-Durante la Segunda Guerra mundial las mujeres americanas pudieron entrar por primera vez en masa al mercado laboral y ocupar puestos hasta entonces reservados a los hombres, que estaban en el frente. La Guerra Civil también cambió esos roles de género en España, al menos eventualmente, ¿verdad?
-Efectivamente. La Guerra Civil en el bando republicano es contradictoria en el sentido de que comienza con algo muy rupturista y simbólico, como son las milicianas. Hacia otoño del 36 todas las organizaciones empiezan a mandar a las mujeres a la retaguardia, en una división sexual del esfuerzo bélico. Los hombres a pegar tiros y las mujeres a la retaguardia. Esto es algo en lo que participan todos. No hay excepción. Digamos que la guerra comienza con un avance muy fuerte de las mujeres y se produce luego ese retroceso, pero es verdad que en esa retaguardia también se produce una revolución femenina. A medida que avanza el conflicto bélico más mujeres empiezan a trabajar en las fábricas, como enfermeras, cuidadoras de niños, en las telecomunicaciones… esa incorporación al espacio público y al trabajo remunerado, que había comenzado en los años 30, se ve acelerada por la guerra. Además, las organizaciones antifascistas contribuyen a aumentar la marcha de ese proceso. Se hace una propaganda muy activa orientada a que las mujeres estén en las fábricas, de alguna forma con la idea también puesta en que si se implican en el esfuerzo bélico también se van a beneficiar en la paz.
-De hecho, en el 36, La Pasionaria les dice a las milicianas, «no queremos recibir la victoria como un regalo de los hombres, sino como algo que nosotras también conquistamos». No obstante, poco después la propia Pasionaria evoluciona a un modelo femenino más tradicional: el de la madre protectora y sufridora de una patria en guerra ¿A qué cree que se debió este viraje?
-Yo creo que el PC es un partido muy hábil manejando la propaganda y descubre que el potencial de Pasionaria está en su mezcla de tradición y ruptura. Por un lado es una mujer que asume un rol muy destacado en la guerra, que arenga a las masas y tiene un componente muy rupturista de mujer que cuenta con un protagonismo público muy grande, haciendo tareas tradicionalmente destinadas a los hombres. Pero al mismo tiempo hay un elemento de mujer tradicional y madre. Esa combinación la hace irresistible y es uno de los potenciales de Dolores Ibárruri. Era muy convincente que ese discurso y protagonismo lo tuviera una mujer cuyo aspecto era tradicional de clase obrera. Luego, efectivamente, empieza a interpretar ese papel de la madre de los soldados en la retaguardia. Se convierte en una suerte de Agustina de Aragón antifascista, que le disputa la maternidad a la derecha. Por eso también el otro bando la odia tanto, porque capta la eficacia del personaje.
-En este sentido, su presencia en el frente y su capacidad como oradora la hicieron un icono comunista internacional, prácticamente al nivel de Lenin o Stalin.
-La guerra la catapulta a una fama internacional. Tiene una estatua en Glasgow, su biografía está traducida a todos los idiomas y en la URRS había una auténtica veneración por ella, también por el hecho de que su único hijo varón muere en la batalla de Stalingrado, lo cual para ella fue un sufrimiento enorme pero que termina de redondear el personaje. Obrera, autodidacta, mujer, que logra llegar a la cima del comunismo y, aparte, ofrece un hijo a la causa de la gran guerra patria. Solo había algo que podía ensombrecer esa figura, que fue su relación amorosa con Antón, un hombre catorce años más joven.
-¿Cómo fue su vida en el exilio?
-Tras el exilio pasa por varias fases. Inmediatamente tras la Guerra Civil pasa por un tiempo casi de depresión y circunstancias muy duras en lo personal, como la muerte de su hijo. Son unos años muy duros. También está la necesidad de romper con Antón, porque más o menos el partido se lo impone. Luego tiene el regreso a Francia, donde vuelve a jugar un papel importante. Pero ahí, y es una idea que comparto con Vázquez Montalbán, creo que su punto fuerte nunca fue el de Secretaria General. Era una gran movilizadora, le encantaba el contacto con las masas y se desenvolvía muy bien. En el exilio se va acomodando a otra vida. La Unión Soviética estaba muy lejos de España y, progresivamente, se va convirtiendo en una figura más simbólica que ejecutiva. Ella en ocasiones se resiste a esto, porque hay veces que quiere ejercer de Secretaria General, pero también pasa por una enfermedad que está a punto de matarla. En un acto de realismo, en los 60, cede el testigo a Carrillo que, al contrario que ella, está como loco por asumir la secretaría.
-¿Cómo fue la relación de la Pasionaria con la cúpula del PCE?
-Creo que ella no se fiaba mucho de Carrillo, lo cual era lógico porque era un tipo muy ambicioso que tenía unas ganas locas de ser Secretario General. Monta una especie de partido dentro del partido con los antiguos miembros de las Juventudes Socialistas Unificadas. En un primer momento Dolores Ibárruri trata de frenar esas ambiciones pero luego, ya cansada, en un ejercicio de realismo le deja el partido y ella se dedica a ser una abuela que vive cómodamente en Moscú, que puede darles a sus nietos el tiempo que no pudo darle a sus hijos. En ocasiones la mandan a Vietnam, China o Cuba, donde queda hechizada por Fidel Castro, un «enamoramiento» que es mutuo. Ella es bastante fiel al centralismo democrático y asume disciplinadamente todos los giros políticos que va dando Carrillo sin rechistar demasiado. Luego, en los años ochenta, mientras que Carrillo no admite que su tiempo ha pasado y trata de seguir en primera línea de la política montando su partido, ella asume que le toca ser la guardiana de las esencias. Se lleva bien con Gerardo Iglesias, conoce a Anguita cuando ella ya está muy mayor…
-Tras su regreso a España fue elegida nuevamente diputada por Asturias en las primeras elecciones democráticas, pero ¿se puede decir abiertamente que su papel como política fue entonces ya más simbólico que real?
-Sí, pero ese papel simbólico ya comienza antes. Pasa tres décadas interpretándolo muy bien. La organización asturiana consideraba un error presentarla como diputada, porque estaba muy mayor. Cuestiones como la crisis de Ensidesa, el estatuto de Autonomía o la oficialidad del asturiano le quedaban tremendamente lejanas, con lo cual no puede hacer un gran trabajo como parlamentaria. Lo que sí hace es regalar a la Transición una imagen simbólica muy potente, que es la continuidad entre las cortes republicanas y las del 77. Esa fotografía icónica de ella bajando las escaleras del Congreso con Rafael Alberti le hace un gran favor a la democracia española, porque de alguna forma le da una pátina de legitimidad y una cierta continuidad. Dibuja un nexo entre el 36 y el 77. Había otro diputado, por cierto, que también lo había sido en el 36. Manuel de Irujo, del PNV. Lo que pasa es que era muy poco conocido. Ese día la imagen es La Pasionaria. A ese «coco» que había dibujado el franquismo, como Diputada de más edad, le toca estar en la presidencia. También es el momento del apretón de manos con Adolfo Suárez, momento con el que abrimos el libro, y que es icónico. Hay un cierto punto de premio de consolación y justicia histórica en el hecho de que una mujer a la que el fascismo echó del escaño en el 36 pudiese volver de nuevo más de 40 años después.
-¿Cree que la Pasionaria llegó a ser consciente de su poso histórico?
-Sí. Desde el primer momento ella es consciente de que es leyenda y actúa como tal, cuidando ese legado. Escribe unas memorias que cuentan unas cosas y omiten otras pero, sobre todo, quiere que la quieran. No se dedica a hacer el ridículo como Carrillo, con experimentos que fracasan totalmente. Donde el partido la manda, allá va ella. Es sabedora de que va a pasar a la historia y desea hacerlo de la mejor forma posible, lo cual es muy normal.
-¿Cuál es el legado hoy de Dolores Ibárruri?
-A mí me interesa esa parte de que, a través de la lucha y la cultura, la gente de clase trabajadora puede llegar a tener una comprensión de su papel en el mundo y de cómo pueden intervenir para cambiarlo. Luego, en un momento como este de impulso feminista tan grande, está bien que rescatemos estas figuras de un cierto feminismo obrero. Ella nunca se definió con ese término, porque para La Pasionaria tenía unas connotaciones burguesas, pero fue pionera en la defensa del aborto, de los derechos de las mujeres de clase trabajadora, de la necesidad de emancipación económica femenina para independizarse de sus maridos... no se puede hacer una genealogía del feminismo donde solo existen unas señoras de clase media preocupadas por el derecho al voto. Este país tiene una historia de feministas que ligaban la lucha por los derechos de las mujeres con la emancipación de la clase trabajadora. Ahí están La Pasionaria, Federica Montseny, Mujeres Libres, Mujeres Antifascistas… está muy bien que conozcamos ese otro feminismo de clase obrera y trabajadora, que entendía que esa emancipación de las mujeres no solo pasaba por una cuestión de igualdad de derechos en las leyes, sino también por grandes transformaciones socioeconómicas.
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