Ruxanda: «Me robaron el momento más especial de mi vida»

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Un embarazo bueno, y un parto no tanto. Hace dos años que fue madre, y aunque llegar hasta aquí no ha sido fácil, le compensa con creces. Y eso que los cuatro primeros meses de su hijo Leo durmió sentada en el sofá. Lo cuenta todo en un libro

03 ene 2024 . Actualizado a las 08:47 h.

Antes de ser madre, Ruxanda Ghemis pensaba que las cesáreas no dolían, que dos adultos eran más que suficientes para lidiar con un recién nacido y que no iba a ser este tipo de madre que podía entablar toda una conversación en torno a su bebé. «¿Qué secta es esta?», se preguntaba, y se prometió a sí misma que no iba a ser así cuando tuviera un hijo. «No es que sea una de esas madres, es que diría que hasta soy peor», confiesa en Maternidad sin filtro, el libro que acaba de publicar donde desvela las luces y las sombras a las que se enfrentó como madre primeriza.

Le costó aceptar que estaba embarazada. No sentía ese vínculo con su bebé del que la gente hablaba. Y eso la hacía sentir triste. Ahora, con el paso del tiempo, cree que, en parte, había algo de miedo por dejar de ser la mujer libre e independiente que era. Pero cuando escuchó su latido por primera todo cambió: «Fue una de las experiencias más conmovedoras y emotivas de mi vida». Fue un embarazo muy bueno, aunque las hormonas hacían de las suyas, podía pasar de la risa al llanto en cuestión de segundos. Y llegó ese ansiado día. Cuando se dio cuenta de que se había roto la bolsa, se preparó para ir al hospital. Ella pensaba que las cosas irían rodadas, pero la realidad es que el bebé se hizo esperar. 24 horas después de ingresar comenzó la fiesta: las contracciones. Esa segunda noche dilató lo suficiente como para que le pusieran la epidural. Aun así, las cosas no estaban saliendo como las había planeado, aunque ahora entiende que hay demasiados factores que no puedes controlar, porque no dependen de uno. Al tercer día de ingreso, le comunicaron que había que realizar una cesárea. «Automáticamente me puse a llorar», confiesa. Y es que al ingresar les habían dicho, nunca antes en ninguna de las visitas de seguimiento, que en esos casos las mujeres tenían que entrar solas. «No era justo que mi marido se perdiera ese momento», confiesa, y añade que de haberlo sabido, se hubieran planteado acudir a otro hospital. Sin embargo, en ese momento ya no les facilitaban el traslado, y, además, era arriesgado. Ruxanda insiste en que no era una cesárea de urgencia, por eso no entiende cómo se hicieron las cosas así. Después de despedirse llorando de su marido en la puerta del quirófano, entró en un lugar «frío, alborotado», y donde nadie le explicaba nada. «Me ataron de pies y manos», y aunque pide perdón por la expresión, señala que se sentía como si la prepararan para la matanza del cerdo. Todo pasó muy rápido, en ningún momento nadie la informó de lo que estaban haciendo, aunque ella sentía dolor, «como si cortaran un trozo de carne de tu cuerpo». Poco más, a partir de ahí fundido a negro. «No sé cuándo cortaron el cordón, no sé cómo fue el primer sonido que emitió, no me lo pusieron encima... Nada», lamenta. Y no notó nada, porque en el momento en el que se quejó de dolor, «sin informarla, sin su consentimiento, sin darle opción», la sedaron y perdió el conocimiento. «Puedo dejar a un lado el hecho de que no tuviera a mi marido junto a mí, de que me ataran o de que no me informaran absolutamente de nada, pero no que me robaran el momento más especial de mi vida».

«Se hicieron las cosas no de la mejor manera posible. Por mucho que tú te prepares para el parto, son muchas cosas las que pueden pasar, y no pasa nada, pero en nuestro caso fue la falta de tacto, de humanidad, de ir informándome con lo que iba pasando en cada momento. Al final, me sedaron de más y me perdí el momento de conocer a mi hijo sin poder decidirlo, y era totalmente evitable, porque no era una cesárea de urgencia. Para mí fue duro despertar y ver que todo había pasado, no entender nada, y ver que nadie tuviera la sensibilidad de decir: ‘Ha pasado esto, tranquila’. Fue jodido, he necesitado meses de hablarlo, para entender y aceptarlo», señala Ruxanda, que aunque no lo ha superado, sí lo ha aceptado y ha aprendido a vivir con ello.

CAMBIOS DE PROTOCOLO

Tardó varios días en poder hablar de lo que había vivido, en darse cuenta de que había sido una víctima de la «violencia obstétrica», y cuando se armó de valor, pensó que esto no podía quedar así, y decidió contarlo públicamente. También decidió poner una reclamación oficial, que se tradujo en algunos cambios. «Ahora han habilitado un circuito para que, siempre que sea posible, el padre pueda entrar; tampoco se practicaba el piel con piel, ahora, siempre que sea posible, en mi caso lo era, dejan hacerlo; también cortar el cordón umbilical, informar a las familias de cómo se va procediendo... Nosotros es que no sabíamos nada, porque hubiéramos elegido otro centro. Sabía que podía ser un parto vaginal o por cesárea, el problema no es que fuera cesárea, sino la manera, el trato, pasarlo sola... Estoy muy contenta porque sé de mujeres que han ido detrás de mí, que han estado acompañadas, han podido hacer el piel con piel. Es muy gratificante saber que he conseguido eso», señala Ruxanda, que igualmente ahora, que está embarazada de nuevo, no dará a luz en el mismo centro «por si acaso».

La experiencia que vivió la marcó. Los primeros días, además de lidiar con sus hormonas, con la falta de descanso, tenía una «piedra» a mayores que no sabía identificar. A ese posparto complicado se le sumó un niño muy inquieto que lloraba continuamente y ni descansaba ni los dejaba descansar. «Sabíamos que iban a ser noches duras, pero ¿hasta ese punto?... No te puedes preparar para tener que bajar a las doce de la noche a la calle en diciembre a menos tres grados en porteo porque el niño llora...». Les costaba, incluso, ver a otros padres paseando con sus niños en los carritos tan tranquilos. «¿Estoy haciendo yo algo tan diferente para tener una maternidad tan distinta», se preguntaba. Ahora sabe que no.

Los primeros cuatro meses de Leo, Ruxanda durmió sentada en el sofá, porque era dejarlo en cualquier lado y empezar a llorar. «Reflujos, cólicos, proteína de la leche de vaca... cositas, nada graves, pero que le hacían estar inquieto y necesitar extracontacto, todo el rato tenía que estar en porteo o en brazos. Nunca lo hemos sabido, pero puede ser algo relacionado con el parto. Como fue algo traumático para mí, igual para él también». Confiesa que lo más duro fueron los cuatro primeros meses porque los días se hacían eternos. Ducharse era una odisea. Se preguntaba constantemente qué había sido de su vida. Por qué de salir a la calle a tomar un café tranquilamente, había pasado a tener a su hijo en brazos desde que se levantaba hasta que se «acostaba». Fue duro, pero fue mejorando. Dice que a cada familia la luz le llega en un momento diferente. En su caso, a los 12 meses cuando empezó a caminar notaron un gran cambio, a los 18 cuando dejaron la lactancia, otro; y ahora, que ya ha cumplido los 2 años «juegan en otra liga». «Hay noches que igual hay dos despertares... Para nosotros es gloria bendita», señala alguien que, cuando estaba metida en el meollo, con esa neblina mental, y con ganas de llorar y dormir a partes iguales, no era capaz de ver la luz al final del túnel.

¿QUIÉN HACE MÁS?

Lo que vivieron tanto ella como Aleix, su pareja, no solo les afectó a nivel individual. «Es heavy el cambio de relación, de tener todo el tiempo del mundo para mirarnos, tocarnos, disfrutar el uno del otro... No podía ni ducharme como para dedicarle una caricia o una mirada a mi marido». Cuenta que esa primera etapa se convirtió en una especie de competición: yo estoy más cansado que tú, a mí me duele aquí, yo he cambiado cuatro pañales... «¿Qué nos pasa, que de repente de estar superbién parece que nos vayamos a matar? ¿Realmente hemos hecho esto porque queremos formar una familia, no?», reflexionaron. A partir de ahí, empezaron a ir a la una, y les está funcionando muy bien.

Ruxanda se pregunta muchas veces si es buena madre, y aunque trabaja mucho el sentimiento de culpa, de algún modo, la persigue. «Se va apaciguando, con el paso de los meses he aprendido a ser más autocompasiva conmigo misma, si no llego, no llego; si me olvido el mandilón, me lo he dejado... Pero cuesta igualmente». No le gusta dar consejos, tampoco cree que hubiera agradecido que le contaran nada por adelantado, porque hasta que lo vives no te lo puedes creer. «Si te dicen: ‘Es que no te vas a poder duchar’, pensarás: ‘Cómo no, si somos dos adultos».

Es consciente de que no es la de antes, ni quiere, no cambiaría la dureza de la experiencia por todo lo gratificante y bueno que le ha traído. Además, a pinceladas, pero han recuperado su vida anterior. «Volvemos a tener nuestros espacios, nuestros ratos de estar los dos solos, yo he arrancado el trabajo, además empieza a hablar, a decir sus primeras palabras... No hay nada más bonito que ser madre. Podré tener la posición más alta, ganar todo el dinero del mundo... lo que quieras. Pero es el título más importante de mi vida, lo que me aporta mi hijo, no me lo va a aportar nadie, y esto hasta que no lo vives no lo sabes».