La crisis que todo lo cambió

mercedes mora REDACCIÓN / LA VOZ

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Jonathan Ernst | REUTERS

El derrumbe de Lehman, del que mañana se cumplen diez años, dejó al descubierto las vergüenzas de una temeraria forma de hacer banca que arrastró al mundo al lodazal de una crisis descomunal

14 sep 2018 . Actualizado a las 08:11 h.

Domingo 14 de septiembre del 2008. Nueva York se prepara para el otoño. La noche se cierne sobre una metrópoli que hace ya tiempo que vendió su alma a los especuladores. Y en la ciudad que nunca duerme muchos se meten tranquilos en la cama. La verdadera pesadilla llegará por la mañana.

En el piso 31 del número 745 de la Séptima Avenida, a un paso de Central Park, en pleno Manhattan, sin embargo, nadie pega ojo. La actividad es frenética en la sede del cuarto banco de inversión del país. El todopoderoso y despiadado Lehman Brothers está a punto de venirse abajo, corroídos los cimientos por años de excesos de sus ejecutivos, inundadas las entrañas de hipotecas basura.

Lunes 15 de septiembre. Nadie es consciente de la magnitud de lo que está a punto de ocurrir. El arrogante Richard Fuld, presidente ejecutivo de Lehman, crème de la crème de Wall Street, y apodado el Gorila, traga con lo impensable: el Gobierno no va a ayudar al banco. Lo van a dejar caer. No les queda otra que declararse en quiebra: tiene un agujero de 613.000 millones de dólares. Son las siete de la mañana cuando estalla la bomba. 

Al mundo se le atraganta el desayuno con la explosión. Nadie da crédito. Y el Gobierno de Bush, quien pretendía con su acción una lección ejemplarizante -algo así como dejar claro que los contribuyentes no iban a pagar más excesos de la banca-, no tarda en darse cuenta del monumental error. Lo que tarda la onda expansiva en llevarse por delante a la mayor aseguradora del mundo, AIG; la principal caja de ahorros estadounidense, Washington Mutual; y el cuarto banco más grande del país, Wachovia. Pero ya está hecho. Los mercados tenían la idea de que nadie iba a quebrar. Creían que los Gobiernos no lo iban a permitir. Aquello lo dinamitó todo. Ahora cualquier cosa era posible

Detrás vendrían otras fichas del dominó. Demasiadas. A ambos lados del Atlántico. Hubo que sujetarlas. Y la mayor crisis financiera desde la Gran Depresión corrió como la pólvora a lo largo y ancho del planeta. Hasta mutar en otra igual de feroz. O más. Esta vez fiscal. Alimentada por las dudas sobre la capacidad de los Estados -endeudados hasta las cejas para, entre otras cosas, salvar a los bancos- para hacer frente a las deudas. Tan voraz que a punto estuvo de reventar el euro. Y aquello que empezó siendo un problema de un grupo de familias incapaces de hacer frente al pago de sus hipotecas acabó convertido en un recesión planetaria. La primera global de la historia y la más grave desde la Segunda Guerra Mundial. 

Durmiendo sobre un volcán

Nadie lo vio venir. ¿Por qué, si no, habría el Banco Central Europeo subido los tipos en julio, apenas unas semanas antes del desastre? El mundo dormía sobre un volcán y el BCE... ¡preocupado por la inflación!. «Lo de Lehman era imprevisible. Es verdad que habíamos visto una fuerte expansión del crédito en los años anteriores, pero no se podía pronosticar una crisis sistémica», confesaría años después Gertrude Tumpell-Gugerell, miembro en aquel entonces del consejo del eurobanco. No así su jefe de aquellos tiempos, Jean Claude Trichet, que mantiene, aún ahora, que algunos la barruntaban. «Había dos escuelas: los que pensaban que la crisis de las subprime anticipaba algo grave e importante y los que consideraban que era una simple corrección del mercado, bastante sana y sin gravedad sistémica. Yo pertenecía a la primera», ha dicho no hace mucho. Extraña manera de conjurar ese temor con una subida de tipos. Pero si él lo dice... 

Digan lo que digan, está claro que las autoridades no estuvieron finas. Ni antes, ni durante, ni después de la hecatombe. Y hoy, diez años después (se cumplen mañana) del estallido de aquella crisis de las mil caras: financiera, económica, de deuda, social..., el mundo es otro. Aquello lo cambió todo. Las consecuencias del cataclismo siguen entre nosotros y, de alguna u otra manera, marcarán para siempre nuestras vidas. 

Heridas abiertas

Las heridas son todavía hoy palpables. Algunas, de hecho, continúan abiertas. En canal. Porque la crisis se gestó en los despachos de Wall Street, pero la factura no la abonaron los poderosos. Ni mucho menos. Apechugaron con ella las clases menos pudientes. Los de siempre. Que, por resumir mucho las cosas, han pagado los excesos de otros con una fuerte precarización del mercado laboral y un profundo incremento de la desigualdad. Los ricos se han hecho más ricos en estos años. Y lo demás o tienen menos o no tienen nada. Un estupendo caldo de cultivo para el populismo. Toda una señora secuela de la crisis. Ahí están Trump y el brexit, por poner solo dos ejemplos. 

Aunque hay cosas que no han cambiado: los del capitalismo desenfrenado siguen contando los ceros de sus nóminas y de sus bonus y en Wall Street la vida apenas sí ha cambiado. Porque ahora, como entonces, los beneficios se privatizan y los riesgos se nacionalizan. 

Malos augurios

Mucho se ha hablado del saneamiento de los bancos y de las nuevas normas para poner puertas a Wall Street. Pero aquello sigue siendo el campo. El sistema continúa controlado por un puñado de bancos de inversión, como Goldman Sachs o Morgan Stanley. Los diez principales bancos comerciales de Estados Unidos siguen controlando la mitad de los activos, casi como antes de la crisis. Las agencias de calificación mantienen su reinado. Algunos de aquellos endemoniados productos financieros que engordaron la bomba vuelven a estar de moda.

Quizá por eso dicen algunos, Trichet entre ellos, que hay otra crisis en ciernes. Que la situación financiera de ahora es «tan peligrosa» como la de entonces. Esperemos que tampoco esté esta vez fino el galo. 

Las fechas más sonadas 

Agosto del 2007

El origen del huracán. Estalla la crisis de las hipotecas basura. Los años de excesos y crédito alegre comienzan a pasarles factura a los bancos estadounidenses.

15-9-2008 

Cae Lehman. Dejado de la mano de las autoridades estadounidenses, corroídos los cimientos por las hipotecas basura, Lehman Brothers se viene abajo. Su caída desata un huracán que acabará arrastrando al mundo a la peor de las recesiones desde la Segunda Guerra Mundial.

2-5-2010 

Grecia se hunde. Después de haber admitido en febrero que durante años hizo trampas con el déficit, ocultándolo bajo las alfombras, Grecia se ve abocada a pedir el rescate de sus socios. No será el último. 

22-11-2010 

Irlanda, la siguiente. La crisis del euro se cobra su segunda víctima. Irlanda claudica y pide un rescate de 80.000 millones para reestructurar su sistema financiero, tieso tras el pinchazo de una enorme burbuja inmobiliaria.

 6-4-2011 

Portugal tira la toalla. El primer ministro en funciones claudica ante la presión de los mercados tras negar durante semanas que necesitase ayuda. 

9-6-2012 

España pide ayuda. El ladrillo se les ha atragantado a los bancos tras años de orgía inmobiliaria y al Gobierno no le queda otra que pedir dinero para salvarlos. 

26-7-2012 

Draghi, el salvador. En medio de la tormenta se abrió el cielo y aparecieron Draghi y su famoso conjuro: «Haremos cualquier cosa para salvar el euro. Y, créanme, será suficiente».

La salida del túnel, más lenta en Europa

La tormenta que desató la caída en desgracia de Lehman llegó a todos los rincones del planeta, pero los remedios no fueron los mismos. Ni la rapidez con la que se aplicó el ungüento. De ahí que unos consiguieran salir del pozo antes que otros.

En Estados Unidos, origen de la tormenta, no tardaron en remangarse y entrar en faena. De lo en serio que se lo tomaron da buena cuenta una imagen, nunca vista, pero sí mil veces relatada: la del secretario del Tesoro estadounidense por aquel entonces, Henry Paulson, pidiendo de rodillas -literalmente- a la presidenta de la Cámara de Representantes, la demócrata Nancy Pelosi, que salvase el plan ideado por la Administración Bush para salir del atolladero: una bazuca de 700.000 millones de euros. Estímulos fiscales a espuertas y la Reserva Federal empleando toda la artillería desde bien pronto.

En Europa, sin embargo, todo fue mucho más lento. Cosas de la des-Unión Europea y de una gestión mediocre de la crisis. Esa incomprensible costumbre europea de dispararse en el pie... 

No hay más que ver lo mucho que tuvo que esperar el BCE para poder hacer lo que su homólogo estadounidense. Años estuvo Draghi con la escopeta cargada sin poder abrir fuego.

Menos mal que Draghi es un mago de las palabras. Que si no... Corría el 26 de julio del 2012, con España ya rescatada, pero todavía en las fauces del mercado, cuando el italiano pronunció aquello de: «Haremos todo lo que sea necesario par salvar al euro. Y, créanme, será suficiente». Pero no fue hasta marzo del 2015 cuando por fin, y para enfado de muchos en Alemania, pudo emplear las balas que atesoraba. A diestro y siniestro.

Por eso a Estados Unidos le costó mucho menos salir de la crisis. Ahora, con el fin de los estímulos ya en marcha, goza de un crecimiento robusto (el último dato, del segundo trimestre, es un impresionante 4,2%). Con un desempleo en mínimos, que ya nos gustaría a muchos; y una bolsa que acaricia sus máximos históricos (aguantando mucho mejor que otras los efectos de la guerra comercial con China).

Europa, sin embargo, todavía anda renqueante. Cosas de la austeridad a ultranza.