Ruben Östlund aspira a su segunda Palma de oro con «Triangle of sadness»

José Luis Losa CANNES / LA VOZ

CULTURA

STEPHANE MAHE | REUTERS

El «tontiastuto» director sueco pergeña una obra de maldad obscena

28 may 2022 . Actualizado a las 23:37 h.

La competición oficial de esta 75 edición del Festival de Cannes hizo que coincidieran dos ganadores de la Palma de Oro: el sueco Ruben Östlund, que lo hizo con The Square en el 2017, y el rumano Cristian Mungiu, triunfador una década antes, en el 2007, con Cuatro meses, tres semanas, dos días. La primera fue un premio lamentable porque la película de Östlund, sátira que se pretendía feroz sobre los postureos del arte contemporáneo, era un narcisista y antipático tigre de papel. El filme de Mungiu, por el contrario, poseía la entidad estremecedora del cine que atrapa el aviso de auxilio de un país en descomposición, aquella Rumanía donde el aborto podía llegar a accidentada pena de muerte.

  Ha pasado el tiempo. Pero no han cambiado las cosas. Porque el talento y la honestidad artística y ética no son flor de un día. Están en el ADN de las personas y de los autores. Por eso. Ruben Östlund nos castigó con Triangle of Sadness, una inaceptable exhibición de mal gusto y peor cine, inyectado además de bótox de la engañifa que va de subversiva y es, en realidad, reaccionaria vomitona de cebos putrefactos. Para que pique el pez de peor olfato.

En el otro extremo, Cristian Mungiu vuelve a regalarnos en R.M.N una lúcida y brillantísima disección del estado de las cosas en una Rumanía carcomida ya hasta sus raíces por las plagas de la xenofobia, los nacionalismos excluyentes, la persecución del otro por su color de piel, su lengua, religión o su identidad sexual. Y el resultado es apabullante, porque es válido tanto para ese poblacho fronterizo con Hungría como para el resto del mundo, donde el menú liberal se ha implantado como una multinacional del horror que viene.

 El Triangle of Sadness de Ruben Östlund parte de un prólogo protagonizado por un modelo y una influencer cenando en un restaurante. Y estira una situación del humor del absurdo —una disputa sobre quién paga la cuenta— que va de ocurrente y avisa ya de lo que se nos viene encima. Porque la cuenta de su película la vamos a pagar nosotros en dos horas y media de impostura abracadabrante. Östlund es de ese tipo de cineasta tontiastuto que intenta colar su zafiedad flagrante por mordaz denuncia de las élites. Y así hay muchos que ven una feroz caricatura de nuestro tiempo en la riada de sinsentidos y humor de garrafón que se suceden como chaparrones en un crucero de lujo donde viajan multimillonarios rusos de los fertilizantes animales o ricos y nobles británicos que surten al mundo de granadas de mano.

 Y lo que Östlund sirve es, ciertamente, estiércol embrutecedor de las mentes. Y un arsenal armamentístico de explosiones letales para el concepto más noble del cine como arte desvelador de las falsedades del orden social o político imperante. Porque Triangle of Sadness es un instrumento de deflagración de la estupidez vestida de gamberra.

 Hay un diálogo entre el capitán del barco —un breve papel de Woody Harrelson— y el nuevo rico ruso donde se intercambian citas de Lenin, Marx o Trotsky de un lado, y de Reagan o Thatcher del otro. Algunos quieren ver en esto una ocurrente parodia del fin de las ideologías. Pero no son más que cuchufletas dignas de No te rías, que es peor. Y lo que empeora es el rumbo errático y borracho del filme de Östlund, hasta vararse en una isla de los famosos, en el territorio de la telebasura reality que se avecina con el de su película escatológica.

Cristian Mungiu y las plagas del totalitarismo

Frente a la engañifa del sueco Östlund, fríamente diseñada para narcotizar jurados y llevarse el oro —algo no descartable, el mundo está como está— Cristian Mungiu despliega en RMN el estremecedor y nobilísimo talento de quien sabe construir con una metonimia —la de una aldea rumana— el diagnóstico del menú liberal y autoritario que se extiende ya por todo el planeta.

 La llegada a un pueblo ignoto de tres inmigrantes de Sri Lanka es el detonante de esos demonios familiares balcánicos o mitteleuropeos que desangraron el siglo XX. La forma en que Mungiu deja que fermente la levadura de la xenofobia dota a su película de una violencia interna irrespirable y creciente. Y nunca explícita.

Porque el clímax de esta olla a presión es una asamblea parroquial tan sabiamente desarrollada que, en ella, el horror ante el renacimiento del totalitarismo deja un espacio al esperpento, a toques de humor que logran algo impensable: una coctelera de cine eminente en la que fuera viable que el Berlanga de Bienvenido, Mr. Marshall pudiera combinarse con Furia de Fritz Lang.

 No es en absoluto desdeñable la comedia francesa sobre algo así como el poliamor, Chronique d'une liaison passagère, de Emmanuel Mouret. Parte de una relación sentimental abierta, de breves encuentros, entre la luminosa Sandrine Kiberlain y el peculiar anti-galán Vicent Macaigne, para dejar que fluya con alquimia una trama sentimental inteligente y reparadora del estado de cabreo en el cual te ha depositado el ave rapaz sueca Ruben Óstlund.