Ana Louzán, 44 años: «Me resistí durante mucho tiempo, pero el tratamiento biológico me cambió la vida»

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ANGEL MANSO

La enfermedad de Ana, una espondilitis anquilosante, no ha desaparecido, pero gracias a las terapias biológicas ha experimentado un cambio considerable en su vida. Han pasado de tener un dolor incapacitante a llevar prácticamente una vida normal

23 abr 2022 . Actualizado a las 13:00 h.

El historial médico de Ana es muy largo y muy corto a la vez. Tiene 44 años, y empezó a sufrir dolores cuando tenía 22. Lleva la mitad de su vida conviviendo con una sensación que, a día de hoy, ha interiorizado y que le ha llevado a afirmar que en una escala del 1 al 10, tener un 6 de dolor «es un buen día». Dice que le resulta muy complicado explicarle a la gente cómo ha llegado a este punto de convivir con este «mal», pero la realidad es que hay muchas personas que se sienten muy identificadas con su mensaje.

 Con 22 años, la edad a la que a Ana le aparecieron los dolores, «no piensas en que pueda ser nada». Aun así, eran muy fuertes, principalmente en la espalda, lo que le impedía dormir por las noches, llegó a hacerlo sentada. «Estuve así muchísimo tiempo, pero eran otros tiempos, yo vivía sola, no tenía los conocimientos médicos que tengo hoy, mi trabajo era bastante duro... Consulté con el médico de cabecera, y me dijo que podía ser una mala postura, una lumbalgia... Luego tuvo un cuadro de diarreas bastante fuerte, pero lo achacaron a los nervios... Era joven, nadie pensaba en que pudiera ser otra cosa». No le dieron mayor trascendencia, aunque reconoce que tampoco insistió. Si hubiera sido hoy, dice, seguro que habría vuelto al médico.

El dolor era constante, pero ella tenía claro que no se podía dejar vencer. «Era más bien nocturno o una rigidez matutina, que tardaba hora y pico hasta que podía iniciar mi actividad diaria, pero tiras pa´lante. No queda otra. Afecta a tu nivel de descanso, sin embargo, lo vas interiorizando», confiesa. Aun así, probó con diferentes especialistas: los fisioterapeutas le hablaban de contracturas, los traumatólogos de que podía tener una pierna más larga que la otra, o una hernia, «que efectivamente la tenía», y fue dando por válidos los distintos diagnósticos. Un día su fisioterapeuta le recomendó un reumatólogo privado, y coincidió que justo por esa fecha a su hermana le acababan de diagnosticar espondilitis anquilosante —enfermedad reumatológica— en Madrid. En su caso fue más fácil porque tenía la enfermedad avanzada, y las afectaciones ya eran visibles en las radiografías. Esto sirvió de percha para que a Ana le hicieran unas pruebas genéticas y confirmar por esta vía si tenían la misma enfermedad. Así fue. En el 2011, ya con un diagnóstico en la mano, se pasó a la sanidad pública para que la derivaran al especialista, que la empezó a tratar con medicamentos específicos vía oral. Tenía entonces 34 años.

A pesar del tratamiento, la inflamación no remitía, y la PCR (uno de los indicadores de las enfermedades inflamatorias) seguía disparada. Además, la medicación mantenida en el tiempo le podía causar problemas de corazón, y pasado un tiempo, le propusieron probar con un biológico —son medicamentos mayoritariamente inyectables obtenidos a partir de organismos vivos y creados mediante técnicas de biología molecular que se parecen a proteínas humanas—. «A mí me daba pánico, te metes en internet y salen mogollón de cosas, hasta que me di cuenta de que la enfermedad me incapacitaba demasiado», señala Ana. Su incapacidad era tal que su marido tuvo que renunciar a su trabajo para quedarse en casa y poder ayudar. Durante ese tiempo, pasó por dos embarazos, y por momentos, incluso, le costaba coger a los bebés cuando tenían cierto peso. No podía hacer las tareas de casa, porque de lo contrario, los dolores no tardaban en aparecer. Aún es algo que le cuesta ahora. Le insistían en que hiciera algo de ejercicio para mejor su condición, pero ni se lo planteaba por cómo se encontraba. «Fui generando, no sé si tolerancia, pero, desde luego, capacidad de superación con respecto al dolor», apunta. 

«Me dolía al respirar»

Llegó un momento que los picos ya no solo eran de 6, sino de 8. «Tenía días muy malos, de llegar a llorar, ir de la cama al baño era un suplicio, yo personalmente tenía un gran apoyo en mi marido, y lo asumes. La vida es así, es lo que toca y punto pelota». Los brotes cada vez iban a más, y eran más frecuentes. Al principio era la pierna o la cadera, «asumibles», pero después de los embarazos le empezó a afectar a las costillas, y ya se hizo doloroso «hasta respirar». «Cuando es la pierna, te acuestas o cambias de postura, pero respirar tienes que respirar». Ahí, «ya desesperada», fue cuando se empezó a plantear probar con nuevas terapias.

Para llevar a los niños al parque tengo que buscar algo que me pegue un subidón

«Noté un cambio grande en mi calidad de vida. No volví a tener un brote tan potente. Para mí pasar de un 6 a un 4 es un cambio brutal. Sigo con dolor, hay cosas que no puedo hacer si no quiero estar al día siguiente en un 8, por ejemplo, las tareas de casa, que es lo que más esfuerzo me supone, pero incluso he vuelto a hacer ejercicio diario», señala. «Lo que me pasa cuando quiero hacer cosas con los niños —continúa— es que tengo que tirar de adrenalina. Son cosas que uno va aprendiendo para controlar su enfermedad. Para mí llevar a los niños —9 y 5 años— al parque es algo muy costoso a nivel de esfuerzo, tienes que estar de pie en un determinada postura, entonces tengo que buscar algo que me pegue un subidón. No puedo ir al parque de al lado de mi casa, sino que tengo que ir al de la otra punta de la ciudad, coger el coche, cuando prácticamente no sé conducir, algo que me genere adrenalina, que me permita realizar esta actividad».

Ana insiste a lo largo de la conversación en el pilar que supone su marido en su bienestar. «Es que no recuerdo ni haber pasado malos embarazos, y eso que durante esos meses no podía tomar ninguna medicación. En el primero no tenía nada más que hacer que descansar, y en el segundo, tenía a la niña pequeña, pero cuento con un gran apoyo. ¿Cómo habría sido mi vida si no lo tuviera, si hubiera tenido un marido normal? No tengo ni idea, creo que no hubiera podido. No puedo imaginar cómo es la vida de las mujeres que tienen maridos normales. Él se vuelca con mi enfermedad, su vida es mi enfermedad, que yo esté bien, que no tenga demasiados brotes... y gracias a eso lo llevo mucho mejor».

Desde que en diciembre comenzó con el tratamiento biológico, se pincha ella misma cada 15 días, algo que no le supone nada, aunque al principio le daba «respeto» la inyección. «También era el plantearte que te tienes que estar pinchando algo de por vida, es como una barrera inicial. Son palabras fuertes, como asumir que tienes una diabetes, al final, es interiorizar que tienes una enfermedad crónica que puede llegar a ser degenerativa. El proceso mental es delicado, pero una vez que derribas esa barrera ni tiene ciencia ni es doloroso». A veces, el debate interno era otro: «¿Por qué para mí? Si yo no estoy tan grave, es carísimo, es mejor que se lo den a alguien que igual no puede ni abrir ni cerrar los dedos, yo puedo tirar para delante». «Realmente es un lujo tener este tipo de tratamientos a nuestro alcance y que nos den tanta calidad de vida», confiesa. «Yo siempre digo que llevaba una mochila de 10 kilos, y ahora o se fue o es de un kilo. Sigue pesando, la enfermedad no va a desaparecer, pero se redujo a más de la mitad». Objetivo conseguido.