Aroa, madre de Paula de 3 años: «En la operación 20 de mi hija dejé de contar»

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Lleva cuatro años luchando, pero agradece la oportunidad de poder hacerlo. Una malformación en el esófago de su hija pequeña le ha cambiado la vida por completo. «Vivo con el miedo de poder ingresar en cualquier momento», dice

27 nov 2022 . Actualizado a las 09:56 h.

Del nick de sus redes sociales (@noscambiolavida) se intuye lo que vivieron Aroa y Juanjo hace casi cuatro años con el nacimiento de Paula. El primer susto llegó en la semana 20 de embarazo, cuando a la niña le detectaron arteria subclavia aberrante, es decir, una cuarta arteria en el corazón, «algo con lo que se puede vivir sin problema». Diez semanas más tarde, Aroa tenía una barriga más grande de lo normal porque tenía mucho líquido amniótico. En principio, era suficiente con un cierto control, hasta que en la semana 32 empezó a tener contracciones debido al peso de la tripa. Estuvo diez días ingresada, le pusieron una medicación para frenar el parto, y le hicieron varias pruebas. Es entonces cuando los médicos sospecharon que la niña no podía tragar. «Me dicen que se puede intuir que sea atresia de esófago, pero que no se puede confirmar hasta que nazca. Me explican que de ser así se opera nada más nacer, me lo pintan más bonito de lo que es, aunque lo entiendo, porque me habría caído en un pozo. Mi marido y yo lloramos mucho, pero ninguno quisimos creérnoslo. Pensábamos que no nos tocaba, que ya tenía lo de la arteria», explica Aroa.

 Cuando por fin nació Paula, —por fin porque Aroa, que llevaba siete semanas de reposo absoluto comiéndose la cabeza— se confirmó la malformación. Su esófago y su estómago no estaban unidos. A la mañana siguiente la intervinieron para reparar la atresia, y vieron que, además, había una fístula, un conducto desde el estómago hasta el pulmón, que había que cortar de inmediato. En esta primera operación no se pueden unir los cabos de ambos órganos, pero sí en una segunda a los veinte días. «El problema es que de tanto tirar, se estropea el cardias, el músculo que hace que el estómago se abra y se cierre. Esto hace que tenga mucho reflujo, y que nada le aguante dentro». Le realizan tres intervenciones más para cerrárselo, y en una de ellas le «hicieron un nudo». De esta manera, no puede vomitar, pero tiene náuseas.

Todo esto ocurrió en los dos primeros meses de vida, aunque no le dieron el alta hasta los cuatro. En este tiempo en el hospital, intentaron que comiera —llegó a mamar—, pero su cuerpo no lo toleraba, y los médicos, apoyados por los padres, decidieron realizarle una gastrostomía (ponerle una sonda en el estómago), ya que era la única manera de que se pudiera ir a casa. Lo consiguieron, pero solo durante una semana. La situación era complicada, y tuvo que regresar directa a la uci. Los ingresos empiezan a ser una constante. 

DIRECTA A LA UCI

Paula tiene ahora tres años y medio, y en casa solo ha estado uno. Otro lo ha pasado en la uci, y el año y medio restante entre cuidados intermedios y planta. A todo lo que ya tenía se sumaron otras complicaciones derivadas de la atresia, entre ellas que su tráquea es muy blandita, «y un simple moco le hace ingresar» porque no puede expulsarlo. Además, en un ingreso descubren que cuando vomitaba, —porque de tantos esfuerzos, consiguió que cediera esa especie de nudo que tenía en el estómago—, el vómito subía hacia el pulmón derecho, que tenía un agujerito, y dejaba de respirar. «Una vez su padre tuvo que reanimarla en casa. Llegaba tan malita, que le tenían que poner aparatos de ventilación muy fuertes o incluso entubar», explica Aroa, que añade que después de estas crisis decidieron colocarle un Porth-a-Cat, para tener acceso directo a una vía central en caso de emergencia.

Y así continúan a día de hoy. Ingresando bien porque los mocos le obstruyen las vías o porque cada equis tiempo su intestino deja de funcionar, no es capaz de digerir la comida ni de vomitar, el estómago se llena, y hay que abrirle la bolsa para que se vacíe y paren las náuseas. «De todos los esfuerzos que tiene que hacer y el cansancio, se duerme tres días seguidos. Está dormida 72 horas, hay que abrir su gastrostomía para vaciar, y esto hay que hacerlo en el hospital, donde le tienen que poner suero porque no puede ingerir nada», señala.

Cuando Aroa habla de ingerir, se refiere a través de la sonda, porque Paula no puede comer todavía por la boca. Como le sentaba mal se ha ido demorando en el tiempo, pero, además, no sabe cómo hacerlo. «Está trabajando con una logopeda para que le enseñe a comer, también le da masajes para que no se le atrofien los músculos de la cara. Nosotros le ponemos igualmente la comida en el plato para que intente ver que se come, se desayuna y se cena, y tiene intención, juguetea con la comida, se la mete en la boca, que es un paso importante, otros niños la rechazan. Antes o después comerá, es el objetivo a largo plazo. Tiene que ir entendiendo cómo se traga. Ella mastica y escupe, no sabe cómo hacer para que la comida desaparezca de su boca». 

SIN PODER HACER PLANES

Aroa ya ha perdido la cuenta de las operaciones que lleva su hija. «A las 20 dejé de contar, es que me da igual, no sé cuantas va a llevar, si las supera me vale». En mayo entró por penúltima vez al quirófano para que le quitaran un trozo de pulmón, porque el sellado del agujerito no era suficiente. Sin embargo, durante la intervención los médicos vieron que no estaba tan mal como pensaban y que tenía opciones de regenerarse a medida que la niña fuera creciendo. Desde entonces, la situación ha mejorado algo. Continúan las idas y venidas al hospital, pero las recuperaciones cada vez son más rápidas. «Aun así, yo vivo con el miedo de que podemos ingresar en cualquier momento. No sé si mañana voy a dormir en mi casa, y el día que me levanto en mi cama pienso: ‘¡Qué guay! Vamos a por el día, a ver qué nos trae...».

La otra cara de esta moneda es Nico, el hermano mayor de Paula, de 7 años. «Si uno de los dos está en el hospital, el otro está en casa. Todo se resiente, nos afecta bastante psicológicamente, al principio piensas que esto va para un mes, luego dos, cuatro, un año... y ves que es de tiempo. Nos va pesando, estamos todos bastante débiles mentalmente. Nico oye que tose o vomita y dice: ‘Ya os vais a ir al hospital, hoy quién va a venir conmigo. Cualquier niño estaría encantado de que lo fueran a buscar al cole los abuelos, y para él eso ya implica que los padres no están en casa».

Pero cuando los cuatro están juntos en casa, ese hogar es una auténtica fiesta. «Bueno, hacemos lo común, lo cotidiano, comemos juntos, cenamos... Que se bañen, incluso que se peleen en la bañera, que ocurre muy poco, es un lujo. «¡Qué bien que se están peleando! Para mí poder bañarlos es supervalioso, porque muchas veces no lo puedo hacer, tengo que bañar a mi hija en la pila de un hospital, y a mi hijo cuando puedo».

A pesar de su corta edad, Paula es consciente de que lo tiene. Sabe que «en el Porth-a-Cat le pinchan y duele» y prefiere «el cole del hospi», porque se cuentan con los dedos de las manos las veces que ha ido al suyo, y se siente como en casa. «El año pasado ingresamos el 24 de diciembre, y cuando el 31 nos dijeron que nos podíamos ir, imagínate lo que lloré de alegría solo de pensar en estar los cuatro en casa. Y ella me dijo: ‘Yo me quedo en el hospi’». Aroa señala que la enfermedad les ha enseñado a no hacer planes, a vivir el día a día a tope. Y agradece a la vida la oportunidad de poder luchar. «He vivido un año en una uci, lo que ves allí es devastador. Cuando me dicen: ‘Pobrecita’. No, pobrecita, no. Mi hija está aquí, otros no lo están. Come por la barriguita, pero la tengo». Y eso es lo más importante.