Miguel Bosé: «En los conflictos con mi padre se creó mi carácter»

Iker Cortés

CULTURA

Chema Moya | EFE

El artista acaba de publicar «El hijo del Capitán Trueno», unas memorias que recorren su infancia y adolescencia, a la sombra de un matrimonio de artistas, y llegan hasta el año 1977, cuando se subió por primera vez al escenario

11 nov 2021 . Actualizado a las 18:43 h.

La pasada semana un adelanto de El hijo del Capitán Trueno (Espasa), las memorias que Miguel Bosé (Panamá, 1956) acaba de lanzar al mercado, acongojaba a los lectores. En esas pocas páginas, el artista cuenta cómo a la edad de diez años, su padre, el diestro Luis Miguel Dominguín, le llevó de safari a Mozambique con la intención de hacer de él un hombre.

Al célebre torero no le gustaba que a su hijo le apasionara la lectura y se tirara hasta las tantas leyendo con una linterna bajo las sábanas, ni tampoco que tuviera una sensibilidad más afilada que la del resto.

Aquel viaje era su última esperanza. Nada pudo hacer. Al grito de «eso son mariconadas», Dominguín prefirió no darle las pastillas de quinina que el médico le había recetado para que Miguelito, como escribe el cantante a lo largo de las 480 páginas, no contrajera la malaria. Llegó a caer en coma y casi muere. A partir de ahí, una brecha se abrió entre padre e hijo, pero, reconoce Bosé, también sintió cierto alivio. «Fue liberatorio, completamente», afirma.

Ahora que Dominguín lo había dado por perdido podría ser lo que quisiera. «Ya dije, ¿para qué pelear más? Al año siguiente mis padres se separaron y en pocos meses estalló y se aceleró todo. Creo que probablemente él tenía esa cosa de ver en mí a mi madre», recuerda. «Pero sí, en los conflictos con mi padre se creó el carácter de Miguel Bosé», apunta.

Lanza la reflexión frente a cinco periodistas en la presentación de un libro que nada tiene que ver con la razón por la que en los últimos meses el artista ha sido noticia: su oposición a las vacunas y al uso de las mascarillas en plena pandemia de un coronavirus que, eso sí, «existe».

Antes de que el músico entre en la coqueta habitación del madrileño hotel Orfila ya avisan: «Si preguntáis algo que no tenga que ver con el libro, para la entrevista y se va». La cosa empieza con cierta tensión, aunque se desvanece con la llegada de un Bosé atento, que saluda con un fuerte apretón de manos y una amplia sonrisa -no lleva mascarilla- a cada uno de los presentes.

Las memorias de Miguel Bosé comienzan con un episodio muy dramático al que el músico de origen panameño no puede evitar poner la nota cómica: el momento en el que Lucía Bosé pidió el divorcio a su esposo, tras recorrer los kilómetros en coche que separaban su casa de Madrid de la finca de Villa Paz, en Saelices, Cuenca, con los tres pequeños en la parte trasera y la tata en el asiento del copiloto. Y Dominguín, claro, en plena fiesta.

«Siempre me salgo por la tangente con algo de humor, es una escapatoria», apunta el autor, que desde ese punto y ya de forma cronológica explora, en primera y en tercera persona, su vida, la de su familia y sus primeros amores -Amanda Lear y Helmut Berger- hasta 1977, momento en el que sube por primera vez al escenario. «Ahí empieza la serie de televisión, que comenzará a rodarse en dos o tres meses. Creo que en ese momento se necesita más oír, porque hay banda sonora, y ver, porque hay conciertos. Es un algo mucho más visual, en cambio el detalle sensorial que se sucede a lo largo de todo este libro, las texturas, los olores, las luces, las sensaciones, es algo más difícil de explicar en imágenes».

José Oliva | Europa Press

Bosé era uno de los niños más conocidos de España. Desde crío, su imagen había salido en toda la prensa rosa, sin embargo esta parte de su vida «es totalmente inédita», afirma, «porque no hay ni rastro de relato en la hemeroteca». Una parte crucial para entender quién sería después porque, asegura, «uno es fruto de lo que le pasa en la infancia y en la adolescencia, sin ninguna duda» ¿Y qué le pasó a Miguelito? Pues que tenía dos padres en lo más alto. Afirma el autor de Los chicos no lloran que Luis Miguel Dominguín en aquella época «era dios sobre la tierra» y «uno de los personajes más relevantes en la España del régimen». De su madre, a quien profesa devoción dice, «era la mujer más bella del mundo y una de las musas del surrealismo». Ambas estrellas cruzaron sus caminos, «se enamoraron con una pasión brutal», se casaron y tuvieron una familia, rodeada «por unos personajes inverosímiles, porque ahí están los que hicieron y deshicieron el siglo XX en arte, pensamiento, sociedad y política».

«El problema que tenía Miguelito en aquel entonces -dice Bosé- era sobrevivir a diario a esos dos monstruos sagrados que tanta sombra causaban y tanto eclipse constante creaban. Esa necesidad de sobrevivir era lo que imperaba y el resto ya vendría». Cabe preguntarle si ha acabado perdonando a su padre. «Sí que lo he perdonado. Tampoco había que perdonarlo, porque uno crece y hace cosas peores de las que pensaba que iba a ser capaz. Al final esa genética se traslada y se multiplica por la cantidad de libertades que me tocó vivir desde la juventud en adelante». Y no, sostiene que en las memorias «no hay un ajuste de cuentas, hay simplemente un ejercicio de entender lo que pasó».

«Oye, ¿os importa quitaros las mascarillas?», suelta en medio de una respuesta, parando momentáneamente la entrevista. «Perdón ¿eh?, pero es que veo delante de mí una gente que luego me voy a encontrar por la calle y no voy a saber quiénes sois. Si no queréis, pues lo entenderé. Es que esto de las mascarillas es terrible porque claro te la pegan parece que tengo cinco asaltadores delante de mí pero resulta que tengo a varios conocidos», dice tras reconocer a uno de los interlocutores. «Mejor así», concede.

Hubo un tiempo, explica el artista, en el que Luis Miguel Dominguín quiso estrechar lazos con su hijo. «Un día, le pillé mirándome embelesado. Le dije: 'Quita esa cara de tonto ya'». El diestro le contestó que le parecía imposible que alguien de su familia hubiese llegado a algo sin haberle pedido nada jamás. «Te equivocas», le contestó Bosé, «me has dado cuatro idiomas, unos estudios en el Liceo francés y un entorno espectacular, rodeado de grandes personajes... Y te he robado el ADN».

Cuando un taxista que llevaba a Dominguín le dijo: «Yo a usted le conozco, es el padre de Miguel Bosé», la percepción del torero cambió. «A partir de ahí quiso recuperar el tiempo y se sintió avergonzado porque no supo ver en su momento lo que yo iba a ser. Tal vez vez si me hubiera entendido, yo no hubiese acabado siendo quien soy, porque en esos conflictos se creo el carácter de Miguel Bosé», admite el cantante.

Bosé tuvo la suerte de crecer en una casa rodeado de artistas y cultura, pero, lamenta en el libro, los abrazos «se dosificaban». Por eso ahora su casa «tiene todo aquello» que de alguna manera le faltó. «Mis hijos a veces me dicen que soy un pulpo, pero es que como que tengo que recuperar los abrazos y ese cariño perdido». Y va más allá: «Probablemente de haber vivido en una casa diferente, yo no hubiese sido quien soy, probablemente no tendría el mismo carácter, porque creo que en las dificultades se forjan mucho más los caracteres que en las bonanzas».

De Picasso a Deborah Kerr

Uno de los momentos más duros del libro es cuando relata los días de su madre durmiendo en la calle. «Aquella imagen caló muy hondo, fue terrible, devastador». Pero hay momentos más amables. Bosé guarda un cariño muy especial a Ava Gardner, una de las mejores amigas de su madre. «Era una mujer que nos fascinaba mucho. Cuando venía a jugar con nosotros en el chalé de Somosaguas, se descalzaba, se tiraba al suelo, extendía sus vestidos e iba siempre peinada con esa belleza extrema... Le jodía muchísimo que le dijeran 'el animal mas bello del mundo', decía: 'Yo no soy un animal, malditos, soy una mujer'. Tenía esa cosa de poderío y fascinación que tienen los felinos y ella jugaba con nosotros y jugaba bien, nos dedicaba tiempo y atención».

El cantante tiene una teoría y es que los niños recuerdan a las personas de la infancia y las separan en dos categorías, los que juegan con ellos y los que no. Deborah Kerr era de las segundas. «Le gustaba más el calimocho», dice entre risas.

Sorprende también la visión que regala de Pablo Picasso, a menudo descrito como un ser dominante para con las mujeres. «No es el Picasso que yo conocí, tierno, abuelo y apoderado de un niño. Él decidió que yo iba a ser lo que el veía en mí y me inició a esas cosas sin perder tiempo», dice quien recibió montones de dibujos en su infancia y adolescencia del genial pintor. «No valen nada porque no están firmados. Yo no tengo Picassos, yo tengo Pablos», concluye. Bosé vuelve a despedirse con un apretón de manos.