El otro gran robo que sufrió la Catedral de Santiago

Xurxo Melchor
Xurxo Melchor SANTIAGO

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XOAN A. SOLER

En mayo de 1906, unos ladrones se llevaron de la capilla de las Reliquias la mayor y más antigua joya del tesoro: la cruz donada por el rey Alfonso III

20 jul 2021 . Actualizado a las 01:13 h.

Acaban de cumplirse diez años del famoso robo del Códice Calixtino en la Catedral de Santiago. Afortunadamente, la Policía Nacional lo recuperó justo un año después y detuvo al ladrón, Manuel Fernández Castiñeiras, que se lo llevó para vengarse del deán José María Díaz por no haber frenado su despido tras 25 años trabajando como electricista en el templo. No hay objeto más importante en la basílica compostelana, y no solo por su enorme valor histórico-artístico, sino porque el libro es la misma esencia del Camino, del culto al Apóstol y de las peregrinaciones. Pero este año también se celebra otra triste efeméride, el 115 aniversario de otro gran robo mucho menos conocido y que además quedó sin resolver: el de la gran cruz de oro donada por el rey Alfonso III de Asturias.

Corría el año 874 cuando Alfonso III, llamado el Magno, y su esposa Jimena peregrinaron a Santiago para mostrar su enorme devoción por el Apóstol. A su llegada a la iglesia de Santiago, cuya restauración él mismo había encargado y promocionado, entregó como ofrenda una hermosísima cruz de oro. En Compostela era obispo Sisnando y la donación quedó en lugar destacado en la capilla de las Reliquias durante once siglos, hasta que un fatídico 6 de mayo de 1906 unos ladrones se la llevaron y nada más se volvió a saber de ella. Era la joya más antigua y venerada del tesoro y su pérdida fue irreparable. Tanto, que el profundo hueco material y espiritual que dejó el robo hizo que en 1917, cuando ya se perdió toda esperanza de recuperar la cruz, la Catedral mandase construir una réplica que preside hoy en día el retablo de la impresionante sala. En el 2004, el Xacobeo encargó otra copia de gran calidad que está expuesta en el Museo das Peregrinacións.

Cuentan las crónicas periodísticas de la época que el robo se produjo en la noche del domingo 6 de mayo y que fue descubierto a la mañana siguiente «al dirigirse a eso de las nueve el canónigo Sr. [José María] Abeijón de Seárez, acompañado de un capellán, a abrir la capilla donde se guarda el soberbio relicario para que pudiesen visitarlo los fieles», relataba en su portada La Voz de Galicia el redactor-corresponsal A.Taboada Rivas.

Nada más entrar, el canónigo descubrió que «sobre la mesa del altar había unos tornillos, que faltaban dos cruces y que una imagen del Apóstol se hallaba sin la aureola o nimbo», añadía la crónica, que ocupaba el lugar más destacado en la portada del periódico e incluso estaba ilustrada con un grabado. Como erróneamente se pensó inicialmente en el caso del Códice, la principal hipótesis de la investigación fue un robo por encargo, porque los ladrones dejaron allí objetos que, por su contenido en oro, plata y piedras preciosas, habrían sido más lucrativos y se llevaron otros de gran valor histórico-artístico como la cruz de Alfonso III. «No se cuidaron las ratas de las cosas de importancia material; no se preocuparon de aquello que podía serles de más lucro después de fundido; como personas inteligentes, que conocen el valor artístico, arqueológico e histórico de las cosas», se lamentaba Taboada Rivas de que los cacos habían ido directos a por la cruz.

Al contrario que en el caso del Códice, donde desde el principio hubo muchas pistas de las que tirar y también muchos sospechosos a los que investigar —entre ellos el propio ladrón—, en el robo de la cruz de Alfonso III nunca jamás se pudo esclarecer la desaparición de esta joya. El intelectual gallego Xosé Filgueira Valverde llegó a decir que los autores del golpe podrían ser unos ladrones de origen marsellés que a principios del siglo XX estaban en Santiago y que podrían haber actuado por encargo.

El 10 de mayo de 1906, en una nueva crónica periodística en primera página de La Voz, Taboada Rivas ya comenzaba diciendo sobre el robo «todo sigue igual». Y, por desgracia, así ha permanecido 115 años después. «Nada, pero absolutamente nada, llegó a descubrirse respecto al robo de que di cuenta con precisión de detalles en mi correspondencia anterior, por manera que desde la autoridad judicial y los agentes que comparten con ella la penosa labor de descubrir el delito, hasta el último santiagués, estamos a igual altura en lo que respecta al suceso que es tema obligado estos días de las conversaciones en tertulias y cafés», explicaba el corresponsal, que añadía lamentándose «se carece de un norte, de una guía, de lo más nimio que pueda servir para encontrar la punta de este ovillo rateril, que cuidaron bien de enmarañar sus autores».

Y es que la escena del crimen parecía preparada para despistar. Los barrotes de hierro de uno de los ventanales de la capilla aparecieron serrados y una cuerda con nudos caía por ella, aunque nunca se creyó que pudiera haberla utilizado para huir por allí. Más bien parecía que los ladrones se movieron con soltura y con llaves por el interior de la Catedral sin necesidad de forzar puertas.

Sin puertas forzadas y sin que los vigilantes se percatasen de nada

Además de apuntar a un encargo directo, el robo de la gran cruz de oro de Alfonso III el Magno mostró claros signos de que fue perpetrado por ladrones que o bien trabajaban en la propia Catedral o tenían ayuda de dentro para acceder al templo. Alguna crónica relata que los cacos, aprovechando la noche, accedieron a las cubiertas a través de la zona de la Corticela, por el punto en el que hoy en día hay una reja con pinchos y que una vez allí cruzaron hasta el lado contrario para allanar la capilla de las Reliquias serrando la verja metálica y rompiendo el cristal de uno de los ventanales.

En La Voz, el periodista Taboada Rivas relataba que se sospechaba que los ladrones se habían quedado escondidos dentro de la Catedral «después del anochecer, eludiendo la requisa, subidos a alguno de los altares u ocultos tras los muchos rincones que hay en la iglesia» para entrar después en la capilla de las Reliquias «con llaves falsas que de antemano confeccionarían» porque en las dos puertas que había que atravesar para llegar a la sala no había signos de violencia. También resaltaba que los guardias, «Antonio Pomar y Antonio Casal, no oyesen ruido alguno durante la noche».