Juan Cueto: un guía hacia la posmodernidad

J. C. Gea GIJÓN

ASTURIAS

Juan Cueto, en los años 80, en el programa de TVE «Esta es mi tierra»
Juan Cueto, en los años 80, en el programa de TVE «Esta es mi tierra» RTVE

Más que periodista, comunicador, activista cultural o intelectual al uso, fue el vigía y el piloto para la generación de españoles nacida a la vez que la televisión, el desarrollismo y el pop

15 ene 2019 . Actualizado a las 13:23 h.

Juan Cueto Alas (Oviedo, 1942) fue más que un periodista, un comunicador, un activista cultural o un intelectual al uso. Excedió la suma de todas esas partes para dar en una estructura cualitativamente distinta a todas ellas: un sabio. Pero un sabio de estos tiempos. «El sabio del norte», como lo coronó con todo tino y merecimiento el escritor y periodista Miguel Barrero en el prólogo de la recopilación de textos de Cueto Cuando Madrid hizo pop: de la posmodernidad a la globalización (Trea, 2011). Pero sobre todo, para una generación entera de españoles nacidos más o menos a la vez que la televisión, el desarrollismo de aldea e industria pesada que llevó al capitalismo global, el pop y todo lo que había detrás de esas revoluciones impuestas, el morador de Villa Ketty en el idilio gijonés de Somió, el hombre que fundó Los Cuadernos del Norte, que revolucionó el tubo catódico conectándolo a un decodificador de pago en Canal +, que vislumbró toda la profundidad y la proyección de los medios de masas en una España a media generación del analfabetismo, fue un guía, un vigía y un piloto.

Cueto fue un maestro anarcoide y bienhumorado, sin torre de marfil y con parabólica, un gurú sin secta, una antena con piernas y mostacho cuya pasión era recibir en todas las frecuencias y después amplificar con cualquier recurso a su alcance lo que había leído y escuchado, lo que iba aprendiendo con una avidez también típicamente posmoderna y lo que veía venir con una agudeza que era más bien moderna, e incluso premoderna. Un teórico que experimentó en la propia mente tanto estructuralismo y postestructuralismo, semiótica y comunicología, y que tampoco hizo ascos para dar el salto a la práctica cuando le ofrecieron trastear en las aplicaciones empresariales de su arsenal académico y extraacadémico.

Por formación, lecturas y herencia genética, Juan Cueto bebió de la vieja tradición de una letra que empezó a escribirse mucho antes del big-bang de la Galaxia Gutenberg. Sabía de filosofía, de tradiciones humanistas e ilustradas, de ortodoxias y sobre todo de heterodoxias y de heterodoxos (Los heterodoxos asturianos, 1977). Sabía también de periodismo: del ponerlo en práctica (Asturias Semanal, los artículos-brújula de La caverna del dinosaurio que luego se hicieron canónicos en El País de los 80) y del reflexionar en batiscafo sobre el periodismo. Con la misma profundidad, pero esta vez disfrazado de barrenero, fue capaz de revolucionar los tópicos y los tipismos de su suelo natal con una entonces casi subversiva Guía secreta de Asturias (1974). Cató todas las modernidades y encabezó todas las posmodernidades; sobrevoló todas las progresías (que, ya que no inventó, sí bautizó); se infiltró en todas las contraculturas y en todas las movidas; escribió guiones y protagonizó cameos. Con todo lo que saqueó de esas incursiones fue capaz de armar singladuras como la de Los Cuadernos del Norte, posiblemente la más relevante aportación de la cultura hecha desde Asturias de la Transición a esta parte.

Después de destripar nuestro televisor y de enseñarnos que dentro de él había mucho más incluso de lo que solíamos acumular más o menos decorativamente sobre él, se pasó del underground al mainstream de vangurdia y de la agitación cultural a la explotación corporativa de las pantallas recién liberalizadas con el Grupo Prisa. Bajo el signo de una cruz que no era la de los Ángeles sino la de la adición -la actitud más típicamente cuetiana- predicó Canal +: la heterodoxia y una tele de pago por toda Europa. De paso, hizo bizquear decenas de miles de no abonados para descifrar aquellas madrugadas de porno codificado.

Después, poco a poco, fue replegándose ordenadamente a su fortín gijonés Villa Ketty, llevándose los primeros disgustos serios con la salud, atendiendo con una jovialidad tan expansiva y quizá ya algo fatigada a quienes seguían frecuentando su conversación panorámica y su agudeza. Y también, y no sin una caústica melancolía, asumiendo que el combustible que mueve los motores de hiperespacio que le adelantaron a toda su quinta también podían acabar siendo insuficientes para mantener las frenéticas turbinas que requiere el viaje por el espacio digital tras el estallido de las mal llamadas redes sociales. Un universo que ni supo (ni seguramente hubiese querido) anticipar.

Juan Cueto fue a la vez cronista y testimonio viviente de una época (y de una épica, visto desde la astenia cultural del presente). Eso que suele llamarse «un sabio de su tiempo». De un tiempo que, como él ya había adivinado hace unos años con una mezcla de estupor, hastío y humildad, ya no era hoy el suyo. Queda como un clásico de la posmodernidad a la española.