Por qué sigue fallando la diplomacia de Occidente con Rusia

Anne Applebaum THE ATLANTIC

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María Pedreda

Al Kremlin no le importa ni su reputación ni las normas ni el discurso político

24 feb 2022 . Actualizado a las 10:20 h.

Vaya, ¡cómo envidio la oportunidad que ha tenido Liz Truss! ¡Cómo lamento su absoluto fracaso en aprovecharla! Para quienes no hayan escuchado nunca hablar de ella, Truss es la ministra de Exteriores de poco peso del Reino Unido que fue a Moscú esta semana para decirle a su homólogo ruso, Serguéi Lavrov, que su país no debería invadir Ucrania. El viaje no fue un éxito. En una rueda de prensa, Lavrov comparó su conversación con «los sordos» hablando con «los mudos», y después mencionó el hecho de que Truss había confundido algunas regiones rusas con otras ucranianas, para añadir un pequeño insulto al daño general.

Lavrov ya ha hecho esto muchas veces. Fue vil con el alto representante de la Unión Europea, Josep Borrell, el año pasado. Ha sido desagradable en conferencias internacionales y maleducado con los periodistas. Su comportamiento no es un accidente. Lavrov, como Vladimir Putin, utiliza la agresión y el sarcasmo como herramientas para demostrar su desprecio hacia su interlocutor, para dejar de inútiles las negociaciones incluso antes de que empiecen, para generar miedo y apatía. La cuestión es poner a los diplomáticos a la defensiva, o hacer que terminen rindiéndose.

Pero el hecho de que Lavrov sea desagradable e irrespetuoso no es nada nuevo. Tampoco lo es que Putin hable durante horas y horas con líderes extranjeros sobre sus quejas personales y políticas. Lo hizo la primera vez que se reunió con el expresidente Barack Obama, hace más de una década, e hizo exactamente lo mismo la semana pasada con el presidente de Francia, Emmanuel Macron. Truss debería haber sabido todo esto. En lugar de utilizar un lenguaje vacío sobre valores y normas, tendría que haber comenzado la rueda de prensa así:

«Buenas noches, señoras y señores de la prensa. Estoy encantada de acompañarles después de reunirme con mi homólogo ruso, Serguéi Lavrov. Esta vez no nos hemos molestado en debatir tratados que no respetarán ni promesas que no cumplirán. En cambio, le hemos dicho que una invasión de Ucrania supondría costes muy, muy altos, mucho más de lo que jamás ha imaginado. Planeamos cortar por completo las exportaciones de gas ruso, Europa hallará suministros de energía en algún otro lugar. Nos preparamos para ayudar a la resistencia ucraniana, durante una década si es necesario. Estamos cuadruplicando nuestro apoyo a la oposición y a los medios de comunicación rusos. Queremos asegurarnos de que comienzan a escuchar la verdad sobre esta invasión, lo más alto posible. Y si quieren hacer un cambio de régimen en Ucrania, nos pondremos a trabajar en un cambio de régimen en Rusia».

Truss, o Borrell antes que ella, podría haber añadido solo un toque de insulto personal, en el propio estilo de Lavrov, y preguntarse en voz alta cómo es posible que el salario oficial de Lavrov pague las lujosas propiedades que su familia tiene en Londres. Ella podría haber enumerado los nombres de muchos otros funcionarios rusos que han enviado a sus hijos a colegios en París o en Lugano. Podría haber anunciado que esos niños están ahora, todos ellos, de camino a casa con sus padres. ¡No más colegios americanos en Suiza! ¡No más apartamentos en Knightsbridge! ¡No más yates en el Mediterráneo!

Por supuesto, Truss (como Borrell, como Macron y como el canciller alemán que ha viajado a Moscú esta semana) nunca diría nada como esto, ni siquiera en privado. Desgraciadamente, los líderes y diplomáticos de Occidente que en estos momentos tratan de evitar una invasión rusa todavía piensan que ellos viven en un mundo donde las normas importan, donde los protocolos son útiles, donde el discurso político es valorado. Todos ellos piensan que cuando van a Rusia, hablan con personas cuyas mentes pueden cambiar con un argumento o debate. Piensan que a la élite rusa le importan cosas como su «reputación». Pero no.

De hecho, cuando ahora hablamos con la nueva generación de autócratas, ya sea en Rusia, China, Venezuela o Irán, estamos lidiando con algo muy diferente: personas que no están interesadas en tratados ni documentos, personas que solo respetan el poder. Rusia está violando el Memorando de Budapest, firmado en 1994, con el que se garantizaba la seguridad de Ucrania. ¿Habéis escuchado alguna vez a Putin hablar sobre esto? Por supuesto que no. Tampoco le preocupa su reputación: mintiendo mantiene a sus rivales alerta. A Lavrov tampoco le importa si es odiado, porque eso le da un aura de poder.

Sus intenciones también son muy diferentes de las nuestras. El objetivo de Putin no es una Rusia pacífica y próspera, sino una donde él esté al mando. Y el objetivo de Lavrov es asegurar su posición en el turbio mundo de la élite rusa, para mantener su dinero.

 Anne Applebaum es una periodista e historiadora estadounidense. © 2022. The Atlantic. Distribuido por Tribune Content. Traducido por S. P.