La Jefatura del Estado, desde dentro

Está claro que Franco quería que le sucediera un rey en la Jefatura del Estado. Si no lo quisiera, no habría hecho la Ley de Sucesión. Está claro también que siempre quiso seguir la línea dinástica. Si no lo quisiera, no habría convencido al conde de Barcelona de que enviase a su hijo Juan Carlos a formarse en España. Y está claro que tenía que truncar esa línea dinástica, porque a don Juan de Borbón, hijo de Alfonso XIII, que hacía proclamas democráticas y antifranquistas desde Estoril, no lo podía ver ni en pintura. La solución de Franco fue traer a España al niño Juan Carlos con diez años de edad y aventurarse a dirigir su educación, primero en la finca Las Jarillas de Madrid, más tarde en la Universidad y finalmente en la Academia Militar de Zaragoza. No quería hacer un Franco-bis, porque sabía que era imposible, pero sí quería garantizar la mayor continuidad con un heredero que, cuando menos, no desmontara un régimen que, a su juicio, había sido providencial para España.

Y aquel niño se portó como un chico obediente y leal. Cuando tuvo que jurar los Principios del Movimiento, y demás leyes fundamentales, los juró. Cuando tuvo que aparecer al lado del caudillo, incluso en el balcón del Palacio de Oriente en una manifestación organizada para blanquear la figura del dictador, apareció. Cuando tuvo que discutir con su padre los derechos dinásticos, no cedió porque sabía que era la única forma de restaurar la monarquía. Y aún después, ya proclamado rey, expresó su respeto a Franco con gestos que no pasaban desapercibidos. Por ejemplo, jamás se le ha visto reír un chiste sobre su antecesor. Desmontó pieza a pieza su régimen, pero nadie le escuchó ni una palabra de censura al régimen franquista. Personalmente, solo le escuché un miedo: le quitaba el sueño la posibilidad de tener que firmar una pena de muerte, porque ese era uno de los poderes absolutos que heredaba de la dictadura.

Él nunca lo confesará, pero el joven príncipe Juan Carlos de Borbón y Borbón vivió así una doble vida: por una parte, con un compromiso de lealtad, o cuando menos de obediencia a Franco y, por otra, con el diseño mental de cómo debería ser su reinado. La relación de contactos clandestinos que mantuvo con personalidades de la entonces llamada «oposición democrática», que llegaban al Palacio de La Quinta u otras citas con el príncipe camuflados con casco de motorista para no ser reconocidos, indica que desde años antes de la muerte de Franco ya trabajaba con la idea de una monarquía democrática. Incluso pensó en la herejía de legalizar al Partido Comunista, como lo demuestra el hecho de enviar a Manuel Prado y Colón de Carvajal a pedirle a Ceaucescu su mediación ante Santiago Carrillo, que más adelante contaré.

«Le quitaba el sueño tener que firmar una pena de muerte, era un poder absoluto que heredaba de la dictadura»

A pesar de la decisión de Franco, Juan Carlos de Borbón no lo tuvo fácil. El Movimiento no lo aceptaba. En los campamentos de la OJE (Organización Juvenil Española) se cantaba «el muchacho es alto y rubio, / tiene el tipo de un inglés, / en la cara se le nota / lo gilipuertas que es». La prensa del régimen le trataba de forma distante, por no decir con desdén, y editorializaba sobre «la Monarquía del 18 de julio». Diríase que se preparaba más una sucesión republicana que monárquica. Y encima, hubo una fracasada conspiración semifamiliar para conseguir el mito: la dinastía Borbón-Franco, derivada el matrimonio de la nietísima Carmen Martínez-Bordiú y Alfonso de Borbón Dampierre.

Don Juan Carlos sorteó todas esas dificultades. Encontró un primer impulso en Adolfo Suárez como director general de Radiotelevisión Española, que se propuso popularizar su figura, porque su aceptación social no pasaba del 10 % a finales de los años 60. Encontró un gran inspirador de su filosofía política en uno de sus maestros, Torcuato Fernández-Miranda, que, a pesar de ser un hombre del Movimiento, tenía muy elaborada la fórmula mágica de la Transición: «De la ley a la ley pasando por la ley». Su primer acto que se puede llamar de valentía fue presentarse en el Sáhara para ponerse al frente de las tropas españolas cuando Hassan II organizó la Marcha Verde.

Juan Carlos siempre ha sido un reformista. Intentó la reforma con el presidente del Gobierno heredado de Franco, Carlos Arias Navarro, hasta que comprobó que Arias era netamente franquista y el esperanzador «espíritu del 12 de febrero» de 1976 se quedó en pura palabrería. Fue entonces cuando el ya rey Juan Carlos I le envió un mensaje a través de la revista Newsweek, lo calificó sin tapujos como «un desastre» y lo obligó a presentar la dimisión.

«Con Juan Carlos I hubo una relación de confianza entre Corona y clase política que hoy se antoja imposible»

Y aquí comienzo la descripción de las claves de su reinado. Primera clave: encontrar un ejecutor de la política que quería. Tenía un retrato robot: persona de su generación, maleable ideológicamente, con capacidad de negociación y pacto, atractivo, no rechazado por la oposición, pero con una biografía que tranquilizase al entonces llamado búnker. Ese fue el retrato que le hizo a Fernández-Miranda. Ambos llegaron a la conclusión de que el nombre era Adolfo Suárez. Fernández-Miranda lo examinó, le dio el visto bueno y después hizo encaje de bolillos para que su nombre saliera en la terna del Consejo del Reino. Un diario de Madrid lo saludó con un sonoro «Qué error, qué inmenso error», pero Suárez fue el autor material del cambio. Había ganado ese puesto unos meses antes, con su discurso en defensa de la Ley del Derecho de Asociación Política que contenía una de las claves de la Transición: «Hacer normal en la ley lo que a nivel de calle es simplemente normal».

Suárez inició una tarea reformista que daba vértigo. Un día mandaba quitar el yugo y las fechas del edificio de la calle Alcalá, 44. Otro día publicaba el decreto de supresión del Movimiento. Otro, aprobaba una primera amnistía. Otro, una segunda amnistía. Otro, se reunía en secreto con Felipe González. Otro, montaba la Operación Tarradellas, la gran acción de Estado de la que partirían casi cuarenta años de buena relación entre el Estado y Cataluña. Otro, se reunía, también en secreto, con Santiago Carrillo, con la oposición de los principales miembros de su gobierno, pero con el visto bueno de don Juan Carlos.

Este cronista sostiene que quien legalizó al Partido Comunista ha sido el rey, pero el ejecutor fue Suárez, para mantener al monarca fuera de la erosión que aquella audaz acción suponía. Hablé antes de ello. Cuando Juan Carlos era príncipe, quería negociar con Carrillo y para ello envió a su hombre de confianza, Manuel Prado y Colón de Carvajal, a hablar con Ceaucescu, dictador comunista de Rumanía, para que mediara con su gran amigo el secretario general del PCE. ¿Objetivo? Que el Partido Comunista, único organizado entonces en España, no boicoteara su proclamación como rey. A cambio, Manuel Prado debería insinuar la posible legalización del partido cuando se dieran las circunstancias. No hubo boicot a la proclamación, y año y medio después el PCE fue legalizado.

Principales hitos de la vida de Juan Carlos I

Guerra civil y dictadura

Reinado de Juan Carlos I

Reinado de Felipe VI

Hubo protestas militares, dimisiones de grandes personalidades con mando en tropa, pero sin más consecuencias para la convivencia. Y ahí está otra de las claves del reinado: Juan Carlos I dedicó la mayor parte de su tiempo —por lo menos hasta la llegada del PSOE al poder— a hablar con todo miembro de las Fuerzas Armadas que pedía audiencia en La Zarzuela. Dedicaba los discursos de la Pascua Militar a hablar de la unidad de los Ejércitos e invocar la disciplina. Dedicaba las conversaciones de despacho a tranquilizar a unos generales que habían ganado una guerra, habían sido designados albaceas de Franco y estaban viendo cómo todo aquello se les iba de las manos con los partidos políticos, las autonomías, el Suárez que hablaba y hacía concesiones a los rojos.

El ruido de sables fue la banda sonora que se oyó en este país hasta el golpe de estado de Tejero, incluso una vez aprobada la Constitución. Y el hombre que serenó a los levantiscos durante más de cinco años se llamaba Juan Carlos I.

Hasta que Tejero entró en el Congreso de los Diputados, claro. A Juan Carlos le cogió la tejerada jugando una partida de squash con su amigo Miguel Arias. El desenlace es conocido de todos: una orden tajante a Miláns de que devolviera los tanques a sus cuarteles, un discurso en televisión con uniforme de capitán general, una noche de los transistores y un Juan Carlos erigido como salvador de la democracia. Fue su consagración como rey constitucional y garante de las libertades. En la valoración política y popular, el hecho más trascendente de su reinado. El golpismo, compañero de nuestra historia durante dos siglos, quedó conjurado. Poco después de un año, con la llegada del Partido Socialista al gobierno, su proclamación de la superioridad del poder político sobre cualquier otro y la reforma militar de Narcís Serra, se volvió a la normalidad en las salas de bandera y la monarquía, por cierto, se consolidó: la izquierda podía gobernar en un régimen monárquico exactamente igual que en una república. De hecho, el primer presidente del gobierno socialista, Felipe González, es hoy el gran defensor de la persona y la obra de Juan Carlos I. Y es que el rey hoy expatriado hizo que los valores republicanos fuesen asumidos por la Corona. Él mismo se definió alguna vez como «un rey republicano».

La forma de asumir esos valores ha sido, sin duda, la Constitución de 1978, la de más consenso y mayor duración de toda la historia de España. El rey dejó hacer a los padres de la ley de leyes. Según su confesión a este cronista, solo quiso intervenir para limitar sus propios poderes y funciones. Quería que la monarquía española fuese como todas las demás.

El 6 de diciembre de 1978, fecha de su aprobación en referendo, fue uno de los días más felices en La Zarzuela. La monarquía quedaba legitimada en la Constitución con el voto de la derecha, el centro, la izquierda y el nacionalismo, sobre todo el catalán. Ninguna ley fue aprobada con tanto respaldo social.

Las otras claves del reinado son personales. Estamos ante un monarca que ejerció la función de árbitro a su estilo: a veces, llamando al consenso públicamente a los principales líderes estatales, como hizo con Rubalcaba y Rajoy; otras veces, con un diálogo directo en el que don Juan Carlos desplegaba sus artes de seductor, su capacidad de convicción y su autoridad natural. Había una relación de confianza entre la Corona y la clase política que hoy seguramente es imposible.

Como fruto de esos contactos permanentes y abiertos, don Juan Carlos tuvo siempre la mejor y más directa información. Diré como confidencia que él no leía informes, ni siquiera los del CNI si pasaban de un folio. Le decía a quien se los presentaba: «Cuéntamelo». Tampoco fue nunca un gran lector de libros ni de periódicos, aunque sí un buen oyente de radio y, sobre todo en estos últimos meses de soledad, gran espectador de televisión. Habla un inglés perfecto, pero nunca estudió formalmente ese idioma: lo habla por pura práctica que podríamos llamar de autodidacta.

La misma información directa la tuvo en el ámbito internacional. Después de casi cuarenta años al frente del Estado, habló con todos los presidentes y reyes que hubo. Sabe más de la política de otros países que sus propios dirigentes. Uno de los jefes de su Casa me confesó que tenía la mejor agenda telefónica del mundo. De ahí su facilidad para ayudar a las empresas españolas, hasta el punto de que César Alierta me confesó que había localizado a Lula da Silva en cinco minutos para una gestión de Telefónica cuando el entonces presidente de Brasil estaba «perdido» en un viaje por el Congo. La eficacia de sus gestiones le valió el título de «mejor embajador de España». En sus relaciones con Arabia Saudí se habla mucho del dinero, pero muy poco de su mediación a favor del consorcio español para construir el AVE a La Meca, en durísima competencia con Francia.

Esta es, en apretada síntesis, la historia de un reinado. Todo se estropeó cuando estalló el escándalo de Urdangarin. Se empezó a desbaratar cuando el accidente de Botsuana y el consiguiente «no volverá a ocurrir». Y se estranguló con las confesiones de Corinna. A partir de ahí, la decepción humana y el gran riesgo para la Corona. Pero esta crónica solo pretende explicar los grandes rasgos de un reinado. Un reinado que tocó la gloria y demostró que estaba tocado cuando Juan Carlos I se vio obligado a la abdicación. He escrito «obligado» y lo mantengo. Él siempre había dicho que no pensaba abdicar.