«En París había una sensación casi física de libertad y todo estaba a debate»

Raúl Álvarez REDACCIÓN

ASTURIAS

El exdiputado comunista asturiano Manuel García Fonseca estudió en Francia hasta 1967 y estaba de visita en el país cuando comenzaron las protestas estudiantiles del año siguiente. Aunque regresó antes de su generalización, conoció el ambiente en el que se gestaron

18 may 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

Entre todos los asturianos que no estuvieron en París cuando las protestas de mayo de 1968 tocaron techo, uno de los que más cerca se encontró de haber vivido aquellos días a la orilla de la agitación que sacudió Francia fue Manuel García Fonseca. Su carrera política en el Partido Comunista y en Izquierda Unida aún estaba lejos, aunque sus amigos ya le llamaban Pole o Polesu, porque de Pola de Siero ha sido toda la vida. Aquella primavera tenía 28 años y había ido de visita a la ciudad en la que había pasado los dos cursos anteriores para completar en el Instituto de Ciencias Sociales su licenciatura en Sociología, una disciplina que aún no era posible cursar en ninguna universidad pública española. En París había dejado muchos amigos y una esquina del alma que echó raíces en sus calles. El Primero de Mayo había participado en una manifestación con emigrantes portugueses y españoles y, al acabar la marcha, había visto por primera vez a Paco Ibáñez, con quien más adelante empezó un trato personal, interpretar poesía en un escenario. Después de aquel día perfecto, antes de hacer la maleta y volver a cruzar la frontera física y moral que separaba Francia de la España hundida en la dictadura, aún alcanzó a ser testigo de las primeras manifestaciones estudiantiles, pero no se le ocurrió que aquel movimiento tomaría las proporciones que, ahora, medio siglo después, le llevan a recibir llamadas de periodistas que quieren saber cómo se fraguó aquel desafío a lo establecido. Sin embargo, se sabe la respuesta. Lo que eclosionó en 1968 fue el mismo afán de libertad en el que él se había mezclado en los campus franceses.

«Era un movimiento la mar de guapo. Fue una experiencia extraordinaria ser joven en París y en aquel momento. Era la capital cultural del mundo. Se debatía permanentemente de todo. Hablábamos de existencialismo, de marxismo. Y había mucha sensibilidad social, una ebullición de los jóvenes y los universitarios. Sus formas de vivir cambiaban y ya en mi época había una revolución en ciernes contra el modo de vida burgués. Luego el malestar estudiantil coincidió con otro malestar social y laboral contra De Gaulle y por un momento pareció que la huelga general acabaría en revolución política, pero nunca llegó a tanto. Fracasó, pero llegó a paralizar Francia», recuerda ahora.

García Fonseca vivía inmerso en la universidad y en la calle. Algunos de los profesores del Instituto católico en el que se licenció ejercían al mismo tiempo la docencia en la Sorbona, de manera que recorría a diario las aulas de la universidad primigenia de París para asistir a sus clases. El Instituto, además, estaba en el Barrio Latino, a pocas calles de distancia, y en el centro de toda aquella agitación. Además, aún era sacerdote, y lo seguiría siendo casi una década más, y su casa, situada en un barrio ya al filo de la banlieue rouge, la periferia roja de la ciudad, era una parroquia donde convivía con otros curas obreros y ayudaba a atender un comedor y un centro de acogida para inmigrantes.

«Otro mundo»

Desde 1967, ha vuelto a París de forma habitual para pasar temporadas una o dos veces al año. Con el tiempo, aparte del idioma, las diferencias entre Francia y España han ido menguando tanto que el cambio de país ya no produce el estremecimiento de entonces. A mediados de los años 60, salir de la mezquindad opresiva y homicida del franquismo y descubrirse al otro lado de la frontera era como una visita a otra dimensión. «Pasabas del negro al blanco y era una sensación casi física de libertad. Ya no hacía falta ocultar tus planteamientos políticos ni tus críticas a ciertas formas de vida. Todo podía ponerse a debate. Aquel era otro mundo. La gente llevaba otra vida, otra ropa y otro tipo de relaciones. A veces sonaba algo en la radio y me quedaba parado. No sabía qué era aquella música ni había visto aquellas modas. No es que aquí no llegasen las ideas y los estilos, pero se perseguían. La gente ya no siempre es consciente de que la represión bajo el franquismo era tremenda», reflexiona.

En los ambientes de la izquierda, un español crítico con la dictadura ya podía contar con encontrar simpatías. «Después del fusilamiento de Julián Grimau, aparecieron movimientos antifranquistas. No solo en París. Uno pasaba en tren por pueblos pequeños y podía ver carteles que decían: 'Franco asesino'», recuerda. El grupo de estudiantes españoles con el que coincidió se lanzó a publicar Le Petit Monde, un semanario que recogía sus ideas. En las discusiones inagotables de la redacción conoció a Enrique Barón, que andando el tiempo también se dedicaría a la política y llegaría a ser ministro del primer gabinete de Felipe González y presidente del Parlamento Europeo. Aún conservan la amistad.

El Pole está de acuerdo con quienes apuntan al origen social de los universitarios de los años 60 como una de las fuentes de 1968. Hijos de obreros o de la clase media criados en la posguerra, se encontraron con una situación autoritaria y decidieron cambiarla. A su juicio, el movimiento no habría sido el mismo sin la aportación de los jóvenes extranjeros que acudían a las aulas francesas atraídos por su brillo intelectual y cultural. «Siempre se cita a Daniel Cohn-Bendit, ya es casi un tópico. Pero no deja de ser cierto que un joven alemán se convirtió en uno de los líderes del movimiento. Y había gente de todas partes, incluidos muchos estadounidenses que luego se llevaban esas ideas de vuelta a su país», señala.

Revolución de las mentalidades

A Fonseca, que con el tiempo dejó el sacerdocio, trabajó para Cáritas, participó en la dirección del PCA, fue diputado autonómico y en el Congreso y ocupó altos cargos en el Gobierno regional, y, jubilado de todo lo demás, aún colabora con el Comité de Solidaridad con la Causa Árabe, le hacen gracia los intentos de negar la importancia de las jornadas de mayo o el afán de reducirlas a una manifestación folklórica. «Fue un intento de revolución, aunque fracasara en la toma del poder. Es cierto que el Partido Comunista Francés no participó, porque por entonces buscaba cambios y mejoras, pero no precisamente la revolución. Pero que no significara nada en la política no quiere decir que no haya dejado una huella enorme. Influyó mucho en el cambio de las formas de vida, de la cultura y de las mentalidades. En las sentadas que no se acababan nunca en los patios de la Sorbona, en 1966 y 1967, ya discutíamos sobre cómo organizar comunas, sobre la liberación sexual y empezaba a haber ecologistas. Allí empecé a ver personas que iban en bici y no en coche», resume.

Quienes participaban en aquellos debates y quienes después tomaron las calles del Barrio Latino para enfrentarse a la policía no eran ingenuos, sostiene Fonseca. «Era solo un ambiente más sensible a la idea de que, como diríamos ahora, otro mundo es posible. Pero las expectativas de la revolución habían sido generalizadas en el mundo desde el siglo XIX, no se las inventaron ellos. Lo que pasa es que ahora atravesamos una época valle para esa mentalidad del cambio fuerte. Los poderosos tienen más fuerza que quienes sufren las consecuencias de la crisis. Aquellos eran unos estudiantes más ideologizados y aquella era una Europa que, probablemente, pintaba más en el mundo que ahora», concluye.

Si le queda algún lamento es este: que su billete de vuelta a España en la primavera de 1968 no llevara fecha de algunos días más tarde. De esa manera, se habría quedado atrapado en las huelgas que detuvieron la vida en Francia hasta junio y habría visto el movimiento hasta el final, en vez de ser solo uno más de los españoles que no estuvieron del todo allí.