León Benavente: el fuego y la palabra

J. C. Gea GIJÓN

CULTURA

Abraham Boba, en un momento del concierto de León Benavente en Metrópoli
Abraham Boba, en un momento del concierto de León Benavente en Metrópoli

El cuarteto volvió a Gijón, donde se gestó el grupo, para un concierto intenso en el que contó por igual la contundencia instrumental que el poder de comunicación de las letras de Abraham Boba

05 jul 2017 . Actualizado a las 17:22 h.

En Gijón, León Benavente juegan en casa. Son conscientes de ello, y Abraham Boba lo dejó bien claro en uno de los (escasos) respiros de su arrasadora hora y pico de tormenta seca y mensajes de luz en la noche metropolitana. El rock los crió y Nacho Vegas los amontonó. «En Gijón empezó todo» -proclamó Boba-, y por eso cada concierto en la villa es «especial y mágico» para ellos. Quizá pudo serlo incluso un poco más si esta vez Gijón hubiese correspondido con un poco más de entusiasmo: se vio más generosidad y entrega sobre el escenario que frente a él. Esa asimetría se hizo más palpable a partir de la mediatriz trazada a la altura de la preciosa Estado provisional y después de que el maestro de ceremonias advirtiese: «Ahora, una balada, y luego a quemar Metrópoli».

Fue dicho y hecho. Si la primera parte, encabezada por la programática ironía de Tipo D, fue algo así como un cortejo de reconocimiento, un ritual de guiños y apretones de manos entre viejos conocidos, el segundo acto buscó ya el cuerpo a cuerpo en una tempestad de puro rock en la que, sin perder un ápice de su perfección y exactitud, las composiciones de sus dos álbumes y otras del reciente EP En la selva bajaron al mundo, adquirieron las tres dimensiones y la carnalidad fibrosa, elegante y, por momentos, muy salvaje que León Benavente consigue en directo.

Ellos, pues, cumplieron con su promesa y ardió Metrópoli con la banda hecha una piña ante la excelente instalación luminosa que XLR Producciones les ha diseñado, una muralla cambiante de luz que traza dibujos y parece mandar señales desde el fondo de escenario con treguas en malva y dorado. El público fue de combustión más lenta. Y no por desinterés. Todo lo contrario. Como a misa estaban; incluso cuando esperaron el bis casi como quien espera la bendición final de la liturgia antes de retirarse, porque nadie se hubiese marchado del ferial «Luis Adaro» sin dejarse poner el vello de punta con Ser brigada, esa retahíla perfecta.

Actitud de escucha

¿Qué pasó entonces? La hipótesis es que León Benavente deja a la peña en una actitud de fascinada escucha, más cuanto más se aleja uno del influjo del escenario. De la torre de sonido para atrás casi nadie bailaba, pero tampoco andaban de jarana o dándole al palique: escuchaban lo que la banda tiene que transmitir. Puede que también ayudase la presencia de tantas canas entreveradas como las hay en los rizos de Abraham Boba. Algunos de estos veteranos, evidentemente neófitos e incluso acompañados por hijos ya iniciados, intercambiaban visajes de sorpresa por el hecho de estar ahí parados en mitad de una noche festivalera prestando atención a las letras de la banda, esos artefactos cristalinos de fraseo impecable que Boba pule con precisión de tallador de lentes. Casi como si estuvieran en el concierto de un cantautor. Salvo que uno no se divierte tanto con los cantautores, ni los cantautores hacen tanto y tan buen ruido.

«Las canciones se hacen para comunicar algo, e intentamos ser muy certeros con la información que damos y cómo la damos, no es tanto por los temas como por una perspectiva determinada para escribir sobre ellos», explicaba Boba unas horas antes, arrellanado en el sofá un poco perdulario del guitar-bus de Gibson, rumbo a unos culinos en Lavandera. Eso explica el efecto de canciones como Gloria, ese espejo convexo en el que estos españoles salimos tan poco favorecidos, o de Habitación 615, con su autobiografía panorámica y su mezcla de narrativa en tiempo real, atmósfera y intensidad: como para dejar tocado del ala a quien no las haya escuchado nunca, y más en directo.

Porque son canciones que quieren ser sobre todo escuchadas desde el área del lenguaje tanto como desde el resto del cuerpo. A este se encargan de interpelarle, en trabada complicidad con las letras, la doble máquina del pulso de reloj atómico de César Verdú en la batería y el bajo de Eduardo Baón (¿es posible que a ratos, por debajo de su contundencia, recordase incluso la exquisitez de Mick Karn?), con la guitarra de Luis Rodríguez dándoles un músculo capaz de saltar sin sentir de las síncopas del funk a unos perfumes del Paint it Black o ¿el Pozu Maria Luisa? El cuerpo recibe su mensaje, sin duda, pero el cerebro le dice «estáte quieto un momento, anda, que tenemos que escuchar las letras». Como si uno, incluso cuando se las sabe, temiese perderse algo en caso de sumarse sin condiciones al dinamismo de Boba o al corear alguno de los himnos que el grupo ya ha dejado para los archivos generacionales. En realidad, está en el programa genético de la banda.

Aclaraba además el cantante y teclista que sus canciones se hacen como se hizo el propio grupo: de un modo natural, orgánico, por precipitación, por agregación, no por ensamblaje. Nada de premeditación ni alevosía. « No es una melodía más una letra más una armonía; todo está sumando, y al final ves si la canción está más vacía o más llena». Esto último puede decirse de todas las que interpretaron anoche y de todas las que han grabado hasta el momento; suenan, en efecto, llenas, y más en un directo donde todo y todos juegan en pie de igualdad.

El fuego y la palabra

Todo esto no significa que León Benavente vayan de predicadores ni de portavoces del espíritu de los tiempos, algo que rechazan de plano. Les horroriza, de hecho, como si supieran que cuando se ha cruzado el ecuador de los 40 y se siguen componiendo canciones en código rock y subiéndose a un escenario a interpretarlas es relativamente fácil ponerse estupendo, sacar el púlpito y escupir admoniciones. Hay que cuidarse mucho de convertirse en alguna versión de «justo esos en los que estáis pensando» a los que la banda dedica la cáustica Maestros antiguos, que sonó con todos los fustazos de su sorna. Nada de banderas ni portavocías. Incluso cuando puede parecerlo desde fuera, como en la épica interpretación de La palabra, uno de los momentos más conmovedores del concierto, con Boba transformado en una mezcla de apóstol y capitán Nemo en su órgano, con la banda envolviéndolo en fuego. No es tal. Lo que se predica en realidad es lo contrario de un sermón: fe en el poder de transmisión de las palabras, pero también desconfianza hacia lo que la mala fe puede llegar a hacer con ellas.

Por edad y por millas, estos cuarentones muy conscientes de serlo acumulan suficiente sabiduría -musical y sobre todo vital- como para esquivar todos esos peligros. A cambio, se siguen tomando los compromisos del rock tan en serio como si no hubiesen pasado todavía por la EBAU. También son conscientes de lo improbable que ha sido llegar a esa combinación de inocencia y experiencia, de lo raro que es encontrar «cuatro tipos de 40 años que se juntan y tocan como si estuvieran al principio». Porque normal, al fin y al cabo, es que pasada esa edad el rock sea, en el mejor de los casos, la impostura consentida por todas las partes, la prórroga autocondescendiente, un acto de pura supervivencia económica o emocional.

Nada de eso. El resto somos contingentes, pero León Benavente llegan a parecer de verdad necesarios: una banda formada por un alleranu, un murciano, un maño y un gallego que deciden ocupar con su música un no-lugar casi mítico de una ruta medio desahuciada entre Gijón y Madrid. El no-lugar perfecto para hacer algo que había que hacer en la música en española. Como El Pocero, pero al revés: donde lo de Seseña es puro absurdo, avaricia y contingencia y lo de León Benavente era casi históricamente necesario: un precipitado de la música popular electrificada tal y como se ha ido haciendo en este país en los últimos cuarenta años que hacía falta para recuperar a los desengañados de la puerilidad de los ochenta, los descreídos de la liviandad de los noventa y los que echaban de menos que alguien aprovechase de verdad la rabia acumulada en los dosmil y lo que vino detrás. «Enfadarse cuando hay que enfadarse, disfrutar cuando hay que disfrutar», dijeron ayer, a modo de máxima, antes de ponerla en práctica en directo.

En cierto modo, ellos han resuelto a la altura de 2017 lo que no está acabando de resolver la política y la sociedad española respecto a la Transición. Se las han apañado para exhumar y edificar a la vez, y para permitir también que brote con naturalidad lo que había ahí debajo y dejar sepultado lo que así tiene que permanecer. «No hemos llegado aquí por casualidad», se dice en alguna de sus mejores letras, y uno puede llegar a pensar que es un comentario tan autobiográfico como toda Habitación 615. Naturalmente, se puede estar hablando de otra cosa o decirlo con ironía. Pero sospecho que no del todo. Uno se siente reconciliado al echar el alto en León Benavente. «Varias décadas de música se resuelven aquí inconscientemente», se le escapó a alguien en el Gibsonbus. Fue a uno de ellos. Y fue antes de las sidras en el llagar de Trabanco.