Brook y el reto de no aburrir a Shakespeare

Guillermo Guiter
Guillermo Guiter REDACCIÓN

CULTURA

Peter Brook
Peter Brook CLAUDIO ONORATI

«La calidad cultural de estas obras puede provocar en nosotros lo mejor o lo peor. Cuanto más grande es el trabajo, mayor la monotonía y el aburrimiento si la ejecución y la interpretación no están al mismo nivel»

15 oct 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

«El teatro trata de la vida. Éste es el único punto de partida y no hay ninguna otra cosa que sea verdaderamente fundamental». Lo dice Peter Brook, flamante premio Princesa de Asturias de las Artes. De él aseguran los entendidos que es uno de los más influyentes directores de teatro de nuestra época. Y, en su caso, hablamos de una época bien larga y prolífica: Brook, (Londres, 21 de marzo de 1925) llevará pronto en las tablas o cerca de ellas nada menos que tres cuartos de siglo, ya que con apenas 20 años debutó como director.

Vayamos a las raíces. Esta historia comienza en la alborotada y peligrosa Rusia de principios del siglo XX, cuando un ingeniero judío de Letonia, Simon Brook, se enrola en las luchas de los mencheviques contra la tiranía antisemita zarista. Como ya se sabe, después del triunfo de la revolución, el guión acababa bastante mal para casi todo el mundo que no fuera bolchevique y para muchos que sí lo eran. De modo que, tras un paso por la cárcel, Simon se casa con una doctora en ciencias, Ida Jansen, y se exilian a Londres, donde se establecen, consiguen cierto bienestar económico y finalmente nacerá Peter Brook. El joven Peter empieza pronto, como hemos dicho, a despuntar en el teatro. Tanto, que a finales de los años 40, sin haber cumplido los 25 años de edad, ya era director de la Royal Opera House, aunque había fundado antes el Círculo Cinematográfico de la Universidad de Oxford. Después vendrá una fructífera estancia en Francia y luego un constante trajinar por todo el planeta.

Un talento extraordinario requiere, para dar fruto, un trabajo ingente. Y así ha ocurrido en la carrera de Brook que, desde los tiempos de Oxford, ha trabajado y escrito mucho, quizá más que nadie, sobre Shakespeare. Ha dirigido decenas de producciones de este y otros autores en Londres, París, Nueva York…, entre ellas Trabajos de amor perdido, La Tempestad,  El rey Lear, Toca alrededor de la luna, Edipo, Un amor en Florencia y Hamlet, La visita, Marat-Sade, Sueño de una noche de verano, La Tragedia de Carmen de Merimée-Bizet, La danza del Sargento Musgrave, La conferencia de los pájaros, Timón de Atenas, El Mahabharata, El jardín de los cerezos de Chejov… la lista es tan apabullante que parece una enciclopedia de Quién es quién del teatro contemporáneo.

Es imposible separar la biografía de Brook y su trabajo; ese era el comienzo de este reportaje. En un ensayo titulado La astucia del aburrimiento, dice muy certeramente: «Uno va al teatro a encontrar vida. Pero si no hay diferencia entre la vida fuera y la vida dentro del teatro, este, entonces, no tiene sentido. Si aceptamos que la vida en el teatro es más visible, más vívida que la de fuera, veremos que se trata de lo mismo y al tiempo de algo diferente». De su paso por todas, literalmente, las etapas de la dramaturgia europea del siglo XX queda también un grueso poso de sabiduría que le ha despojado de aspiraciones aristocráticas. «Uno puede ir a ver una obra muy banal», dice Brook, «con un tema muy mediocre que sea un gran éxito y produzca mucho dinero, y encontrar allí a veces una chispa de vida muy superior a la que existe cuando la gente se llena la boca con Brecht y con Artaud, trabaja con buenos recursos y presenta un espectáculo culturalmente respetable pero carente de toda fascinación». Fuera mitos.

Por supuesto, no habla en vano, porque «frente a este tipo de representación, se puede fácilmente pasar una noche aburrida viendo algo en lo que todo está presente, salvo la vida. Es muy importante apreciar esto con frialdad, con claridad, impiadosamente, especialmente si queremos evitar ser influenciados por el esnobismo de los así llamados «criterios culturales». Una luz roja para todo tipo de fauna pedante que chapotea en torno a la «verdadera» cultura y un aviso a críticos navegantes».

Pero al mismo tiempo que desdeña el esnobismo, establece su propio criterio de calidad respecto a un montaje, una «chispa» que debería estar ahí... pero no siempre está. «La chispa raramente aparece. Esto muestra hasta qué punto la forma teatral es temiblemente frágil y exigente. Porque esta pequeña chispa de vida debe estar presente en todos y cada uno de los segundos». ¿Es un recordatorio a sí mismo de algún fracaso antiguo o una advertencia a jóvenes directores? «Por eso insisto en los peligros que representa un autor tan grande como Shakespeare. La calidad cultural de estas obras puede provocar en nosotros lo mejor o lo peor. Cuanto más grande es el trabajo, mayor la monotonía y el aburrimiento si la ejecución y la interpretación no están al mismo nivel». Y ahí lo dejaba.