«No te preocupes, mientras esté cerrado, no te voy a cobrar»

La Voz REDACCIÓN

ASTURIAS

Pilar Canicoba

Vidalina, una gijonense ya jubilada, tiene un bar en alquiler, y ha decidido no cobrar nada mientras este deba permanecer cerrado

21 mar 2020 . Actualizado a las 14:50 h.

Santi, que no pudo terminar las gestiones para instalar la terraza en su bar de Madrid, se levantó el martes con un wasap de su casera: «No te preocupes, estás exento de pagar el alquiler en abril». A 300 kilómetros, en Zaragoza, Félix le dijo a su inquilina, ahora sin trabajo: «Estos dos meses no me los pagues». Ejemplos de solidaridad en un momento en el que el estado de alarma por el coronavirus ha sembrado de incertidumbre las casas de muchos ciudadanos que se han quedado sin trabajo o han tenido que bajar la persiana en sus negocios y tienen que seguir pagando el alquiler. Más allá de las medidas tomadas o por tomar de administraciones locales en materia del alquiler, historias como las de Santi, Félix, Juanjo y Vidalina, o Ana y Jorge enseñan, probablemente sin quererlo, que echar una mano al de al lado, para quien pueda permitírselo, es más necesario que nunca.

Juanjo y Vidalina: «mientras dure esto, no nos pagues nada»

Esta semana la madre de Juanjo, Vidalina, le llamó. Había estado hablando con Isabel, que les tiene alquilado el bar desde Navidad y que «estaba, la pobre, fastidiada, por el tema del dinero», y le dijo: «No te preocupes, mientras esté cerrado, no te voy a cobrar». Desde el salón de casa, donde sus hijos pequeños corretean y le reclaman constantemente, Juanjo habla orgulloso de su madre, ya jubilada. Para él, dice, «es un ejemplo». «Entiendo que pueda haber gente que a lo mejor dependa de cobrar ese dinero para vivir, pero mis padres están jubilados, pueden permitírselo», relata Juanjo, que habla con cierta emoción de ese bar del barrio de la Calzada, en Gijón, antes regentado por sus padres, donde se crió.

Santi: «tengo una suerte impresionante»

Tras tomarse unas pequeñas vacaciones en Hervás (Cáceres), Santi estaba haciendo gestiones para abrir la terraza de su bar «de barrio», en plena Ronda de Segovia de Madrid, cuando le pilló el cierre obligado: «Al final ni abrí. Una putada». Pero el giro de guión vino el martes, cuando miró su móvil: «Me levanté el otro día y (mi casera) me había enviado un wasap. Que no me preocupara, que estaba exento de pagar el alquiler el mes de abril». «Tengo una suerte impresionante», cuenta. Un gesto que, admite, no le sorprendió demasiado porque su casera es «la bomba», y que le viene como agua de mayo porque, aunque reconoce, según cuenta Efe, que su situación no es tan mala porque no tiene empleados, «los de la hostelería vamos a ser de los más damnificados».

Félix: «ojalá cunda el ejemplo entre los que podamos permitírnoslo»

Con el dinero que gana por alquilar su piso en Zaragoza, Félix paga la residencia de su madre, de 94 años. Pero, cuando empezaron las restricciones, no dudó en marcar el número de su inquilina: «Le dije: estos dos meses, no me los pagues». «Es algo que me salió, no me arrepiento. Si yo puedo, ¿por qué no lo voy a hacer?», explica restando importancia a esa actuación que a buen seguro quitará muchos quebraderos de cabeza a su inquilina, una cocinera separada y con tres hijos.

Félix es consciente de que hay muchos que no se pueden permitir perdonar el alquiler porque su economía depende de esos ingresos, pero pide que «cunda el ejemplo» entre quienes sí puedan hacer ese esfuerzo: «Todos tenemos una incertidumbre total, ¿qué vamos a hacer? Pues ayudarnos unos a otros».

Ana: «me dijo que tenía una casa libre, que no lo dudara»

El de Ana es un caso distinto, pero también muestra que hay personas que intentan hacer un poco menos duro el encierro del otro. A ella, que sufre de claustrofobia, nunca le había entrado el «yuyu» del agobio porque no solía coincidir mucho tiempo en casa con su pareja y su niña de dos años. Sin embargo, comenzó a sentir «angustia» poco antes del estado de alarma que obligó al confinamiento, cuando ya se empezaba a extender ese «quédate en casa», un lema que Greta, su hija, como la mayoría de niños, ni entiende ni quiere entender. «Solo veo paredes», llegó a decirle a un compañero de trabajo y amigo.

Jorge, así se llama su amigo, no dudó: «Me llamó dos o tres veces. Que no nos lo pensásemos, que le habían anulado todas las reservas de marzo y abril en la casa que alquila en Teo (A Coruña), a escasos kilómetros de la nuestra, y que nos trasladásemos allí». «Estoy agradecidísima», confiesa Ana, aunque con cierto apuro, consciente de que su historia es menos grave que la de muchos otros.