A medida que el coronavirus avanza, ya son al menos 28 los países que usan aplicaciones para rastrear a las personas infectadas y alertar a quienes entran en contacto con ellas

Desde finales de marzo, Hong Kong permanece aislado del mundo exterior. La región solo permite la entrada de residentes que regresen a la ciudad y, a su llegada, cada uno recibe una pulsera electrónica que se conecta a su teléfono móvil. Una vez en casa, se les pide que caminen por el perímetro de la vivienda, estableciendo un límite virtual que no deben cruzar durante dos semanas. Si traspasan ese perímetro, la pulsera envía una alerta al gobierno, los infractores son multados y pueden afrontar hasta seis meses de prisión.

El uso de la vigilancia digital en la lucha contra el covid por parte de Hong Kong y muchos otros gobiernos, incluidos varios estados de EE.UU., ha lanzado un feroz debate sobre el equilibro entre la salud pública y la privacidad. Sin embargo, el problema de fondo precede a la actual crisis. Corporaciones y gobiernos han estado acumulando datos personales de los ciudadanos durante años. Incluso antes del covid, las campañas políticas participaban en una especie de carrera armamentista digital para recopilar tanta información como fuera posible sobre localización, hábitos y creencias de los ciudadanos. Una competencia que continúa a ritmo acelerado a medida que se acercan las elecciones presidenciales de EE.UU. Con la pandemia, esto irá a más.

A medida que el covid-19 avanza, ya son al menos 28 los países que usan aplicaciones para rastrear a las personas infectadas y alertar a quienes entran en contacto con ellas. A primera vista, estas aplicaciones parecen beneficiosas pero, aunque el rastreo de contactos es una práctica establecida, la eficacia y la ética del uso de tecnologías digitales en ese sentido son aún muy debatidas. Dilemas que los gobiernos han ignorado.

Israel y Rusia

En Israel, el primer ministro, Benjamin Netanyahu, emitió regulaciones de emergencia para eludir al Parlamento y permitir que la policía y la agencia de seguridad interna rastreen y contacten a los transmisores del covid-19 y a quienes puedan haberse infectado. Las nuevas regulaciones permiten a las autoridades acceder a los mal llamados «datos tecnológicos» desde los móviles de las personas, sin su consentimiento. En Rusia, algunas regiones están experimentando con el rastreo de la localización y con sistemas de reconocimiento facial. Asimismo, el gobierno chino está también expandiendo su sistema de «control social automatizado», recurriendo a herramientas inicialmente desarrolladas para reunir e internar a alrededor de un millón de uigures y otras minorías musulmanas en los llamados «campos de reeducación».

Lo que une estos esfuerzos es su dependencia de los datos extraídos desde teléfonos inteligentes y desde otros dispositivos, verdaderos tesoros de información personal, listos para su recolección y explotación. Los dispositivos actuales almacenan casi todo lo que pueden sobre ellos mismos y sobre sus usuarios: ubicación, tiempo de uso, datos de atención médica, afiliación religiosa y contactos. Muchas aplicaciones recopilan esta información para su venta a terceros. De hecho, los desarrolladores de software de rastreo a menudo pagan a las aplicaciones para integrar su tecnología sin importar si es o no un dato necesario. Esto explica que linternas, calculadoras, juegos y aplicaciones de edición fotográfica puedan registrar nuestra ubicación. También es sabido que las compañías de móviles venden los datos de sus clientes y la Comisión Federal de Comunicaciones de EE.UU. impuso recientemente multas de 208 millones de dólares a los cuatro operadores principales del país.

Uso comercial

Datos de localización incluso más precisos pueden ser recopilados cuando los móviles, tabletas u ordenadores se conectan a puntos de acceso desde una red wifi o bluetooth. Esta información está vinculada al identificador del dispositivo, que a su vez puede ser rastreado, con lo que los usuarios dejan de ser anónimos.

La prueba piloto hecha por Hong Kong tiene otros usos. Los agentes inmobiliarios pueden usar la localización para comercializar propiedades a quien pasa al lado de una casa en venta. Los restaurantes pueden anunciar su happy hour a las personas cercanas o incluso combinar los datos con otra información y apuntar, por ejemplo, a los amantes de la pizza. Martin Sorrell, el fundador del gigante de la publicidad WPP, ha definido estas prácticas como el «santo grial» de la publicidad.

El uso político de la geolocalización es más polémico. Durante las presidenciales de EE.UU. del 2016, un candidato republicano anónimo le pagó a la compañía Beaconstac para conectar balizas de bluetooth a los carteles de su campaña. Señales que eran capaces de enviar notificaciones a cualquier dispositivo Android y a algunos Apple que se encontraran cerca del anuncio. Algo que, según Beaconstac, ha sido usado también en India y Nigeria.

«Geopropaganda»

La Universidad de Texas denomina a esos métodos «geopropaganda». La táctica consiste en utilizar un conjunto de elementos de propaganda computacional -algoritmos, automatización, supervisión humana como, por ejemplo, uso de trolls patrocinados o de influencers en redes sociales -para manipular la opinión pública. De esa forma, una alerta basada en transmisores bluetooth podría invitar a una persona a asistir a un acto cercano. O un aviso de YouTube podría animarle a votar a un candidato, según haya asistido a un campo de tiro o a una clínica de aborto.

Durante el día de las elecciones, los datos sobre la ubicación pueden revelar también quién ha votado y a quién es necesario movilizar. Algunos podrían considerar este tipo de alertas como un catalizador inofensivo para mejorar el compromiso democrático de la ciudadanía. Pero se trata de una violación encubierta de la privacidad, que distorsiona el discurso político y exacerba la polarización política.

La geopropaganda permite mensajes selectivos e íntimamente dirigidos, con casi ninguna supervisión o regulación, ofreciendo un amplio lugar para las teorías conspirativas, campañas de difamación e incluso desinformación.

El candidato republicano que utilizó los carteles electrónicos en las elecciones del 2016 no tuvo éxito, pero otros políticos han tomado nota. Así, la campaña de reelección de Trump modificó recientemente la información legal de su página web para aclarar que «podrían recopilar también otra información en función de la ubicación y la proximidad de los dispositivos a determinadas balizas».

La geopropaganda no se limita solo a la política. En el 2018, el grupo Catholic Vote utilizó un software de rastreo para identificar a varios centenares de personas que habían visitado una iglesia católica y empleó esos datos durante cinco elecciones al Senado. El grupo le dio a cada persona una «puntuación de intensidad religiosa». En uno de los casos, los votantes católicos en Missouri recibieron anuncios que decían que la senadora demócrata, Claire McCaskill, era «anticatólica». Aunque el impacto es difícil de cuantificar, el grupo ha redoblado sus esfuerzos para el 2020.

Donald Trump: el geopropagandista que también es víctima de la cíber-vigilancia

Por su parte, la campaña de Trump almacena los nombres de quienes asisten a sus concentraciones y los compara con los perfiles de los votantes, descubriendo sus historiales de votación y sus preferencias políticas. Según Brad Parscale, gerente de la campaña de Trump, el 15% de las personas identificadas en un mitin no había votado en las últimas cuatro elecciones y el 20% de la audiencia de otro, eran demócratas. ¿Por qué no usar esa información para identificarlos y animarlos a votar republicano? El gobernador de Wisconsin, Tony Evers, también reunió los datos de ubicación y los ID de los móviles de las personas que asistieron a las reuniones del Partido Demócrata en ese Estado durante su postulación a la presidencia. El ex candidato presidencial demócrata, Beto O'Rourke, hizo lo mismo en un concierto que sostuvo con Willie Nelson.

Una vez que el ID del teléfono de una persona se ha registrado, se puede rastrear al usuario hasta su vivienda, donde se le transmiten anuncios políticos a través de múltiples dispositivos, incluidos sus televisores inteligentes.

Hasta el mismísimo Trump puede ser víctima, no solo verdugo, de la geopropaganda. Existen evidencias de que las empresas de lobby han enviado mensajes personalizados a direcciones IP de la Casa Blanca, el hotel Trump en Washington, su campo de golf de Nueva Jersey y el club privado Mar-a-Lago, en Florida. Incluso ha habido intentos de influir en Trump a través de sus amigos, asesores e incluso familiares.

Antes del covid-19, la recopilación masiva de datos de ubicación por parte de gobiernos, autoritarios y democráticos no se aceptaba abiertamente a gran escala. Ahora, el marco de referencia está cambiando, y los defensores de la vigilancia presentan una falsa dicotomía que pide facilitar los datos de ubicación porque, de lo contrario, muchas personas morirán. Los ciudadanos no deben facilitar sus ubicaciones, de forma digital ni de otro modo, sin contar con restricciones cuidadosamente definidas, una línea de tiempo claramente establecida y políticas sólidas para evitar su mala utilización.

En el estado actual, con muchos países aún en cuarentena, gran parte de la vida pública se ha detenido por completo. Pero cuando llegue el momento de quitar las mascarillas y seguir la vida diaria, podemos descubrir un mundo dominado por la vigilancia. El uso invisible de herramientas podría usarse para controlar a las personas de maneras muy diferentes, y mucho más difíciles de eliminar que las máscaras y las órdenes de quedarse en casa.

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(C) 2020 Consejo de Foreign Relations, editor de Foreign Affairs. Distribuido por Tribune Content. Traducción, Lorena Maya.