El fantasma de unas nuevas elecciones

ASTURIAS

28 jul 2016 . Actualizado a las 05:00 h.

Abierto un nuevo proceso de investidura pervive la incógnita de saber si los partidos políticos acabarán cediendo a fin de evitar la debacle democrática que entrañaría convocar unos nuevos comicios. Porque no nos equivoquemos: tres elecciones generales en un año supondrían un severo revés para la credibilidad de nuestro sistema representativo, aunque en realidad lo que debería cuestionarse es el actual «Estado de partidos», que ha convertido a esas asociaciones en únicas protagonistas de la democracia, a pesar de que han demostrado hasta la saciedad no estar a la altura de tan insigne institución.

Pero incluso si al final se impone la cordura y se permite la formación de un Gobierno, siquiera de minoría, hay razones para ser pesimistas, porque es posible que esa situación no evite que a medio plazo nos veamos inmersos en una nueva contienda electoral. Pongámonos en la situación que hoy resulta más lógica: Rajoy acaba obteniendo la investidura con la necesaria abstención del PSOE, la irrelevante de Ciudadanos (o incluso con el apoyo de esta última fuerza política) y la insuficiente oposición de otros grupos parlamentarios. El nuevo Ejecutivo podría por fin empezar a funcionar (o al menos simular que lo hace), pero la felicidad que mostraba Rajoy el día de las elecciones, coreografiada por sus incondicionales, no tardaría en convertirse en desazón. Porque la victoria en los comicios del 26 de junio parece que les ha hecho pasar por alto lo obvio: que en las dos últimas elecciones han dilapidado una cómoda mayoría absoluta de la que partían.

Posiblemente el día después a la investidura se darán de bruces con esa realidad: cada vez que el Gobierno acuda al Parlamento se encontrará con una oposición que es más numerosa que sus partidarios. Una oposición ciertamente heterogénea, incapaz de aunarse para investir a un candidato alternativo a Rajoy, pero que puede ponerse de acuerdo fácilmente para rechazar la política del PP.  Cuando llegue al Ejecutivo la hora de aprobar los Presupuestos Generales del Estado, o una ley orgánica (que exige mayoría absoluta del Congreso de los Diputados), veremos si Rajoy puede seguir identificándose con el triunfador que saludaba exultante en el balcón de la sede de la calle Génova. Y de poco le valdrá entonces al Partido Popular tener mayoría absoluta en esa cámara inútil, ese auténtico cementerio de elefantes que es el Senado, porque cuanto decide esta cámara puede ser deshecho por el Congreso de los Diputados.

El Partido Popular promete ahora negociar en la nueva legislatura (¿por qué no se acordó de este verbo cuando tuvo mayoría absoluta?), pero está por ver si en verdad lo hará. Por ahora lo único que ha esgrimido es que ellos han ganado las elecciones y que les toca gobernar; han pedido a los demás que cedan, pero hasta ahora ellos no han realizado cesión alguna, incluida la más obvia: renunciar a un líder quemado, como es Rajoy, sin el cual sus resultados electorales seguramente hubieran podido ser mejores. Sospecho que la falta de costumbre negociadora supondrá que el PP, una vez se instale en el Gobierno, se enroque en sus propias ideas, de modo que viviremos una legislatura en la que el Ejecutivo tratará de impulsar una política sin respaldo parlamentario y, por tanto, abocada al fracaso. Por si fuera poco, cuando la oposición ?mayoritaria en la cámara? exija reiteradamente la comparecencia del Presidente o de los ministros para explicarse una y otra vez, ya no le valdrá la inconstitucional excusa de ser un Ejecutivo en funciones.

Pero el Gobierno del PP sólo tendrá que permanecer cuatro estaciones en esta incómoda situación, porque nuestra norma fundamental habilita al Presidente del Ejecutivo a disolver las cámaras una vez haya transcurrido un año desde los anteriores comicios. Sería, además, una estrategia que podría beneficiarle: bastaría con que se echase la culpa de su propia incapacidad a la febril oposición, diciendo que le había hecho la vida imposible. De este modo, podía tratar de convencer a los electores de la necesidad de retomar nuevas costumbres, a saber, las mayorías absolutas.

Por tanto, cualquiera que sea el resultado del procedimiento de investidura ya en marcha, el fantasma de unas nuevas elecciones seguirá acosándonos.