Roberto Jardón, el Luthier filósofo asturiano que exporta violines a Europa

Manuel Noval Moro
Manuel Noval Moro REDACCIÓN

ASTURIAS

Roberto Jardón
Roberto Jardón

Este avilesino es un luthier reconocido en todo el mundo

04 may 2025 . Actualizado a las 05:00 h.

A Roberto Jardón le encanta la música clásica desde que era casi un niño: «Me volvía loco; sobre todo, los instrumentos de cuerda». Pero este avilesino, al contrario que la mayoría de los amantes de las obras clásicas, no se convirtió en intérprete o en melómano puro. Siempre había tenido interés por la ingeniería, por la relojería de cuerda, por el funcionamiento de los instrumentos y las máquinas, y al final acabó haciendo su oficio de la fabricación. Hoy es un luthier reconocido en todo el mundo. 

Estudió filosofía, pero todo el tiempo tuvo en mente el proyecto de hacer un violín. Él asegura que ambos mundos acabaron confluyendo porque en la mirada filosófica «hay muchas aproximaciones a la luthería». Cada luthier tiene su punto de vista, y el está adscrito a la corriente científica, el estudio técnico de la estructura, las mediciones acústicas. Esta rama tiene una buena retroalimentación con la filosofía.

 Desde el principio, se sintió atraído por la parte estructural, por cómo hacer que funcionen los instrumentos. «Siempre me llamó la atención cómo funcionan los instrumentos, el rendimiento acústico de un violín me sigue impresionando; me parece milagroso que una caja de madera de 450 gramos pueda llenar con su sonido un auditorio de 2.000 localidades».

 Ha profundizado en el estudio de la acústica, y es asiduo de encuentros internacionales de esta disciplina. También se ha extendido en la psicoacústica, que son los estudios de la percepción del sonido. Sigue interesándose por ese milagro que es el sonido, que implica un emisor y un oído atento.

Tenía 23 años cuando empezó a construir violines en un taller de Oviedo. Allí estuvo cuatro años y posteriormente trabajó también con restauradores, y acudió a incontables seminarios y congresos en todo el mundo. Desde entonces ha construido unos 80 violines. Todos ellos, con sus aciertos y pequeños fallos, son hijos suyos, y a todos los aprecia. «Creo que suenan bastante bien». De su primer trabajo tiene un recuerdo nítido: «Si cayese en mis manos el primer violín que hice, lo reconocería perfectamente. Son muchos detalles. Las tapas se esculpen, no son de madera deformada, cuando las tallas pasas mucho tiempo decidiendo las formas que tienen y te acuerdas», explica.

Actualmente sigue viajando a congresos y seminarios, pero también consigue que el mundo venga a su casa. En su taller de Avilés celebra encuentros con otros luthiers. Recientemente organizó uno al que acudieron fabricantes y restauradores llegados de Italia, Esolvenia, Alemania y los Países Bajos.

Después de varias décadas de oficio, trabajo no le falta. Eso sí, la pandemia del COVID-19 supuso para él un antes y un después. Hasta entonces, hacía violines por encargo, y tenía largas listas de espera. En aquel momento, decidió que no aceptaría más encargos, que haría los instrumentos y si alguien se quería hacer con ellos, que se los comprase.

Así funciona actualmente. Hace en torno a cuatro o cinco al año. «Por suerte, los vendo muy rápido, porque hay gente interesada», señala. Aunque hay algún comprador local, la mayoría de los violines se los compra gente de otros países de Europa. Una vez que termina uno, lo cierto es que no le dura mucho en el taller. Vienen a probarlo y, normalmente, se lo llevan.

Ese es un momento bueno para él, no solo por la venta sino también por la música. Gracias a su oficio, ha tenido la ocasión de escuchar en directo, en su propio talle, a violinistas de una gran altura artística, algo que compensa lo poco que su tiempo le permite ir a conciertos.

Suele hacer varios violines a la vez y los tiene casi listos al final del verano. Para ello, trabaja en su taller, asistido por un equipo, entre 50 y 60 horas a la semana. Pero no es solo construcción sino también trabajos de restauración. La mayoría son instrumentos históricos, que tienen más de 100 años y que requieren unos criterios de ética de conservación que, por supuesto, cumple a rajatabla.

Roberto Jardón está alineado con el consenso general que señala los violines fabricados en los talleres de Cremona (Italia) entre los siglos XVII y XVIII como los mejores del mundo.

Ha tenido el privilegio de tener en sus manos alguno de ellos. Y uno de los hitos de su labor científica está relacionado, precisamente, con un violín de Estradivari: el instrumento que el gran violinista Pablo de Sarasate donó al Conservatorio de Madrid, y que está considerado como uno de los 10 mejores del mundo. El músico había donado otro al Conservatorio de París, pero Jardón, y muchos de sus colegas, consideran que el que recaló en Madrid es de mucha mayor calidad. Su taller publicó dos artículos y un estudio muy completo de este instrumento.

Hizo también un estudio junto con la Escuela de Luthería de Bilbao sobre la influencia de la anchura de los arcos en las violas. Y un experimento muy ambicioso con la escuela de Bilbao, Cambridge y la Sorbona, que consistió en hacer dos violines lo más idénticos posible para una muestra de control. Se trata de hacerlos con madera idéntica y una curvatura idéntica para hacer mediciones acústicas y comprobar cuánto se pueden acercar uno a otro en reproductibilidad.

Asegura que los suyos son los dos violines más parecidos que hay hasta la fecha. Porque, normalmente, cada violín tiene un carácter, unas características, no solo por sus dimensiones y el material sino por la hechura. «Las tapas se afinan como las placas de un vibráfono o una marimba, y tienen una frecuencia de resonancia que es como la huella acústica del instrumento completo».

Es un trabajo arduo pero muy satisfactorio. Y además, nunca falta la música en el taller. En los altavoces construidos por él mismo, suenan todo tipo de obras, entre las que no pueden faltar algunas de sus favoritas, como el concierto para dos violines de Bach o las sonatas para piano y violín de Beethoven.

Los altavoces y los instrumentos de arco son las dos caras opuestas de la dimensión acústica, por eso despiertan tanto interés en Jardón. Los instrumentos de arco tienen una caja muy activa, de la que debe salir todo el colorido de la música, mientras que en los altavoces, ocurre lo contrario: la caja ha de ser inerte, no puede sonar nada para que la membrana sea la protagonista absoluta del colorido musical.

Unos y otros contribuyen a que Roberto Jardón dé rienda suelta a su pasión por ese espacio en el que confluyen la física, el arte, la tecnología y, también, el enfoque filosófico. Gracias a esta confluencia, él disfruta de su oficio y sus violines duran muy poco en el taller.