«Hay algo muy perverso: una sensación de que te sientes merecedora de la agresión; es lo más duro»

J. C. G. GIJÓN

ASTURIAS

L. F., agredida por el hombre con el que mantenía una relación cuando tenía 25 años, recuerda su «tormento» y la «liberación» de salir de él

25 nov 2017 . Actualizado a las 08:15 h.

Una nimiedad disparó la violencia. L. F., profesional autónoma gijonesa residente en Madrid, estaba entonces a punto de cumplir 25 años. Tenía una relación con un joven inglés al que acompañó a su país para pasar unos días, incluyendo una escapada a una casa de los padres de su acompañante en las afueras de Londres. Fue allí donde sucedió. Él le pidió que preparase la cena. Ella accedió, pero con una salvedad. «En aquel momento me resistía a tocar la carne», recuerda. La ira, incomprensiblemente, estalló en forma de agresión física. «Me rompió el labio por dentro». Lo recuerda casi tres lustros después; en primer plano está el recuerdo liberador de la sensación de «quien está saliendo de ese tormento». Pero antes hubo miedo, sufrimiento y autodesprecio.

«Después de que me agrediese, en cuanto tuve un escape -algo que no fue fácil- me encerré en una habitación. Puse la alarma del teléfono, que tenía el mismo tono de mi teléfono, para que él pensase que yo había llamado a alguien y que alguien me estaba llamando a mí. Pasé toda la noche ahí. Él no intentó entrar», recuerda. «A la mañana siguiente, cuando salí, él había normalizado absolutamente todo, estaba jugando con el perro, como si no hubiese pasado nada. Yo hice lo mismo. Tenía mucho miedo, en un país lejos, en una casa que no era la mía. Pensé: "Si está tratándome bien, no voy a ponerme a reprocharle lo que me hizo anoche"». Pura estrategia de supervivencia.

Lo peor, sin embargo, vino en el camino de vuelta a Londres, en coche: «Llovía mucho, me dio por llorar y le pareció muy mal. Me empezó a amenazar con correr más». En aquella situación de fragilidad, el terror fue mayúsculo. «En Londres, los padres me rescataron. Sabían cómo era su hijo. Su primera intención fue sacar un billete de avión para mí sola, pero su padre pensó que él tenía que volver a Asturias y que sabía dónde vivía yo; que podía ser peor el remedio que la enfermedad. Me pidió que hiciese el esfuerzo de volver con él pero que evitase ponerlo en una situación de ridículo social que él llevaba muy mal», recuerda L. F., que -como tantas otras mujeres- decidió «dar otra oportunidad» a su agresor: «Es difícil de entender, pero me daba pena. Es una sensación que me sigue resultando extrañísima hoy».

Pero sucedió de nuevo: «A los tres días estábamos en su casa, y él me dio un empujón en los hombros. Cogí la puerta y me fui». Pasó un tiempo antes de que él intentase un último contacto para pedir «algo suyo» en poder de la joven y amenazar con acudir a su lugar de trabajo y «montar un escándalo» si no lo devolvía pronto. Un amigo común se prestó para hacer la devolución y ahí acabó -casi- la cosa, excepto por algún encuentro callejero: «Me jode que me salude como si nada cuando alguna vez nos hemos cruzado».

«No lo tengo en el cuerpo, como algo que me pese. Esto pasó», dice en primera instancia L. F. Pero admite a continuación que hay «un fondo que sale a veces» y que se entrelaza con un episodio de violencia cuando aún era niña más que con su condición de mujer. «Lo que sentí no tiene nada que ver con el hecho de ser mujer, o yo no lo percibo así. Tiene que ver con el hecho de ser objeto de violencia, y en mi caso de serlo por segunda vez. Lo más difícil fue procesar el "otra vez": que me pasase de pequeña y que alguien se permitiese volver a hacérmelo de mayor», aclara. Aunque hay un derivada aún «más perversa»: «Hay algo muy perverso, muy difícil de explicar, y toda la gente que ha pasado por esto y con la que hablé coincide conmigo: una sensación de que te sientes merecedora de esto. Hay algún resorte psicológico que hace que durante mucho tiempo tú sientas que eso te pasó porque te lo mereces. Esa es la parte más dura».

«Ahora estoy en una fase en la que mando mucho sobre todo lo que hago, pero hubo momentos en los que era capaz de doblegarme mucho, de aguantar lo que fuera para evitar conflictos; de renunciar a lo que debía y quería hacer», añade. Y no se tolera generalizar consecuencias («nadie tiene una bola mágica para ver lo que puede pasar a cada uno») pero sí advierte: «Cuando te pasa, hay un trayecto que no te lo quita nadie. Nadie pasa página sin más. Tengo claro que no hay ningún atajo. Te hace sentir inferior, y hasta que tú cambias de estado y no te sientes inferior pasan muchos años».