«Las mujeres tenemos la cabeza impregnada de la idea de que las altas responsabilidades no deben interesarnos»

Pablo Batalla Cueto

ASTURIAS

Rosa Cid, una de las responsables del programa de doctorado de género y diversidad de la Universidad de Oviedo, aborda diversos enfoques desde su condición de historiadora y feminista

19 feb 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Simone de Beauvoir decía que «no se nace mujer: se llega a serlo», y algo así le sucedió a Rosa María Cid López (Gijón, Asturias, 1956) con el feminismo: no nació feminista, sino que llegó a serlo a medida que fue comprobando que, así como a la altura de los años setenta la ciencia histórica se había abierto a toda una pléyade de nuevos sujetos, y aunque se hablaba y se reivindicaba a los obreros y a los esclavos en un ambiente de efervescencia progresista, no sucedía lo mismo con las mujeres, que seguían ocultas tras un muro milenario de crónicas patriarcales. Ese muro, a Cid se le fue rompiendo a base de leer entre líneas, de buscar nuevas fuentes, de interrogar las conocidas de nuevas formas, de darse cuenta de que incluso el mundo universitario y científico estaba impregnado de prejuicios machistas. Hoy es una referencia nacional de la historia de género y una de las responsables del programa de doctorado en género y diversidad de la Universidad de Oviedo.

-¿Qué fue antes para usted: la historia o el feminismo?

-Primero vino la historia. A mí familia le gustaba mucho el cine, y a mí, no sé por qué, me fascinaban las películas de romanos. Después tuve profesoras muy buenas en enseñanza media en relación con la historia y el mundo antiguo, y siempre evoco dos figuras extraordinarias en este sentido que tuve la suerte de encontrarme en el instituto Doña Jimena de Gijón: Leontina Alonso Iglesias, que era profesora de historia, y Nieves Álvarez, que era profesora de griego. Ambas hacían unos seminarios los sábados a los que íbamos quienes queríamos y en los que debatíamos sobre temas diversos. Nieves era y es muy buena filóloga, y no nos hablaba de los textos griegos, sino de la cultura griega que esos textos traslucían. Ella fue la primera persona a la que yo escuché hablar de las mujeres griegas. Y Leontina, que también nos daba historia del arte, a mí me descubrió una perspectiva de lo que significaba el arte totalmente distinta de la que yo tenía: el arte como manifestación de lo que interesa a una sociedad. Después decidí seguir con la historia, y sobre esa base la Facultad, además de proporcionarme otros profesores extraordinarios que también me marcaron mucho, me hizo comprender que el trabajo del historiador, la importancia de conocer la realidad, no debía ser tanto entenderla como cambiarla.

-Fue a la Universidad en los años nucleares de la Transición.

-Una época muy ilusionante, muy esperanzadora: parecía que iba a cambiar todo. A nivel de formación llegaba a ser hasta frustrante: estábamos todo el día en reuniones, asambleas, procesos de huelga… Y a clase íbamos poco, por lo menos en los círculos en los que yo me movía, que eran de gente con inquietudes. Pero esas inquietudes eran también culturales: también estábamos todo el día recomendándonos libros, intercambiándolos y comprándolos en librerías como Ojanguren, en Oviedo, o Musidora, en Gijón. Y cuando un profesor nos recomendaba un libro, corríamos a hacernos con él. Uno que, por ejemplo, recuerdo que me marcó mucho fue ‘Erasmo y España’, de Marcel Bataillon, que nos recomendó Lola Mateos, una profesora que murió hace poco pero que en aquel momento era jovencísima y daba unas clases muy estimulantes. Aquel libro me descubrió una nueva forma de entender la historia moderna. Y luego teníamos de profesores a gente como David Ruiz, que había trabajado con Tuñón de Lara y conocía a Pierre Vilar y en aquel momento hacía una historia totalmente nueva, centrada en el movimiento obrero y los movimientos sociales. O a Julio Mangas, de Antigua, que a mí me marcó mucho y que trabajaba sobre los esclavos y las clases inferiores. Aquellos enfoques hoy suenan ya muy obsoletos, pero en aquella época eran muy novedosos.

-Era la época de los ‘nuevos sujetos’ de la historia.

-Sí, sí: en el mundo contemporáneo, la clase obrera, y en el mundo antiguo, los esclavos.

-Y para toda historia en su conjunto, las mujeres, ¿no es así?

-Qué va: las mujeres, nada. Había organizaciones feministas como AFA y empezaba a despuntar gente como Amelia Valcárcel, que era muy jovencita, pero esos movimientos y figuras eran casi exclusivamente estudiantiles. Entre el profesorado el feminismo era visto incluso con recelo, y sólo recuerdo a una figura que se preocupase por estas cosas: Teresa Meana, que hoy es muy reivindicada, pero en aquel momento era una especie de Pepito Grillo solitario. De hecho, yo no recuerdo que en la carrera nos hablaran jamás sobre mujeres. El único personaje femenino del que yo recuerdo que nos hablaran en la Universidad fue Isabel II de Borbón, sobre la que nos habló David Ruiz. Ni siquiera Isabel de Castilla, de quien no tengo el recuerdo de que se nos contase nada.

-¿En qué momento ‘descubre’ usted el feminismo en tanto que historiadora; cuándo decide unir las dos cosas?

-De una manera incipiente, ya en la carrera: yo, inicialmente, decidí hacer mi tesis sobre la mujer en el mundo antiguo, algo que entroncaba con aquellos seminarios con Leontina Alonso; y así se lo comenté a mi director, Julio Mangas. Pero recuerdo que Mangas me dijo: «Pero Rosa, ¿cómo vas a hacer una tesis sobre mujeres en el mundo antiguo si en toda la biblioteca de la Universidad de Oviedo sólo hay un libro sobre ese tema?». Efectivamente, en la biblioteca sólo había, sobre ese tema, un libro de los años cincuenta: ‘La mujer en la Antigüedad’, de Charles Seltman; y yo no podía poner a una biblioteca entera a comprar libros sólo para mí, pero tampoco edificar toda una tesis sobre uno solo, porque en las tesis doctorales uno tiene que tener en cuenta diversas tendencias, escuelas y fuentes. Tenía que escoger un tema sobre el que hubiera bibliografía disponible, y entonces opté por otro que también me interesaba: ‘El culto al emperador en Numidia de Augusto a Diocleciano’. Sólo me pude dedicar verdaderamente a la historia de las mujeres una vez me doctoré, ya a principios de los años noventa. ¿Qué me hizo feminista? Pues darme cuenta de cosas que me fastidiaban, que me molestaban. Recuerdo, por ejemplo, una ocasión en que -yo tenía treinta años- me preguntaron a qué me dedicaba como historiadora, y yo dije que a la religión, que era la cuestión de la que yo me ocupaba en aquel entonces. Me dijeron: «Ah, estudias los mitos, ¿no?», yo contesté: «No, no: estudio la religión como fenómeno ideológico», y se quedaron muy sorprendidos, porque eso no les pegaba en una mujer.

-La historia seria, para los hombres; para las mujeres, los ‘cuentinos’.

-Pues algo así era, sí. Yo, como mujer, aunque fuera universitaria y me hubiera doctorado igual que mis colegas hombres, no podía estudiar la religión como la estudiaba Farrington: como un fenómeno ideológico y propagandístico. Lo que a mí me tocaba era estudiar temas secundarios que no tuvieran el rango de una historia ideológica de ese tipo; ocuparme de lo cultural y no de la organización económica y política. A mí, esas cosas fueron haciéndome pensar. También leer determinadas cosas, y sobre todo a Simone de Beauvoir.

-A lo largo de su carrera, ha ido siguiendo varias líneas de investigación: mujeres poderosas en la Antigüedad, prostitución, mitología… Aquí no tenemos sitio para tratarlas todas, pero no quisiera dejar pasar la ocasión sin abordar sus estudios sobre Cleopatra, un personaje envuelto en el mito y cuya realidad histórica ha sido objeto de toda clase de deformaciones. Es «el personaje histórico más adulterado de la Antigüedad», dice M. Grant; y usted explicaba en un reciente artículo que a Cleopatra, «aunque se le atribuyen inteligencia, cultura y poder, también se la describe como astuta, ambiciosa o manipuladora, e incluso engañadora y perversa. En demasiadas ocasiones, se la presenta como mujer fatal, amiga de orgías y entregada al placer». Plutarco, cuando la glosa, parece referirse más a una prostituta que a una reina, y Lucano la hacía poseedora de «una funesta y lasciva belleza». Por otro lado, hay quien ha señalado que es posible detectar la imagen cambiante que se ha tenido de las mujeres a lo largo de la historia a partir de las creaciones literarias en torno a la reina egipcia. Se la ha solido presentar como promiscua y como ‘femme fatale’, pero Bernard Shaw prefirió imaginar a una joven estúpida e ingenua. También hay quien la ha presentado como una protofeminista.

-Hay Cleopatras para todos los gustos, sí. Es un personaje fascinante. Fue una mujer realmente poderosa y es un personaje tan, tan famoso que incluso gente no universitaria o no especialmente culta lo conoce, pero es un personaje que sintetiza todos los males asociados a lo femenino en general y al poder femenino en particular. Además, es oriental; representa los males asociados a Oriente por Occidente tanto como representa los males asociados a la mujer por el patriarcado. Incluso se la presenta como de tez oscura, cuando muy probablemente no lo era.

-Era griega, no africana.

-Era de estirpe macedonia, como Alejandro Magno, y los macedonios eran todos rubios y de ojos claros. Cleopatra, no sé si llegaba al punto de ser rubia, pero estoy segura de que de tez oscura no era. Pero fíjate: hay un feminismo negro que ha reivindicado una Cleopatra negra, lo cual también es absurdo.

-Y bien, ¿quién era Cleopatra?

-Era una mujer poderosa. ¿Buena o mala? Pues no lo sé, y no me importa. A mí como historiadora no me interesa determinar si tal o cual gobernante era bueno o malo: me interesa saber si gobernó o no gobernó. Cleopatra, ¿gobernó? Como mínimo, quiso gobernar, y quiso gobernar en un mundo en el que todos los gobernantes eran varones. Era reina de Egipto en un momento en que estaba en juego que Egipto acabara convirtiéndose en una provincia romana y ella luchó por que eso no se produjera; por que Egipto siguiera siendo un reino autónomo y mantuviera su esencia y sus peculiaridades. ¿Que Cleopatra era ambiciosa? Pues claro que sí, y claro que jugó una serie de estrategias políticas destinadas a conseguir lo que quería que igualaban en inteligencia y sagacidad a las de cualquier gobernante hombre de la época; y claro que tramó y fue protagonista de complots, pero todo eso, ¿no lo estaba haciendo también César? ¿No lo hizo después Augusto? Cuando detentas el poder, a veces tienes que hacer ese tipo de cosas, y si Egipto, en vez de por Cleopatra, hubiera sido gobernado, en la misma época, por un hombre que hubiera seguido la misma estrategia de Cleopatra, a ese hombre ni lo recordaríamos, o no lo recordaríamos de la manera en que recordamos a Cleopatra. Cleopatra fracasó, y tuvo aciertos y desaciertos, pero es que no se la descalifica por eso. Se la descalifica porque tuvo amantes, y se fabula que tuvo decenas de ellos. ¡Pero si adúlteros lo han sido casi todos los gobernantes de la historia! Si yo empiezo a enumerar ahora a todos los gobernantes romanos que se me ocurran, me saldrán muy poquitos que no hayan tenido amantes; y amantes femeninas pero también masculinos. Pero eso a un gobernante hombre no lo desprestigia. A una mujer sí, y de Cleopatra se dice que era ‘la serpiente del Nilo’ y que sedujo a César, cuando podríamos discutir mucho sobre quién sedujo a quién; y que sedujo a Marco Antonio, cuando lo que Marco Antonio tenía con Cleopatra era un plan político: había sido desbancado de Occidente y no le quedaba otra que ligarse a Cleopatra. Por otro lado, también se acusa a Cleopatra de que le gustaba el lujo, el exotismo, el derroche…

-Ésa es la Cleopatra decimonónica: frente al Occidente ilustrado y que había encumbrado la sobriedad burguesa, la reina caprichosa y derrochona.

-Sí, sí. Y sí, Cleopatra le gustaba el lujo, pero es que era una reina de Egipto. ¿Cómo se presentaban en el Egipto clásico el faraón y la faraona? ¿Con ropa de calle? Pues no.

-Eran dioses.

-Pero mira, Cleopatra también sabía siete idiomas, y una de las cosas que le pidió a César fue la biblioteca de Pérgamo, porque quería que Alejandría fuera el gran centro cultural del Mediterráneo. Era una mujer muy interesada por la cultura y que fomentó mucho las artes.

-Pero eso no se cuenta tanto como que se bañaba en leche de burra.

-No. O auténticas tonterías, como que solía aparecer públicamente desnuda, que es una imagen recurrente. ¿En qué cabeza cabe que una reina se presentara desnuda? Lo que sí hacía era, cuando visitaba a zonas de población griega, vestirse de Afrodita, y cuando visitaba zonas del interior de población egipcia o el templo de Dendera, vestirse de Isis, lo cual también revela inteligencia política: era una estrategia muy hábil de cara a gozar de popularidad ante su pueblo. Por cierto, otra imagen que gusta mucho de Cleopatra es la de su suicidio. Seguramente sea la imagen de Cleopatra más representada en el arte. Y ese suicidio simboliza dos cosas, y por eso nos gusta tanto: la derrota de Oriente frente a Occidente y la del poder femenino frente al masculino, porque se suicida cuando se ve acorralada por Octavio. Curiosamente, Cleopatra no es tan conocida en Oriente como en Occidente, pero es que el Oriente que Cleopatra representa para nosotros es un Oriente idealizado. Egipto no deja de ser África. Yo no sé si algún día seremos capaces de hacer una historia verdaderamente veraz de Cleopatra.

-Usted ha escrito que «aunque las actitudes de los autores grecorromanos pueden entenderse en el contexto de la época, resulta llamativo que en la historiografía actual se hayan utilizado de manera acrítica sus informaciones para reconstruir la época y la vida de Cleopatra». En la medida en que en la sociedad actual seguimos sujetos a aquellos tópicos agresivos sobre la mujer que sale del hogar, cuando se trata de historiar a mujeres poderosas no abordamos el desentrañamiento de los sesgos y parcialidades de los textos clásicos que para otros temas llevamos haciendo desde el siglo XIX, ¿no es así?

-Es cierto, sí. Pasa con lo oriental, porque seguimos mirando con mucho recelo todo lo que viene de Oriente, y cada vez más, y pasa con lo patriarcal. Una cosa que se hace mucho con Cleopatra, por ejemplo, es valorarla siempre en función de los hombres con los que se relacionó, y te lo dice alguien que también llegó a caer en eso. Los pilares que sostienen su relato biográfico suelen ser tres: cuando es hija de Ptolomeo, cuando se relaciona con César y cuando se relaciona con Marco Antonio. Eso nunca se hace con un rey: quizás sí haya una primera parte en que se lo presente como ‘hijo de’ si su padre fue otro rey poderoso, pero a partir de ahí se busca otro tipo de hitos, no las mujeres con las que se relacionó. Con Cleopatra, sin embargo, se hace eso. Los hitos de su vida son tres hombres, y los dos que marcan su vida como reina ni siquiera son hombres egipcios, sino hombres romanos. El relato acaba siendo muy prooccidental y muy patriarcal por más que no quiera serlo.

-Intelectuales feministas como Almudena Hernando sostienen que cuando una mujer accede al poder sin poner en cuestión la lógica que lo sostiene, no transforma, sino que refuerza el orden social al que cree combatir, perpetuando la subordinación de las demás mujeres. Usted, ¿qué cree?

-Depende. A veces no tienes otro remedio. El poder está sobre todo en manos masculinas, y a las mujeres que acceden al poder les faltan modelos alternativos de cómo detentarlo. Los modelos que hay son masculinos, y es muy difícil sustraerse a ellos.

-El gran ejemplo de mujer que detentó el poder de forma masculina fue Margaret Thatcher.

-Sí, esa mujer no cambió nada; no gobernó de manera distinta por ser mujer, igual que Merkel. Pero bueno, sí que nos acostumbró a ver el poder con rostro femenino, y eso ya es algo. Contribuyó a convencer a muchas mujeres de que era posible para ellas acceder al poder; que podían atreverse. Eso es algo que no siempre se señala: entre las mujeres hay un rechazo enorme a los cargos de poder. La ambición es algo muy masculino, y a las mujeres, además, nos afecta mucho el miedo a no hacerlo bien, a fracasar, y no afecta tanto a los hombres. También es verdad que cuando una mujer accede al poder es más criticada que un varón. Se le penalizan más los errores, incluso errores que no tienen nada que ver con su desempeño político. A una mujer poderosa, no es nada inhabitual que se la critique por la ropa que lleva, y eso con un varón nunca se hace: a lo sumo, si lleva una corbata demasiado llamativa. También sucede otra cosa: no está igual de bien visto que un hombre hable que que lo haga una mujer. A un hombre, hablar mucho o muy alto no le impide necesariamente ser considerado un buen orador.

-Pero para una mujer que habla mucho o muy alto hay todo un campo semántico automático de insultos: histérica, verdulera…

-Sí, sí. Por otro lado, hasta hace poco no se preparaba a las mujeres para aspirar al poder. Con la generación actual ya no sucede, pero con la mía (tengo sesenta y dos años), sí sucedía. A mí no me educaron para tener poder: te lo puedo asegurar. No nos educaron en el interés por el poder, aunque yo a eso casi le estoy agradecida, porque nunca me he sentido frustrada ni infeliz por no ejercer determinado poder, mientras que hay muchos varones de mi generación que sí sienten esa frustración. Y no me refiero sólo a poder político, sino simplemente a cargos universitarios.

-¿Cómo de machista es también el mundo universitario?

-Pues no sé cuánto más o menos que otros, pero machismo hay. Aquí se presentó una mujer como rectora dos veces y no ganó, y de hecho cada vez que aparece una nueva rectora en España sigue siendo motivo de sorpresa; algo llamativo. También pasa otra cosa que a mí me molesta mucho: vas a cualquier servicio de la Universidad y en las mesitas pequeñas son todo mujeres, pero entre los jefes de servicio hay muchos más hombres. Y te estoy hablando de la Administración, donde hay muchísimas mujeres.

-También hay más alumnas que alumnos, pero muchísimos más catedráticos que catedráticas.

-Hay más rectores que rectoras, más directores que directoras y más catedráticos que catedráticas, sí. En Humanidades, tres veces más, y eso que aquí se cuida mucho el tema de las cuotas. El problema es que las mujeres tenemos la cabeza impregnada de una serie de roles y de la idea de que las altas responsabilidades no deben interesarnos. Por otro lado, yo me he ido topando con muchas amigas que han visto su carrera más o menos truncada no tanto por el cuidado de sus hijos como por el de sus mayores; por tener que atender a sus padres. La edad a la que una suele poder acceder a ese tipo de puestos coincide con aquélla en la que los padres son ya mayores y eso genera conflictos. Y muchas mujeres acaban escogiendo (pero lo escogen voluntariamente, ¿eh?) resolver esos conflictos primando a sus padres sobre su carrera, pero no tantos hombres hacen lo mismo. También los hay, por supuesto, pero son muchos menos.

-Yo estudié la carrera de historia en Salamanca, y una profesora de allá, Esther Quinteiro, nos habló una vez de otro problema que ella se había ido encontrando como profesora universitaria: el hecho de que muchas decisiones relevantes se tomaban en círculos de sociabilidad masculina en los que las mujeres no se sentían cómodas participando, incluso si tenían tiempo para hacerlo.

-Eso nos pasa mucho a nosotras aquí. Yo me muevo casi siempre en ambientes de mujeres y en ellos me siento muy cómoda, incluso aunque no sean ambientes feministas; pero cuando de pronto me veo en ambientes masculinos (consejos de revistas, congresos, etcétera), ya no lo estoy tanto, sí que me siento un tanto tensa. Por ejemplo, reflexiono muchísimo sobre lo que voy a decir, cuando en esos otros ambientes femeninos sí que hablo con toda tranquilidad y sinceridad. Y no es una cuestión de que a las mujeres las conozca y a los hombres no: eso que comento me pasa incluso cuando no conozco a las mujeres y sí a los hombres. Tampoco es nada que tenga que ver con la agresividad de los coloquios: muchas veces, en esos ambientes femeninos también discutimos agresivamente; no es que yo vaya a hablar y me vayan a decir automáticamente: «¡Qué bien hablas!». Pero estar rodeada de mujeres me da una tranquilidad que yo no tengo en ambientes en los que hay más varones. Y cuando soy la única mujer, que es algo que me ha pasado muchas veces, me encuentro muy incómoda, porque tengo la sensación de que tengo que demostrar mucho más; que lo que diga tiene que ser brillante o como mínimo adecuado; que no puedo cometer ningún desliz. En ambientes de mujeres, si cometo un desliz no me importa, y a los hombres, en esos ambientes masculinos, tampoco les importa cometerlos. A veces dicen hasta tonterías. Pero nosotras tenemos que forzarnos a hablar. Sin embargo, cuando estamos las mujeres solas, tenemos que andar quitándonos la palabra las unas a las otras. A veces, incluso nos animamos las unas a las otras: «Cuando vayas a tal sitio, tienes que hablar, ¿eh?». Y también nos animamos allá; nos preguntamos las unas a las otras: «¿Lo hice bien?». «Sí, sí: lo hiciste bien». Esto con los varones no sucede: los varones hablan y se quedan tan panchos. También te digo que vengo detectando que en las generaciones más jóvenes esto ya no pasa.

-¿No?

-No. Mira, el máster de género en ese sentido es maravilloso, porque hay alumnos y alumnas, pero las alumnas no tienen ningún problema a la hora de hablar; casi son más bien los chicos los reticentes.

-Bueno, pero estamos hablando de un máster de género y de un ambiente feminista. Es lógico que en ese caso cambien las tornas y quienes se sientan en territorio comanche sean los hombres.

-Pero también pasa en las aulas en general. Hablan las chicas y hablan los chicos. Cuando yo empezaba a dar clase, sólo hablaban los chicos, y yo pinchaba a las mujeres: «¿Qué es, que no hay mujeres aquí? ¿No tenéis nada que decir?». A alguna que conocía incluso la interpelaba por el nombre: «Fulanita, mujer, di algo, no fastidies». Me irritaba mucho que no hablaran, porque además sucedía mucho que en el aula no hablaran pero se me acercaran al final de la clase o al despacho a hacerme preguntas y comentarios que solían ser muy brillantes. Yo les decía: «Pero mujer, ¿por qué no dices esto mismo en clase?». Me decían: «¡Rosa…!», y yo les decía: «¿Cómo que “Rosa”? Esto me lo tienes que decir en clase».

-¿Y ahora eso ya no sucede?

-Ya no. También es verdad que ahora hay un sistema de enseñanza muy participativo y tienen que hablar, porque si no no les puntúas. Pero más allá de eso, yo veo a las jóvenes de ahora mucho menos acomplejadas. Todavía esta mañana una chica me hizo en clase un comentario con la misma contundencia con la que hablan los chicos.

-En los años setenta y ochenta emergió una arqueología de género que denunciaba que la arqueología al uso cometía con frecuencia el error de estudiar el pasado transponiendo a esas épocas las normas patriarcales de nuestro presente, por ejemplo en lo que respectaba a la división sexual del trabajo: se adjudicaban automáticamente a los hombres, por ejemplo, todos aquellos artefactos relacionados con la guerra o la caza, ello pese a que se ha demostrado que en la historia ha habido muchas sociedades en las que las mujeres desempeñaban también esas actividades, o incluso las desempeñaban en exclusiva. La arqueología de género también denuncia que el mismo carácter de la disciplina arqueológica estaba construido en torno a las normas y valores masculinos: señala, por ejemplo, que se anima a las mujeres a dirigir sus estudios de arqueología hacia el trabajo de laboratorio en lugar de al trabajo de campo; y hay toda una imagen idealizada del arqueólogo que es eminentemente masculina y que Joan Gero, una de las pioneras de esta arqueología feminista, definía como el ‘cowboy of science’. Usted tiene también varios trabajos de arqueología. ¿En qué medida se fue topando con estas cosas?

-Pasa mucho con los objetos. ¿Aparece un espejo? Automáticamente se adjudica a la mujer. ¿Qué es, que los varones no se peinaban? ¿Qué es, que no hubo sociedades en las que los hombres se ponían pendientes, brazaletes, collares? Después hay otra cosa: el tema de los museos. El mundo de los arqueólogos está muy relacionado con el de los museos, pero los museos casi siempre reproducen (aunque eso también está cambiando) el orden patriarcal. Una cosa muy típica, por ejemplo, es, en uno de esos dioramas que reproducen cómo vivía la gente en la prehistoria, poner al hombre haciendo las piedras y a la mujer moliendo trigo o cocinando. Oiga, la mujer, ¿no podía tallar también? No se necesita tanta fuerza. ¿No podía trabajar el hueso? Para eso se necesita habilidad, no fuerza. Pero es que sabemos que hubo mujeres que cazaron mamuts, y de ahí para abajo. Una mujer, ¿no podía cazar un conejo? Mira, el otro día me contaba una compañera de la Complutense que excava en Oriente, por la zona del mar Negro, que allí es frecuente encontrarse guerreros congelados, pero que los hay hombres y mujeres, y que las heridas de guerra que tienen son exactamente las mismas. ¿Por qué entonces asociamos automáticamente los utensilios de caza a los hombres? Haz un estudio óseo, comprueba las cosas, hombre. Y sobre todo no traslades los roles y espacios del presente a nada menos que la prehistoria, que es una brutalidad.

-Es una de las responsables del máster de género de la Universidad de Oviedo y del Grupo Deméter. Terminemos la entrevista hablando de ello. ¿Qué es el Grupo Démeter? ¿En qué consiste el máster de género?

-El máster nos lo planteamos en el curso 1993/1994 cuatro profesoras (Isabel Carrera, Socorro Suárez Lafuente, Amparo Pedregal y yo) que en aquel momento nos dábamos cuenta de que en la Universidad de Oviedo no existían estudios de mujeres (en aquel momento no hablábamos de género: hablábamos de mujer), cuando sí que había empezado a haberlos y a funcionar bien en Granada, Madrid y Barcelona. Nos planteamos hacer un doctorado de género y fue terrible, porque la Universidad no lo aceptaba: decía que aquello era una tontería. Hicimos la propuesta y la rechazaron, la hicimos por segunda vez y la volvían a rechazar. A la tercera fue la vencida y al final hicimos un doctorado de género que era como un estudio de posgrado; una cosa interdisciplinaria con mucho énfasis en las humanidades, pero sumando también otras especialidades. Otra cosa que hicimos en 1994 fueron las primeras jornadas interdisciplinares de estudios de la mujer: «Mujer e investigación». Queríamos comprobar cuántas investigadoras había en la Universidad de Oviedo, y nos llevamos una sorpresa: acudieron muchísimas, y también trajimos a gente Rosa Cobo, Reyna Pastor de Togneri, Antonina Rodrigo, etcétera.

-Un gran pistoletazo de salida.

-Sí, sí. Vino incluso la directora del Instituto de la Mujer de Madrid a apoyarnos. Y seguidamente el doctorado empezó a formar a mucha gente que ahora son profesoras en la Universidad, y tanto en humanidades como en otras disciplinas. Más tarde llegó un momento en que el itinerario de la Universidad nos hizo cambiar algunas cosas y el doctorado pasó a ser máster. Ahora tenemos un máster Erasmus mundus de estudios de género que dirige Isabel Carrera y que es referencia en España. Sólo participan dos universidades españolas: Oviedo y Granada, y está funcionando muy bien. Llevamos ya más de diez años. Es un máster caro y elitista, pero te especializa a gran nivel. Dura dos años, y el segundo año las alumnas tienen que estar obligatoriamente fuera, lo cual cuesta mucho dinero. Pero, por otro lado, al mismo tiempo mantuvimos el antiguo doctorado como máster solamente de la Universidad de Oviedo, y dura menos (un año) y es más asequible. Además, al hilo de todo esto hemos ido organizando muchísimos encuentros. En general, Oviedo ya suena mucho como especialista en formar investigadoras. Algunas se quedan en el ámbito universitario, pero otras se dedican a otras cosas.

-A día de hoy, los estudios de género, ¿ya son respetados?

-Hombre, se ha mejorado mucho, pero sí, seguimos recibiendo críticas y burlas. «Qué tonterías hacen éstas», y tal. Pero bueno, cada vez menos.

-El propio concepto de ‘género’ sigue siendo muy incomprendido.

-Lo bueno es que ahora, aunque la gente no lo entienda, no se atreve a decirlo. En 1993 sí lo decía. En ese sentido, las cosas sí que han cambiado mucho. Y hoy hay mucha gente que quiere entrar en el máster no como alumnado, sino como profesorado, lo cual revela que estamos ante algo prestigioso. Y nosotras respondemos siendo muy exigentes. No excluimos a nadie, y tampoco es que hagamos un examen, pero sí que exigimos un currículum que acredite una determinada trayectoria. Aquí viene gente de todo el mundo. Yo estoy dando clase a alumnos europeos, americanos, asiáticos y africanos. No es ninguna broma; no puedes decir tonterías. Nuestra principal frustración es que no hemos conseguido implantar lo suficiente los estudios de género en el grado; nos gustaría tener una presencia mayor. Sí que existe una asignatura que tiene que ver con la construcción del patriarcado, pero es la única. A mí me gustaría que hubiera, por ejemplo, una sociología de género.

-Y ahí es donde entra el Grupo Deméter.

-Sí. Nosotras, una vez configurado un grupo de doctoras, fuimos definiendo perfiles de investigación. Isabel Carrera, que es filóloga inglesa y hace estudios poscoloniales, se centró por ejemplo en la ciudad multicultural, y lo que a mí me tocó fue el Grupo Deméter, que se ocupa del estudio histórico de la maternidad. Empezamos en torno al año noventa y nueve, y hasta hoy. Para mí ha sido una experiencia extraordinaria; lo más satisfactorio que yo he le debo a nivel personal y académico a la Universidad de Oviedo. Es un tema con un potencial enorme, y nosotros aglutinamos a personal de la Universidad de Oviedo, de otras universidades españolas y europeas e incluso a una persona de Nueva York. Abordamos la maternidad desde la historia, pero también desde el derecho, la biología, la ética… Date cuenta del debate que hay ahora sobre otras maternidades: la reproducción asistida, la maternidad subrogada… Nosotros tenemos una persona que es filósofa pero especializada en bioética y, aunque es de Gijón, trabaja en un college de Nueva York que asesora a clínicas de reproducción asistida. Viene por aquí de vez en cuando. También tenemos una serie de proyectos de I+D que nos proporciona un dinero que nos permite acudir a congresos y hacer actividades públicas ligadas a este tema. Todo muy enriquecedor. En España abrimos una línea: la maternidad era un tema que no gustaba al feminismo, porque le veía determinadas connotaciones conservadoras, tradicionales… Nosotras demostramos que la maternidad era algo que podía estudiarse históricamente. También creamos una colección, la Colección Deméter, que va ya por los ocho títulos. Y siempre desde una perspectiva feminista.

-En España se viene denunciando el no reconocimiento de los estudios de género como área específica de investigación, algo que penaliza a las investigadoras y profesoras en su promoción profesional. Las investigadoras sobre cuestiones como la brecha salarial o la violencia de género tienen que adscribir sus trabajos a otras áreas de conocimiento y ser evaluadas por personas que no son especialistas. Imagino que esa precariedad también desincentivará considerablemente a futuras investigadoras brillantes a especializarse en ese campo.

-Eso pasa, sí. Pasa, en general, que nuestros estudios no se toman en serio. Yo conozco mujeres muy valiosas que si hubiesen hecho una historia más tradicional hubieran llegado antes a la titularidad o a la cátedra, pero que decidieron apostar por esto y el reconocimiento llegó más tarde. Por otro lado, siempre ha funcionado, aunque últimamente ya no, lo que se llamaba el ‘doble currículum’: que tú, como investigadora de género, tuvieras que hacer otras cosas que no tenían nada que ver con el género para demostrar que las sabías hacer y ganar respetabilidad. A mí me pasó una vez (y te estoy hablando del 2006, no de hace treinta años) que me invitaron a dar una conferencia sobre la política africana de Tiberio. Yo les dije: «¿Sobre Tiberio? ¡Pero si no es mi tema!». El que me lo propuso era amigo, y con todo el cariño del mundo me dijo: «Pero Rosa, ¿no puedes documentarte y hacerlo? Así todo el mundo verá lo que vales». Pues bien, en vez de mandarlos a la porra, que es lo que tenía que haber hecho, me puse a investigar sobre la política africana de Tiberio y di la conferencia.

-Sin embargo, a ningún investigador de Tiberio se le pediría que diera una conferencia sobre la esclavitud femenina en Roma.

-Claro, muchos de los que estaban allí no tienen una sola línea sobre las mujeres, pero a nadie se les ocurriría pedirles una charla sobre ello. Las investigadoras de género, sin embargo, sí que teníamos que tener una segunda línea abierta, que en mi caso ha sido las religiones del mundo antiguo, un tema que sí es respetable. He dado muchas conferencias sobre las religiones del mundo antiguo en Asturias. Pero claro, eso me ha quitado tiempo de volcarme más en el género. Y te aseguro que es muy doloroso que no se valoren tu trabajo y tus intereses. Pasó lo mismo, a nivel más general, cuando se empezó a trabajar sobre la vida cotidiana. A quienes se ocupaban de ello se les decía: «¡Bah! Qué tontería». Había hasta risitas. Pero bueno, ya digo, ahora ya no pasa. Se ha avanzado mucho, pese a todo.