Lo que la Tierra le debe a los agujeros negros

Marina Koren

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MABEL RODRÍGUEZ

Albert Einstein predijo hace mas de medio siglo su posible existencia

18 oct 2020 . Actualizado a las 10:37 h.

La primera imagen jamás capturada de un agujero negro, uno situado en el centro de otra galaxia, se veía bastante borrosa. Su silueta, al igual que el anillo de gas caliente que lo rodeaba, parecía algo confusa. La reacción del público no coincidió necesariamente con la alegría absoluta de los astrónomos, acostumbrados a extraer maravillas cósmicas a partir de las líneas de un gráfico. Para cualquiera que estuviese familiarizado con los agujeros negros de las épicas películas espaciales, el de la imagen se parecía más a una rosquilla glaseada en llamas.

Pero ese retrato es uno de los logros más extraordinarios de la ciencia moderna, una muestra de la capacidad de la humanidad para traspasar la frontera de los años luz. No hace mucho tiempo, los científicos no podían decir con demasiada confianza que existían agujeros negros, y tampoco sabían que uno gigante se encuentra en el centro de nuestra propia galaxia.

El pasado 6 de octubre, el Comité Nobel reconoció décadas de investigación sobre agujeros negros al otorgar su premio de Física a tres científicos. La mitad del premio fue para Roger Penrose, del Universidad de Oxford, que demostró que los agujeros negros podían existir, y la otra mitad fue para Reinhard Genzel, del Instituto Max Planck de Física Extraterrestre y la Universidad de California en Berkeley, y para Andrea Ghez, de la Universidad de California en Los Ángeles, quienes proporcionaron la evidencia más convincente de la existencia de un agujero negro en particular, el supermasivo ubicado en el centro de nuestra Vía láctea (vale la pena señalar que Ghez es la cuarta mujer en recibir el honor en los casi 120 años de historia de los Nobel).

Los agujeros negros se encuentran entre los fenómenos más misteriosos del universo. Forjados a partir de núcleos de estrellas muertas, son tan densos que nada puede escapar de su atracción gravitacional, ni siquiera la luz, lo que los hace invisibles. Estrellas enteras, una vez luminosas, pueden extinguirse si cruzan los límites de un agujero negro y sobrepasan el punto de no retorno.

Basándose en sus teorías que desentrañan la naturaleza de la gravedad, Albert Einstein predijo hace más de un siglo que podrían existir objetos tan extraños como los agujeros negros, pero pensó que la idea era demasiado descabellada. En 1965, después de la muerte de Einstein, Penrose, el profesor de Oxford, publicó un artículo que mostraba, matemáticamente, que las fuerzas del universo podían producir agujeros negros, y que dentro de sus profundidades impenetrables reside algo llamado singularidad gravitacional, un punto impenetrable que ninguna de las leyes de la física actuales es capaz de describir.

Una cosa así puede parecer demasiado increíble como para existir, pero sin agujeros negros, los movimientos de las estrellas lejanas de nuestra galaxia no siempre tendrían sentido. Genzel y Ghez pasaron muchos años hurgando en la nube cósmica de gas y polvo interestelar en el centro de la galaxia, con los telescopios más grandes del mundo. Descubrieron estrellas orbitando un lugar aparentemente vacío a velocidades asombrosas, un entorno caótico que solo podría tener sentido en presencia de un agujero negro supermasivo. Esta región de nuestra galaxia, conocida como Sagitario A*, tiene una masa cuatro millones de veces mayor que la de nuestro sol, comprimida en un espacio más pequeño que nuestro sistema solar.

Los astrónomos también han descubierto otros agujeros negros al observar las vertiginosas órbitas de las desafortunadas estrellas que los rodean. Han visto agujeros negros en el resplandor proveniente de la materia al sumergirse en las profundidades invisibles, un proceso tan intenso que las partículas se iluminan de una forma extraordinaria. Y los han sentido en las ondas gravitacionales que se abren en abanico por el universo cuando chocan dos agujeros negros. Resulta que los agujeros negros están en todas partes, en el centro de la mayoría de las galaxias y se extienden a través de ellas, y tienen diferentes tamaños. Algunos incluso parecen ser tan grandes que, teóricamente, no deberían existir. A principios de este año, los astrónomos encontraron el agujero negro conocido más cercano a la Tierra a mil años luz de distancia, según las medidas cósmicas, casi en nuestra puerta, en una constelación que se puede ver a simple vista.

Podrían representar un papel clave en la formación de galaxias

 

Ese agujero negro cercano no supone una amenaza para la Tierra. Ningún agujero negro conocido lo es. En todo caso, nos beneficiamos de su existencia. Las explosiones estelares que producen a los agujeros negros también arrojan elementos como carbono, nitrógeno y oxígeno al espacio. En tanto, las colisiones de agujeros negros y estrellas de neutrones ayudan a esparcir elementos más pesados, como el oro y el platino. Estos elementos componen la Tierra y a nosotros mismos.

Los agujeros negros supermasivos, en particular, podrían desempeñar un papel importante en la formación de estrellas dentro de las galaxias, dictando cuándo la producción disminuye o cesa por completo. «Este rincón fértil del cosmos ha sido gobernado por todo lo que ha sucedido a su alrededor, incluido el comportamiento del agujero negro en nuestro centro galáctico», explica Caleb Scharf, director del Centro de Astrobiología de Columbia, en su libro Gravity’s Engines (Los motores de la gravedad: La otra cara de los agujeros negros). «Todo el camino que ha llevado a la existencia de usted y yo sería diferente o incluso inexistente sin la coevolución de las galaxias con agujeros negros supermasivos y la extraordinaria regulación que realizan», afirma Scharf.

Desde que cautivaran por primera vez la imaginación del público, décadas atrás, los agujeros negros se han ganado cierta reputación. Están etiquetados como monstruosos, destructivos, empeñados en devorar cualquier cosa que se atreva a acercarse a sus fauces cósmicas. Pero sin ellos, el cosmos y nuestro propio planeta no generaría tanto asombro.

© 2020 The Atlantic. Distribuido por Tribune Content. Traducción, Lorena Maya