Baltasar aún sigue de cerca la información económica, cada vez desde un lugar distinto. El movimiento es una forma de estar, y de ser. «Dejé el diario El Mundo de forma voluntaria, en un ERE, después de 14 años, y fue una pasta. Me fui de año sabático a Australia y Nueva Zelanda . Y, al volver, me incorporé de nuevo a un trabajo como periodista económico en Vozpópuli . Y ahí fue, con 40, cuando lo tuve claro. En un plazo de diez-doce años, lo que hice fue invertir en una buena vivienda en el centro de Madrid y ahorrar dinero y, gracias a eso, he podido dejar de trabajar. Dejé de trabajar única y exclusivamente por una cuestión vital: quería disfrutar los 20 o 25 años que me quedan hasta mi retiro», revela.
Hoy, Baltasar Montaño se dedica a vivir y a viajar sin billete de vuelta. Cosidos a su sombra lleva cinco años viajando sin parar, «sin billete de vuelta y sin trabajar», subraya. Tiene un blog (elblogdebalta.wordpress.com ) por el que no recibe ingresos, en el que va escribiendo por el placer de contar.
El covid le hizo volver de México porque, de quedarse allí, lo haría de «ilegal». «Es el único país del mundo que yo conozco que te da seis meses de turista con tu sello en el pasaporte. Suelen darte tres», comenta. Tras ese semestre en México, se refugió en España, en plena pandemia. «Llegué en abril del 2020, en el peor momento», cuenta. La editorial Círculo de Tiza digamos que lo fue a buscar. «A mí me gustaba mi vida, tenía una buena posición, un buen trabajo y vivía muy a gusto en Madrid, viajaba mucho..., pero siempre he pensado que no voy a estar 45 años trabajando ».
La segunda parte de su vida quiso (y así hizo y hace) dedicarse a gastar sus energías, «gestionándolas en plenitud de su capacidad física y mental». Lo que tenía muy claro era que no quería postergar su deseo de vivir viajando sobre la marcha «a los 67 años». «Es una opción que puede parecer chulesca y petulante», admite. También realista, ¿cómo irse a la aventura por el mundo cuando el cuerpo tiene ya edad de empezar a quejarse y fallar?
La otra cara del coraje en el salto es la renuncia. «Yo al decidirme a vivir así, sin billete de vuelta, he cedido en muchas cosas, como en comodidad». Ahora vive con un sueldo autoasignado de unos 1.500-1.700 euros al mes , «que no está mal para viajar, pero sí muy lejos de lo que percibía como jefe de Economía o como periodista de investigación», concede.
UNA MOCHILA DE 12 KILOS
Todo lo viajado le permite concluir, sin miedo a equivocarse, que «en España se vive muy bien». Quizá hay que alejarse para ganar perspectiva y apreciarlo. Marcharse es una forma de querer.
Del valiente giro que le dio a su vida hace un lustro, que arrancó con un viaje a Colombia, donde conoció los laboratorios de coca escondidos en la jungla y aprendió a bailar la champeta en «las fogosas noches de negritud norteña», se trajo muchos secretos. Dejó también algunas cosas por el camino, que fue haciendo a su manera con una mochila de 12 kilos a la espalda.
¿Qué te llevas siempre, qué es indispensable para viajar? «Lo cuento en el arranque del libro para ser explicativo, para que no parezca algo marciano, para favorecer la cultura del año sabático, que está muy interiorizada en muchos países europeos. Al igual que digo que vivo con 1.500 euros al mes, digo lo de los 12 kilos de la mochila. En ella llevo lo básico para que no pese mucho: diez mudas de calcetines, diez de ropa interior, seis u ocho camisetas, un par de sudaderas de entretiempo, un cortavientos de invierno, dos pantalones cortos, mi cámara de fotos, mi pequeño iPad, mi teclado Bluetooth, mi navaja multiusos, a veces una botellita de aceite de oliva porque me encanta cocinar en los hostels , un par de calzados diferentes (uno de trekking, otro para hacer deporte), un bañador, unas gafas de sol, otras de buceo, y cuatro cosillas más. Cuando necesito algo, lo compro. Por ejemplo, si paso mucho frío en la Patagonia, me tengo que comprar una chamarra. Si se me rompen los zapatos, compro otros. Yo no voy descalzo por la vida», comparte. En Asia, en zona tropical, debió adquirir un pantalón largo para poder entrar en ciertos sitios, pero no lleva más de uno de esos en la mochila. Ahora, «si me quedo a vivir en Copenhague seis meses, obviamente, tendré tres pantalones largos mínimo». De la misma manera, que si va al Amazonas, no lleva la hamaca encima, la compra in situ .
Lo práctico no quita lo poético en la crónica de este aventurero que conoce la danza del Mekong y recorrió Vietnam entera... con la moto que se compró en Hanói y vendió, en tres meses.
Desde que no tiene casa ni vida estables —dice quien no acumula sino que exprime destinos—, ha cambiado su modelo de consumo. Sobre la marcha, gasta menos; se ha ido dando cuenta «de la cantidad de cosas que son prescindibles». «Al igual que soy absolutamente prescindible», dice de una pieza este no-padre, pero buen tío de sobrinos.
«Cada vez que vuelvo a España, todos los brazos están abiertos para mí. Y soy un tío que vuelve a España, mínimo, una o dos veces al año . Cuando vuelvo, todo fluye como cuando me fui». La solidez de los hechos alienta su movimiento. Uno de sus más ricos alimentos cuando viaja es «lo imprevisible». «¿Pero sabes una cosa? Va a haber un momento en que me canse...», me comenta, sin haber llegado en absoluto a ese punto.
Su cabeza ya se enfoca en vivir otros seis meses en México. Y la siguiente parada será África . «¡A ver cómo salgo de África! No voy a poder terminarla, porque la mitad de los países africanos no se pueden ni pisar...». Poderoso reto.
Sin billete de vuelta es una aventura copiosa, no una colección de viajes metralleta. En ella se ve el paisaje físico, el humano, el inhumano, y la vida de la gente que Baltasar ha ido conociendo. «Cuando explico, por ejemplo, por qué los lady boys , la transexualidad, están tan aceptados en Tailandia, cuando en Europa estamos con el debate abierto, esto es real. Me lo he encontrado en mi viaje, como la prostitución», afirma. Su forma de retratar esas sombras es un mordisco en el corazón de los prejuicios. Este viaje se disfruta y se sufre, como la vida...
En su crónica hay literatura, arte, cine, pero no ficción. «Todo es real». A veces, algo está cambiado de sitio, avisa. Él conoce una eficaz vacuna contra la aversión al cambio, y nos invita a ponérnosla, a jóvenes y no tan jóvenes. Lanzarse. Sin miedo.
El suyo es un sueño mundial. Viajar es siempre un comienzo.
Eva Vilachá, de Galicia a Holanda en plena pandemia: «Yo lo dejé todo por mí por lo menos tres veces» Eva es una persona de las que se mueven mejor fuera que dentro de su zona de confort , aunque sus principios en Holanda fueron «un chasco», un jarro de realidad sobre la imaginación. En la Universidad, esta ferrolana graduada en Publicidad se había ido de Erasmus a Italia . Se fue sin saber italiano, pero no le costó aprenderlo. «No es lo mismo que me está sucediendo en Holanda... Yo tenía idealizada la idea de vivir en un país extranjero, y es duro», admite.
Italia no había supuesto para ella «un shock cultural». Holanda lo es . En cuanto terminó la carrera (por empezar por el principio), Eva Vilachá (Ferrol, 1995) se enfocó en Barcelona, con el deseo de hacer un curso de creatividad. Y allá se fue con una compañera de Ribeira a la que conoció en Pontevedra. Encontró trabajo como ejecutiva de cuentas en una empresa de publicidad de Barcelona . «Estuve nueve meses de prácticas y me contrataron», cuenta. En Italia se había dejado un año de su vida y una relación con un chico que mantuvo un tiempo a distancia. «Pero no teníamos un futuro común», zanja sin drama.
Barcelona la recibió con distancia, que fue cediendo hasta convertirse en ciudad amiga. Durante los tres años que estuvo allí, no dejó de viajar en voluntariados, que se pagaba con los ahorros que le permitía el sueldo. En esos veranos se fue a Kenia y a la India . «Me cambió el chip. Sentía que lo mío era algo más social que comercial».
A la vuelta de esos voluntariados, llegaba la estación de «la crisis existencial». Y entonces el coronavirus lo paró todo . Eva se encontró en Barcelona, lejos de la terriña , confinada con sus compañeras de piso, en modo teletrabajo. «Con el covid, la crisis existencial creció. Y en junio, acabado el encierro, decidí dejar mi trabajo, porque tenía la espinita de irme a vivir fuera y aprender el inglés», continúa.
Dejó Barcelona en el verano del 2020 y se vino a Galicia a pensar. «A decidir el paso siguiente» , expresa. Descartó el Reino Unido y se decidió por Holanda, que había conocido el noviembre anterior. «Mi amiga Bety estaba en una situación similar a la mía. Un día, quedamos a comer en Lugo y dijimos: ‘¿Por qué no Ámsterdam? '. Es internacional, se habla inglés y hay posibilidades de trabajo ». A esa ciudad cómoda, íntima, accesible, «grande, pero donde conoces a la gente que ves por la calle», llegaron en noviembre del 2020. En ese momento, una ola de covid sumergía el país elegido en un mar de restricciones. La situación puso a prueba su resiliencia, pero Eva y su amiga superaron la prueba. Le costó cinco meses encontrar empleo. «Lo solucionamos con el paro. Descubrimos que el paro se puede exportar en la UE, tres meses seguro, ampliables», resume. La Embajada española las ayudó. Hace un año que Eva logró un trabajo de lo suyo en Ámsterdam en una agencia de publicidad y eventos. Es la única española de su agencia y también se emplea en Tropikali, festival de música LGTBI+ de Ámsterdam , que le permite canalizar su vocación social. «Donamos a organizaciones que ayudan a refugiados. Así que ahora tengo esa parte social que me faltaba», valora. En verano llevará un corrosco de Galicia a Holanda. «Voy a traer a Baiuca . Quiero que una parte de la música tradicional gallega venga a Ámsterdam», avanza.
«Vida social aquí tengo poca, frente a la que tenía en Barcelona», admite. «Fue más duro de lo que pensaba, pero me siento muy orgullosa de todos los logros hasta ahora». ¿Volvería a dejarlo todo por su deseo de cambiar? «Sí, y aún tengo espinitas, como la de irme a vivir fuera de Europa, a la India, por ejemplo. A mis 26 años, dejé muchas cosas muchas veces...». Hay grandes principios en este final.
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