Jesús Medina, geriatra: «La mañana que practiqué mi primera eutanasia estaba temblando»

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Cuenta cómo ha ayudado a morir a dos personas. «La paciente me dijo: 'Nadie me escucha. Todos me abandonan cuando quiero poner fin a mi vida. ¿Tú me vas a abandonar?'», explica

31 jul 2022 . Actualizado a las 17:16 h.

Desde la serenidad y el respeto absoluto a la vida y al paciente, así es como Jesús Medina, geriatra del Servicio de Urgencias del Hospital Severo Ochoa de Leganés, en Madrid, afronta esta entrevista. También es consciente de la importancia de llamar a las cosas por su nombre y de la honestidad que tiene que existir a la hora de enfrentarse a un paciente que expresa su deseo firme de terminar con su vida, porque «él ha sido honesto antes que nosotros». Para este profesional, que ha practicado dos eutanasias desde que se ha aprobado la ley, la palabra acompañamiento es sinónimo de paciente y de enfermedad. También la libertad, la verdad, el respeto y la autonomía van de la mano.

—¿Hay muchos médicos que practiquen eutanasias o quienes lo hacen no quieren que se sepa?

—De las casi 180 que se han hecho en España desde que se ha aprobado la ley, tiene que haber suficientes profesionales implicados como para encontrarlos si uno los busca. Los profesionales que estamos convencidos de esta ley, del beneficio que viene a traer a la sociedad, no nos queremos ocultar porque estamos haciendo algo que es bueno para las personas que desean poner fin a su ciclo vital.

—¿Qué te llevó a convencerte?

—Hay ciertas especialidades en Medicina que están más en contacto con el dolor y el sufrimiento y con fases avanzadas de las enfermedades. La geriatría es una de ellas. Paliativos es otra. Los urgenciólogos, también. Tenemos hábito en atender a personas en fases finales de su enfermedad y con niveles de sufrimiento muy altos. ¿Y qué hemos hecho hasta ahora? Pues lo mejor que podíamos. Establecer un plan de cuidados paliativos lo más intenso y cuidadoso posible. Pero siempre había un tanto por ciento muy pequeño de personas a las que no éramos capaces de aliviar ese sufrimiento. Y que te dicen: «No quiero que me cuides más. Quiero terminar mi ciclo vital». Y aquí se abre una ventana con la ley. Esas personas que no encuentran alivio en el tramo final de su vida tienen la oportunidad de ponerle fin de una manera digna, supervisada, íntima y familiar. Antes no era posible.

—¿Siempre lo has tenido claro?

—Estoy plenamente convencido. Después de más de 25 años acompañando a muchas personas en el final de sus vidas, me faltaba esta pieza. En la que la persona libre y con plena conciencia te dice: «Quiero terminar en este momento y de esta manera». Porque hasta ahora, lo que se hacía era acompañar hasta el final, intentar aliviarlo de la mejor manera posible, desoyendo su petición expresa, y diciéndole: «No te voy a abandonar, voy a estar contigo, pero no puedo concederte esto que me pides porque es ilegal». Así he asistido a muchas personas. Y cuando estaba muy cerquita del final, con un nivel de conciencia un poco bajo, crepuscular, aplicar la sedación terminal.

—¿En qué consiste?

—Es poner una medicación a una dosis alta para aliviar los síntomas refractarios del paciente y así acelerar el proceso de morir. A veces es, técnicamente, muy parecida a la eutanasia, pero sí estaba aceptada. Lo que no estaba aceptado era llamar a las cosas por su nombre, hablar con el paciente y la familia y decirle: «Te voy a poner una medicación que te va a dormir y no te vas a volver a despertar». Y que esa decisión sea meditada y tomada por el paciente como dueño y señor de su propia vida y de su proceso. La ley ha venido a dar claridad, a poner mucha verdad en la comunicación entre la familia, el enfermo y el sanitario. De forma que se llama a todo por su nombre. Sin ningún eufemismo.

—¿Cómo recuerdas esos dos casos?

—El primero fue una señora de 86 años con cáncer terminal. Una mujer espléndida, con una personalidad arrolladora. Ese tumor le dejaba una calidad de vida muy mala, y ella no estaba dispuesta a pasar meses en esa situación. Pidió en paliativos la eutanasia. Le pusieron una psicóloga que la asesoró, pero ella seguía convencida. Después se le puso antidepresivo, pero ella verbalizó lo siguiente: «No estoy deprimida, estoy convencida de que mi ciclo vital ha terminado». No se sintió escuchada y tuvo un intento de suicidio serio. Entonces la familia me llamó. Yo la conocía de antes. Ella me dijo: «Nadie me escucha. Todos me abandonan cuando digo que quiero poner fin a mi vida. ¿Tú me vas a abandonar?, ¿me vas a ayudar?». Y yo le dije: «Voy a estar contigo. Vamos a hacer toda la documentación y vamos a ver si cumples los criterios». Y así lo hicimos.

—Al menos, se sintió comprendida.

—Para ella fue un alivio inmenso saber que alguien había escuchado su petición y la había tratado como una adulta.

 «Cuando ya estaba listo, el otro paciente pidió 15 minutos más para su familia. Fíjate cómo decidía los tiempos. El proceso es de muchísima libertad. No surge de un momento de desesperación»

 

—¿E iniciaste los trámites?

—Sí, fue un proceso largo. Madrid no había hecho los deberes, no tenía la comisión de seguridad de la eutanasia y no teníamos dónde entregar toda la documentación. Al final, se aceptó la solicitud. Cumplía con todos los criterios y ella me pidió que fuera tal día. Fue muy emotivo. Llevábamos meses de mucha complicidad, de mucho acompañamiento, de muchas conversaciones largas, de mucha deliberación. Para mí, esa mañana fue muy intensa, yo estaba temblando. No estaba acostumbrado a tanta verdad. Me sirvió de mucho apoyarme en el equipo que vino conmigo, en su familia y, sobre todo, en su amplia sonrisa y en su convencimiento profundo de que estaba preparada. Fue un momento realmente importante en mi carrera. No puedo ni describirlo, pero fue de mucha emoción y de mucha paz.

—¿Qué sensación te invadió?

—Cuando ella falleció rodeada de todos los suyos, tuve la sensación de que no solamente estaba haciendo un acto de compasión, sino que también era un acto médico, un acto de dignidad, un acto en el que se cumplía con mayúsculas con la autonomía del paciente. Esto fue en noviembre del año pasado, del 2021.

—¿Y el otro caso?

—Fue una persona joven afectada por una enfermedad neurodegenerativa muy severa. Conocía a este paciente y tenía su testamento vital desde hacía dos años cuando le diagnosticaron la enfermedad. En él me hacía su médico responsable de los síntomas, del apoyo emocional y también del cuidado al final de su vida. Esto fue en el 2019. Pero la primera vez que me dijo «estamos cerca del final» fue a finales del 2020 y todavía no estaba la ley aprobada.

—¿Por qué lo sabía?

—Tuvo un estupendo soporte respiratorio, emocional, de fisioterapia..., de forma que se pasó un año entero con un deterioro físico muy, muy importante que él ni se imaginaba que iba a poder tolerar y con un disfrute de la vida muy intenso. Disfrutaba, en su inmovilidad total, de la música, de la conversación con sus amigos, de una buena comida... Lo que en un principio era una línea roja que no quería pasar, la modificó.

—¿Y cuándo dijo no?

—Llegó un momento, en diciembre del 2021, en el que comenzaron sus problemas serios de respiración y de deglución. Empezó a atragantarse, a tener un miedo atroz a morirse atragantado y a no disfrutar de lo que disfrutaba antes. Me llamó y me dijo: «Es el momento, Jesús. Ahora sí». Entonces le dije que íbamos a empezar con el proceso y que duraría más o menos un par de meses. En ese período probamos otros tratamientos para mejorar la deglución, la salivación, muchas cosas... Pero él cada vez lo tenía más claro. Se le aprobó la eutanasia a principios del 2022. Pero en sus últimas voluntades tenía claro que quería ser donante de órganos. Y eso lo cambiaba todo.

—¿Por qué?

—Modificaba su deseo de morir en la intimidad porque para donar órganos se necesita que el fallecimiento sea en un centro hospitalario. Le expliqué que eso significaba sacrificar su deseo de morir en la intimidad, con la música que él quería, con su familia... Me dijo: «Me compensa». Y así lo hicimos. Fue muy emotivo ver tanta generosidad. Yo con él y con la familia estaba siempre con los pelos de punta porque era todo tan generoso, tan real, tan auténtico... poder llamar a cada cosa por su nombre. Hay personas que piensan que la eutanasia no se medita, que surge de una decisión desesperada donde solo se le ofrece esa opción. Todo lo contrario. El abanico de posibilidades siempre está abierto. Y en este caso tuvimos un apoyo tan cálido de todo el hospital... Él se despidió uno a uno de todos sus familiares. Y hubo un momento en el que la intensivista expresó que había llegado el momento. Él, con mucha delicadeza, le dijo: «Necesito quince minutos más con mi familia», porque quería decir una última cosa. Fíjate cómo decidía los tiempos. Él era completamente autónomo y decidió cada momento. Y esto es muy significativo de que la eutanasia es un proceso de muchísima libertad, mucha autonomía y que no surge de un momento de desesperación.

—¿Qué sentiste en ambos casos?

—El sentimiento de paz estaba. De respeto profundo del deseo de la persona. De una muerte en paz, digna. En el segundo caso había muchas emociones porque la coordinadora de trasplantes nos iba comunicando a dónde iba cada órgano, sin desvelar el secreto. Es decir, nos decía: «El corazón está camino de Alicante, los pulmones, de Madrid, etc.». Y esto nos producía la sensación de que de alguna manera él seguía con nosotros y de que su generosidad nos estaba dando un ejemplo de vida impresionante. Por lo tanto, había muchos sentimientos encontrados de tristeza, de alegría, de orgullo, de ganas de vivir y de vivir una vida plena como él había vivido hasta el final. Ninguno de los dos hablaba de la vida como algo malo. Los dos tenían una visión de su propia vida feliz, plena y completamente realizada. Y los dos fueron muy valientes, pero no inconscientes. En los momentos finales, los dos me dijeron lo mismo: «No sé qué hay más allá». Tenían la consciencia de que daban un salto a lo desconocido.

—Después de estas experiencias, ¿te gustaría decidir sobre el final de tu vida?

—Espero que ese momento sea lejano y poder disfrutar de la vida muchos años. Pero me gustaría seguir viviendo en una sociedad donde se respete la libertad individual de decidir sobre cómo despedirse de la vida, sin que nadie me impusiera sus creencias. Soy una persona profundamente religiosa y me gustaría vivir ese sufrimiento con madurez y con sentido espiritual. Y, llegado el momento, tomar mis decisiones guiadas por la relación personal con un Dios que es, sobre todo, compasivo.