El mayo francés desde dentro: adoquines, gas lacrimógeno y un metro a Versalles

Raúl Álvarez REDACCIÓN

ASTURIAS

El movimiento de protesta que tomó las calles de París en el 68 transformó la sociedad francesa
El movimiento de protesta que tomó las calles de París en el 68 transformó la sociedad francesa

El pintor asturiano Jaime Herrero tenía 30 años en 1968 y vivía en el Barrio Latino de París. Junto a su calle se alzaron barricadas, la fábrica donde trabajaba fue a la huelga y sus clases en la Sorbona se suspendieron. Así lo vivió.

17 may 2018 . Actualizado a las 11:48 h.

En los días que llevaron al 20 de mayo de 1968, el descontento inicial de los estudiantes de una nueva universidad situada en la periferia de París se había contagiado a Francia entera. Dos tercios de los trabajadores de todo el país se habían unido a la revuelta estudiantil, que desde Nanterre había saltado a la Sorbona y a otros campus, aunque las fotos y la mirada romántica la hayan fijado en el Barrio Latino, y desde el foso de los osos, tal como en la jerga de la fábrica se llamaba a su puesto de trabajo, un joven empleado asturiano de Renault intentaba entender por qué. Era pintor y cineasta, aunque con eso no se ganaba la vida. Con el montaje de coches, en cambio, ganaba dinero, tenía un seguro, se pagaba clases universitarias de psicología y algunas tardes se acercaba a Les Deux Magots a escuchar lo que se decía en la corte de Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir. Jaime Herrero tenía entonces 30 años. Ahora tiene 80 y es uno de los más respetados artistas plásticos de la comunidad autónoma. También cree que ha llegado a entender lo que sucedió en París en aquellas semanas de una primavera que no se le olvida.

«Yo veía lo que pasaba en la calle, en la universidad y en la Renault. Algunas cosas directamente y otras en la televisión y en los periódicos. Pero era incapaz de organizar todo eso como algo único. Las relaciones se me escapaban, eran muy complejas. Y creo que Sartre, Beauvoir y su círculo tampoco lo sabían. Estaban sorprendidos, todo les parecía incomprensible. Solo veían la piel del problema», reflexiona desde su casa en Oviedo, la ciudad a la que regresó hace ya muchos años. No es que él fuera un miembro importante de aquella congregación sartriana. Le llamaban el Torero y su papel oscilaba entre mascota y chico de los recados, pero estar allí era sentirse en el centro de una vida inimaginable en la España cerrada, mezquina y brutal de la dictadura franquista y, con el tiempo, se ha da dado cuenta de la importancia de aquel mes. «Muchos lo cuentan como una algarada estudiantil, poco más que un suceso en la Sorbona. Es una frivolidad. Aquello tuvo una importancia trascendental y aún hoy vivimos sus consecuencias», afirma.

«Esto se está poniendo muy mal»

A medida que los conceptos de autoridad y tradición saltaban por los aires, todo se aceleraba. Estudiantes anónimos se convertían de la noche a la mañana en dirigentes políticos, las manifestaciones eran constantes y la policía no usaba contemplaciones para disolverlas. Herrero vivía en la orilla izquierda y tenía siempre ante él lo que sucedía. «Pedradas, adoquines, gas lacrimógeno. Tremendo», recuerda. Por aquellos días, pasaba mucho tiempo con otros españoles que habían combatido en Indochina con las tropas francesas, habían sido derrotados en Dien Bien Phu, habían sido prisioneros del Viet Minh y contaban una historia asombrosa sobre cómo otro viejo republicano español, oficial de artillería al servicio de los vietnamitas que luchaban por su independencia, les había tomado bajo su protección. «Eran gente curtida, veían muy nerviosa a la policía, en especial después de que un rodamiento lanzado con un tirachinas matara a unos de los suyos, y no querían estar cerca. Me acuerdo de uno al que llamábamos Sevilla. Me dijo: 'Esto se está poniendo muy mal. Como asesinos, van a actuar'». Para alejarse de aquellas escaramuzas callejeras, algunas noches cogían el metro hasta Versalles, donde vivía otro de aquellos antiguos legionarios, y desde su piso seguían por la televisión lo que iba sucediendo.

A pesar de que era un observador veterano de la vida francesa y de que, gracias a su vida repartida en varios ambientes (el trabajo, los ambientes artísticos que frecuentaba en sus temporadas en el paro, la universidad y el circuito intelectual), estaba en contacto con muchas capas de la sociedad, Herrero no vio venir aquel estallido contra la autoridad, el conservadurismo y cierta mojigatería social. En la Sorbona acudía a clases para empaparse de las teorías psicológicas de la Gestalt, que le resultaban muy interesantes para aplicarlas a sus cuadros, pero no era un alumno típico de los que se daban cita en las barricada. «Iba a las clases nocturnas. Éramos distintos, mayores que los demás, a menudo teníamos un trabajo y no nos enterábamos mucho de lo que se cocía», reflexiona.

Después de completar en Francia su formación como pintor y director de cine, que le sirvió más adelante para firmar cortos de animación y películas publicitarias para ganarse la vida en una agencia, Herrero había vuelto a España en 1963 para evitar que su madre viviera sola en Oviedo. Hasta encontró un trabajo en el cine y fue ayudante de dirección de Pedro Lazaga en Eva 63. «Hay que ver. Entonces tenía cierta reputación de progresista. Llamaban tercera vía a aquello que hacía, pero estaba tan trasnochado como todo en aquella España. Si acabó haciendo Las chicas de la Cruz Roja, vaya una revolución pocha», ironiza. Pero aquello, que parecía una oportunidad de empezar una carrera, no funcionó. Al acabar el rodaje, descubrió que nadie pensaba pagarle un duro por su labor. Le habían adjudicado la categoría de meritorio, lo que significaba que debía hacer tres encargos gratis antes de empezar a cobrar. Como no le pareció justo y necesitaba el dinero, siguió un consejo y, cargado con los papeles que demostraban su experiencia anterior en Francia, se presentó en el despacho de un jerarca del sindicato del espectáculo. Resultó ser un funcionario de un despotismo modélico, un retrato en miniatura del franquismo. «Los tiró todos al suelo, me dijo que eran una mierda y que no iba a recibir nada», rememora. Allí mismo tomó la decisión de volver a cruzar la frontera, de quitarse de en medio de un país «ñoño, gris y aburrido» en el que no encontraba ni futuro ni trabajo.

Libertad anarquista

La libertad que percibía en París, sin embargo, era insuficiente para sus coetáneos franceses, pero en los cinco años que pasaron hasta 1968 no lo había descubierto. «Eran una generación distinta y fueron un motor de cambio. Los jóvenes y algunos sindicatos cambiaron el país», cree ahora. Pero no toda la clase obrera se sumó a la sacudida iniciada por los jóvenes. Herrero lo veía en la fábrica, donde los socialistas y los comunistas ignoraban aquel movimiento que no entendían y lo despreciaban como una algarada sin seriedad ni posibilidades de triunfo. Él, sin embargo, sí fue a la huelga. «Yo estaba con los anarquistas y nos dieron libertad para decidir qué haríamos. Los socialistas y los comunistas siempre andaban metidos en líos. Para nosotros todo era más fácil. Siempre decíamos que no y así vivíamos tranquilos», ríe. Lo que le impresionó es que los cuadros medios, los que no eran obreros ni jefazos, superaron su desclasamiento. «Tomaron conciencia y apoyaron los paros», seña como un gran cambio.

No le acaban de gustar las valoraciones ligeras, las ironías ni las bromas sobre aquellos días. Aunque se hayan acumulado los lugares comunes y las fabulaciones sobre aquel mayo de hace medio siglo, la represión policial, las cargas, los golpes y los abusos sexuales a las estudiantes en los furgones fueron reales. Corrían rumores sobre los tanques que De Gaulle había aprestado en las cercanías de París para el caso de que las celebraciones de la Comuna de 1871 pasaran de los eslóganes en las paredes al comunismo libertario en la realidad y había expectación y miedo. Pero la ilusión se imponía a cualquier temor: «Todo fue muy espontáneo, pero en aquellos días surgió una nueva generación de científicos, artistas, escritores, filósofos y políticos. Fíjese en Daniel Cohn-Bendit, que era un joven desconocido. Ese es un todo legado, aunque durante mucho tiempo se haya preferido ningunearlo».