor, somete a él y a su madre  (Duvall, aún más histérica y excesiva que Nicholson) durante todo el último tramo.  Además, los cambios con respecto al texto son innumerables (por ejemplo, los  fantasmas originales existían más allá de la imaginación de Jack, justificando su  aparición con la ubicación del Overlook, sobre un cementerio indio -algo que no queda  muy claro en la película, aunque se mencione dicho cementerio-); los personajes están  poco desarrollados (la transición entre cordura y demencia de Torrance es demasiado  fugaz, sin que parezca que haya razones de peso que desaten su locura), lo que provoca  que las relaciones entre ellos sean distantes; y los momentos terroríficos buscan el golpe  de efecto fácil y recurrente, echando a perder el terror latente de la novela (la  transformación de la bella mujer de la habitación 237 en una anciana llena de yagas y  pústulas; las múltiples y cansinas apariciones de las niñas; la repetición de la escena  del río de sangre que mana del ascensor... ¡Hasta tres veces!). 

En Ojos de fuego, Mark L. Lester, 1984, una jovencísima Drew Barrymore, que dos  años antes había conocido el éxito absoluto con E.T. El extraterrestre, Steven  Spielberg, 1982, interpreta a una niña que posee poderes piroquinéticos (es capaz de  provocar fuego con su mente) debido a los experimentos gubernamentales a los que  fueron sometidos sus padres (interpretados por David Keith y Heather Locklear) antes  de su nacimiento. Lester dirigió sin brío y con desgana una de las adaptaciones más 

flojas de la bibliografía de King, destacando única y exclusivamente la interpretación de  la pequeña Barrymore, por encima de actores consagrados como George C. Scott, que  da vida al malvado antagonista de la historia, o Martin Sheen. 

 Los chicos del maíz, Fritz Kiersch, 1984, nace a partir de un relato de King que fue  publicado por primera vez en la revista Penthouse en su número de marzo de 1977 y que  luego formaría parte de la colección de cuentos de “El umbral de la noche”. Película  decididamente mediocre pese a su estatus de culto, que significaría el inicio de una  nefasta saga que a día de hoy cuenta con nueve entregas y un remake, y que estaría  protagonizada por una Linda Hamilton que ese mismo año tendría un rol principal en la  magistral Terminator, James Cameron, 1984, y por Peter Horton como su pareja, los  extraños que llegaban a Gatlin para enfrentarse a esos chicos en absoluto inquietantes,  siendo especialmente lamentables las actuaciones de John Franklin (Isaac) y Courtney  Gains (Malachai), que hacen el papel de cabecillas y que protagonizan varios momentos  sumamente ridículos y poco creíbles (el sermón dado por el primero en el maizal; las  persecuciones que encabeza el segundo por el pueblo, tras la pareja protagonista…).  Lástima, además, de efectos especiales, que arruinan la aparición final del dios,  transformando en risible algo que debería haber sido terrorífico. 

 Los ojos del gato, Lewis Teague, 1985, adoptaría el mismo formato que la novela  homónima y, tratándose de una adaptación más que atractiva, solo tiene cabida aquí  debido a su tercera historia, The general, en la que una niña llamada Amanda  (Barrymore regresando al universo King un año después de su aparición en Ojos de fuego) es asediada por un pequeño diablillo que vive escondido en su habitación, y del  que estará protegida por el gato del título.  

 Por otro lado, en Miedo azul, Daniel Attias, 1985, otro niño prodigio de la década de  los ochenta como Corey Haim (fallecido en 2010 a causa de una neumonía), que coprotagonizara la notable Jóvenes ocultos, Joel Schumacher, en 1987, se enfrenta a  un hombre lobo que siembra el terror en el pequeño pueblo de Tarker´s Mills,  asesinando a varios de sus habitantes, mientras los adultos que le rodean lo ignoran  olímpicamente hasta que es demasiado tarde. Formato whodunit (¿Es el licántropo uno  de los moradores de la villa?), asesinatos más o menos gráficos y el título más absurdo  de todas las adaptaciones de King (¿Miedo azul? ¿En serio? Su título original es  “Silver bullet”, o bala de plata” si lo traducimos literalmente a nuestro idioma) para  una película que, de manera tardía, eso sí, aún aprovechó los ecos del éxito de dos de las 

más conocidas obras de licántropos de la historia del género: Aullidos, Joe Dante,  1981, y Un hombre lobo americano en Londres, John Landis, 1981. 

 Corre el año 1986 cuando Rob Reiner (que cuatro años más tarde reincidiría con otro  libro de King, adaptando la estupenda Misery para lograr otra traslación  cinematográfica entre notable y sobresaliente, con unos Kathy Bates y James Caan excelsos) elige la novela “El cuerpo”, publicada por primera vez en 1982 en la antología  “Las cuatro estaciones”, convirtiéndose en la primera adaptación de la obra del autor de  Maine alejada por completo del cine de terror. He de reconocer mi falta de objetividad  cuando escribo sobre una de mis Top 5, pues Reiner logra emocionar y conmover  pulsando con maestría las teclas de la nostalgia a través de una historia evocadora que  refleja como pocas aspectos tan humanos como la amistad, el compañerismo, la lealtad  y la madurez. Resulta complicado expresar con palabras el maremágnum de  sentimientos que provocan en mí estos 90 minutos de magia convertida en celuloide,  una de las razones por las que amo el cine y uno de esos escasos filmes por los que  profeso verdadero respeto. Y no se trata de una exageración. 

 Los cuatro niños que inician sin saberlo su viaje iniciático a la edad adulta en ese mes  de septiembre que implica el final de esa etapa estival que, cuando tienes 12 años, se  hace eterna (¿quién no recuerda esos veranos interminables alejados del colegio, en los  que la luz del día parecía conquistar la noche, que nunca llegaba; en los que el único  límite para la aventura lo ponía tu imaginación y la fuerza de tus piernas para pedalear  tan lejos como fuera posible; y en los que la amistad lo era todo y se convertía en un  vínculo honesto, sincero, inquebrantable y sólido?), están fantásticamente interpretados  por Jerry O´Connell, Corey Feldman y, sobre todo, Will Wheaton y un magnífico River  Phoenix, que dan vida (nunca mejor dicho), respectivamente, a Vern Tessio, Teddy  Duchamp, Gordie Lachance y Chris Chambers, cuatro personajes que se graban a fuego  en la mente de cualquier espectador adulto que aún guarde un poco de su infancia en su  corazón. Pese a su escasa edad, todos parten con heridas emocionales y/o físicas  difícilmente restañables: Vern tiene problemas de sobrepeso y es por ello víctima de las  burlas de amigos, compañeros o simples conocidos; Teddy es objeto habitual de los  malos tratos físicos y psicológicos a los que lo somete su progenitor; Chris proviene de  un clan de alcohólicos y delincuentes y Gordie padece el desdén y la pasividad de unos  padres aún traumatizados por el reciente fallecimiento en accidente de carretera de su  hermano mayor, el ejemplar y modélico Denny (John Cusack). Resulta complicado no 

empatizar con un póquer de perdedores en apariencia irredimibles, con un cuarteto de  outsiders que, pese a las circunstancias adversas, intentan sobrellevar su existencia con  la entereza y la inocencia que solo tienen los críos. Y es sencillo ponernos en su piel  porque ellos somos nosotros y porque, pese a que nuestra existencia quizá no haya sido  tan cruel, todos hemos tenido vivencias y experiencias similares a las que padecen en  ese viaje, y todos tenemos o hemos tenido algún amigo en esas circunstancias. Veremos  a los chicos reír y disfrutar como nunca lo han hecho y como jamás lo volverán a hacer,  al menos juntos (porque tras ese viaje llegará su separación cuasi definitiva), pero  también los veremos sufrir, padecer y llorar cuando desnudan su miedos y sus traumas  ante aquellos en los que confían como si fuesen hermanos de sangre, cuando descubren  sus anhelos y sus esperanzas y cuando expresan el deseo de no verse arrastrados por los  antecedentes de unos padres que han perdido todo vestigio de inocencia y cuyos actos  esperan no repetir o heredar como si de una enfermedad genética se tratara.  Evidentemente, la vida no es así, y en ocasiones (no siempre, afortunadamente) nos  arrastra irremisiblemente y pese a nuestra oposición hacia aquello de lo que hemos  huido durante la mayor parte de nuestra existencia, tal y como comprobaremos en la  conclusión, con las demoledoras palabras de un Gordie ya adulto, narrándonos cuál ha  sido el destino de cada uno de sus amigos. 

 King nos habla, una vez más, de lo ineludible del destino (recordemos “Carrie” o  “Cementerio de animales”, sin alejarnos de su obra), desde una perspectiva agria y  amarga, trágica y triste, pero con una belleza desgarradora y emotiva que se convierte  en un auténtico canto a la vida, la lealtad y la amistad. Quedan para el recuerdo pasajes  como el de la casa del árbol, en el que los cuatro amigos juegan al póker, fuman (algo  impensable a día de hoy) y planean su viaje; la llegada de Gordie a su hogar, donde es  ignorado o ninguneado por sus padres por enésima vez, adentrándose en el cuarto de su  hermano para coger una cantimplora, deteniéndose para observar las fotos de éste  (atención al silencio sobrecogedor solo roto por la partitura de piano de Jack Nitzsche)  y recordando el día en el que Denny le regalase su gorra de béisbol; el momento en el  que el cuarteto atraviesa el enorme y larguísimo puente sobre el río, encontrándose con  un convoy justo a mitad de camino y en dirección contraria que les obliga a salir  corriendo para salvar la vida, arrojándose a un lado en el último momento; la acampada  en el bosque, donde Chris confiesa a Gordie, entre lágrimas, sus temores de acabar  siendo un fuera de la ley o un criminal como la mayor parte de su familia, y en la que 

queda de manifiesto esa sensación de inevitabilidad tan constante en la obra de King; la  hermosa escena de la cría de ciervo que se detiene ante el protagonista, sentado en  silencio en las vías de tren, observándole durante unos segundos para luego proseguir su  camino; o la escena, ya casi al final, en la que el propio Gordie, absorto, declara sentirse  odiado por sus padres, mientras Chris trata de consolarlo con palabras de ánimo en un  primer momento para luego, viendo que no consigue su objetivo, simplemente abrazarlo  esperando a que su amigo se desahogue y se tranquilice. 

 La conclusión resulta sensacional, y muestra la separación de los chicos, que se  dirigen a sus hogares tras el adiós. Ahí descubriremos que Vern se casó tras acabar la  escuela secundaria, y que tuvo cuatro hijos, y que Teddy trató de alistarse en el ejército,  siendo rechazado por su miopía y cumpliendo posteriormente condena en la cárcel. La  última despedida, como no podía ser de otra manera, es la que tiene lugar entre Chris y  Gordie, y en ella el primero expresa su idea de que jamás será capaz de huir de ese  pueblo en el que viven. El chico se aleja de su amigo y la voz del protagonista en su  edad adulta (Richard Dreyfuss, sobresaliente) toma la palabra como narrador,  explicándonos que Chris se equivocaba y que logró labrarse una carrera de éxito como  abogado, alejado del pueblo en el que pasó su infancia. La historia continúa, y nos  cuenta que una semana atrás su amigo se encontraba en un restaurante en el que tuvo  lugar una pelea y en la que él intentó interceder, tal y como hacía habitualmente. Una  puñalada en el cuello de uno de los contendientes acababa en cuestión de segundos con  la vida de un chico inolvidable tanto para Gordie como ya para nosotros, como  espectadores. En ese momento Chris se gira para despedirse de su amigo, y su figura se  desvanece en el aire de manera simbólica. Un plano muestra el periódico en el asiento  del acompañante del narrador, en el presente, con la noticia del suceso revelada ante  nuestros ojos. La tragedia del personaje alcanzaría de igual manera a su intérprete, un  River Phoenix que fallecería siete años después a la edad de 23 años. El score, una  magnífica y sosegada versión instrumental del “Stand by me” de Ben E. King que nos  acompaña durante parte del metraje, alcanza aquí una simbiosis magnífica con lo que se  muestra en pantalla, haciendo, si cabe, aún más emotiva y triste esa despedida.  Finalmente, Gordie, ante su ordenador (también descubrimos que ha conseguido su  sueño de ser escritor), finaliza un libro con la frase: “Jamás volví a tener amigos como  los que tuve cuando tenía doce años. Dios, ¿Acaso alguien los tiene?”, y a continuación abandona su despacho para recoger a su hijo y otro chico y llevarlos a la piscina.  Simplemente arrebatadora. 

 En 1989 le llegaría el turno a Cementerio viviente, Mary Lambert. Aún recuerdo la  primera vez que vi la película, una madrugada de verano cuando contaba con catorce  años, emitida por T.V.E. Recuerdo que me hizo sentir auténtico miedo, intranquilidad…  pero, ante todo, recuerdo una sensación de incomodidad, de desasosiego, de mal rollo,  de fatalismo y angustia in crescendo que tardó en irse varios días. También recuerdo  que poco después me compré el libro de Stephen King en el que se basaba el filme (en  el que el escritor tiene un cameo como reverendo), y que lo leí completamente  absorbido, y esas sensaciones volvieron a reproducirse en mí de manera exponencial. 

 Desde el principio se respira intranquilidad (los títulos de crédito en el cementerio de  animales -que parece tener vida propia-, mostrándonos las distintas sepulturas que  horadan el terreno, mientras suena esa escolanía fantasmal; ese plano frontal del  camión de la Orinco pasando a toda velocidad por la carretera donde se  desencadenará el drama; el momento en el que Gage es salvado en última instancia por  Jack de ser atropellado -la segunda vez no llegará a tiempo-), y la sensación de que un  destino incierto se cierne sobre los Creed, haciendo todo lo posible por desatarse,  aumenta a cada segundo (la muerte de Church atropellado por uno de los camiones de  Orinco, y el inmediato diálogo entre Jack y Louis, con el primero convenciendo al  segundo de que entierre al gato en la necrópolis de los Micmac, más allá del  cementerio de animales, sino quiere que Ellie se entere de lo sucedido -atención al  espectacular y escalofriante plano aéreo que muestra el camposanto-; el suicidio de  Missy, la ama de llaves -punto que cambia con respecto al libro-; la sobrecogedora y  cruel muerte de Gage -la escena está totalmente lograda, mostrándonos un montaje  paralelo en el que vemos, por un lado, uno de los camiones de la Orinco saliendo de la  fábrica conducido por un joven que escucha música, y por otro, a los Creed  merendando con Jack en el campo que hay tras su casa, todo en un tono desenfadado y  tranquilo. Louis vuela una cometa junto a su hijo, sujetada por éste, mientras Rachel,  Ellie y el señor Crandall ríen en la mesa un poco más alejada. La niña pide a su padre  que también le deje jugar, y éste se gira contestándole que le toca a su hermano,  mientras el pequeño se aleja poco a poco de su progenitor. Entonces, el carrete del hilo  que sujeta el artilugio volador se le cae de las manos, siendo arrastrado por el viento.  El niño lo persigue, mientras que un plano aéreo nos muestra como se acerca a la 

carretera, por la que circula el camión a toda velocidad. Jack es el primero en  apercibirse de lo que sucede, y grita a Louis, que se gira de inmediato, saliendo a la  carrera tras su hijo, al igual que el anciano. Gage, que parece mantenerse en pie sujeto  por una fuerza invisible que evita que se trastabille y caiga, algo que sería lo más  normal, tratándose de un bebé, se acerca inexorablemente al umbral que separa el  campo del asfalto, mientras que la fatalidad vuelve actuar de forma decisiva cuando  esa misma fuerza que parece mantener al pequeño derecho vuelve a intervenir  haciendo que su padre se desplome en el último instante, cuando está a punto de  sujetarlo. A partir de ahí, un plano frontal del camión aproximándose a toda velocidad  a la pantalla mientras en primer término vemos a Gage de espaldas; otro del conductor  frenando, seguido por uno desde el pavimento, en el que vemos al vehículo pasando  sobre la cámara, simulando el impacto, y el final, y más dramático, que muestra un  pequeño playero ensangrentado rodando por el asfalto a cámara lenta-), creándose una  tela de araña tejida por un destino cruel que parece escrito de antemano.  

 Esa sensación de que todo está predestinado o escrito, que nos lega otra simultanea de  desamparo, de fragilidad, era aún más palpable en el, digámoslo ya, magnífico libro de  King. Sin duda, una de sus mejores obras (para mí la mejor), la más pesimista y la  historia más aterradora y sobrecogedora que he leído nunca. 

En 1990 el formato TV Movie sería el elegido para llevar a la pantalla una de las  obras más famosas y reconocidas de King: It. El irregular Tommy Lee Wallace dio  aquí la de cal ofreciendo un filme larguísimo (192 minutos de duración) que se hacía  tedioso en varios momentos del metraje. Si bien la primera parte, la que narra la pelea  de los protagonistas con It cuando aquellos cuentan con 12 años de edad (entre los  jóvenes intérpretes podemos encontrar al ya fallecido Jonathan Brandis, que daba vida  a Bill Denbrough, el cabecilla del grupo que lideraba la venganza contra el asesino de  su hermano Georgie y de muchos otros niños más; a un jovencísimo Seth Green como  Richie Tozier, y a Emily Perkins, que una década después protagonizaría la trilogía de  Ginger snaps, en el rol de Beverly Marsh), tiene ciertos momentos logrados (que  incluso nos recuerdan a Cuenta conmigo, si nos referimos a la relación de amistad y a  los vínculos que se establecen entre los miembros de “el club de los perdedores”) y  alguno que otro aterrador (la muerte del citado Georgie, superada, eso sí, por la del  remake, mucho más sangrienta y cruel), en su segunda mitad, con los personajes ya  crecidos enfrentándose de nuevo a la amenaza, el filme se vuelve terriblemente 

derivativo y soporífero, pese a que los actores y actrices que dan vida al grupo que se  enfrenta a It, convertidos ya en adultos, resulten reconocibles en su mayor parte para el  público (entre ellos podemos encontrar a John Ritter, Harry Anderson, Richard Masur  o Anette O´Toole). La aparición final de la araña, creada con unos FX tirando a  lamentables, le hace un flaco favor a una conclusión ya de por sí desganada y carente de  garra. Destacar de manera merecida, eso sí, la fantástica interpretación de Tim Curry  como el aterrador payaso erigido en Némesis de los protagonistas y en terrible y temible  asesino infantil. En 2017 llegaría la primera parte de una nueva versión, dirigida por  Andy Muschietti (autor de la mediocre Mama, 2013). A la espera del estreno de su  segunda entrega, que mostrará el enfrentamiento de los miembros ya adultos de “el club  de los perdedores” con It, podemos decir que el filme inicial supera ampliamente a la  versión de 1990, generando varios momentos de auténtico terror (destacar, sobre todo,  la escena de las diapositivas en el garaje, con esa imagen femenina cuyo rostro se  convierte, con el paso de las imágenes, en el de la criatura, pero también, como hemos  dicho, la brutal muerte de Georgie, o el ataque a Beverly en el baño) provocados por un  Bill Skarsgard que brilla casi a la misma altura que Tim Curry en el filme primigenio. 

 Finaliza este repaso con Verano de corrupción, Bryan Singer, 1998, que demuestra  que un joven supuestamente inocente y cándido (interpretado por Brad Renfro) puede  ser muchísimo más peligroso y retorcido (e inteligente) que un antiguo miembro de las  SS del ejército nazi, vecino del muchacho que se ve obligado a confiarle parte de su  pasado gracias al chantaje al que es sometido. Película notable, alejada del género de  terror, y con una escena final totalmente sorprendente y demoledora, que debería ser  reivindicada no solo por completistas de las adaptaciones de King a la pantalla, sino por  todo aquel que quiera descubrir un filme sorprendente y con un giro similar al efectuado  por Singer en Sospechosos habituales, 1995. Corazones en Atlántida, Scott Hicks,  2001, también se aleja de los parámetros del horror para narrarnos la historia de un  hombre que posee ciertos poderes psíquicos y que, perseguido por unos extraños  individuos a causa de los mismos, llega a una población en la que conoce a Bobby  Garfield (Anton Yelchin), un niño con el que entablará una relación de amistad que no  será vista con buenos ojos por Liz (Hope Davis), la madre de éste. Música de los 60,  amistades infantiles inquebrantables (al menos mientras dure la inocencia), vacaciones  de verano que parecen no tener fin, confesiones en un bosque al atardecer, primeros  amores correspondidos y primeras decepciones amorosas, abandono de la infancia y 

paso a la supuesta madurez, adultos que no escuchan y no comprenden a sus hijos y  abusones a los que apetece ajusticiar para un filme que, obviamente, recuerda en  muchísimos aspectos, de nuevo, a Cuenta conmigo, pero que consigue brillar con luz  propia gracias a las interpretaciones de Anthony Hopkins, Davis, Anton Yelchin, Mika  Boorem o David Morse, y a la realización de un Hicks que logra crear varios momentos  cautivadores y emotivos. Finalmente, El cazador de sueños, Lawrence Kasdan, 2003,  reincide nuevamente en lo anterior y en lo visto en It (de hecho, la película muestra a  un grupo de personajes en su niñez y, años después, en su edad adulta), pero de manera  mucho más deslavazada y peor ejecutada, lo que hace que lo único destacable de un  filme decididamente mediocre sea su reparto, en el que intervienen Morgan Freeman,  Jason Lee, Damian Lewis, Timothy Olyphant o Thomas Jane.