Noticias del mundo en la ciudad de los muertos

J. C. Gea GIJÓN

GIJÓN

Una crónica de Todos los Santos en el cementerio gijonés de Ceares, uno de los más concurridos en un día en el que miles de asturianos recordaron a sus ausentes y devolvieron la vida a los camposantos

02 nov 2016 . Actualizado a las 00:21 h.

Pericones arriba, los caminos y los praos que suben hacia el viejo cementerio de Ceares han amanecido sembrados de restos del Halloween playu. Perros y niños corretean entre carteles con rostros góticos, contornos de presuntos cadáveres dibujados con tiza en el suelo y vestigios del botellón macabro. No hay rastos de sangre, pero sí, y abundantes, de sangría Don Simón. Algún drácula de guardarropía se va a acordar hoy de Todos los Santos cuando consiga volver a la vida y salir del féretro. A los operarios de Emulsa no les ha dado tiempo de baldear los restos del apocalipsis zombi, pero alguien -seguramente los de Divertia- han hecho que se disuelva por completo el banco de niebla que tan bien ha ambientado este año las bizarrías de un carnaval de Difuntos cada vez más superpoblado en Asturias. El sol luce con fuerza, los muertos de pega duermen la farra y la mañana es para los verdaderos muertos. Mientras sigan siendo necesarias restricciones de tráfico como las que abren paso a los altos de Ceares a riadas de deudos, los difuntos pueden dormir con la certeza de que se les recuerda.

Las únicas botellas que se ven camino del camposanto son las de dos litros de agua mineral, pero sin agua. Al menos, mineral. Es el equipo mínimo reglamentario para adecentar la casa de nuestros ausentes, aunque hay quien carga disciplinadamente con cubo, escobilla, escoba y surtido completo de productos limpiadores. Unos llevan sus flores y otros las pillan frente a las verjas del recinto («Se recogen encargos para difuntos»). A mediodía, el viejo cementerio, como todos los de España, está que rebosa de vida y las conversaciones de los de esta parte compensan por unas horas la absoluta falta de noticias y de cobertura que tanta paz derrama sobre los finados.

Iscariotes y césares muertos

El año pasado quizá se hablase con naturalidad entre panteones y ringleras de nichos de las elecciones de diciembre. Este, tras el purgatorio de casi un año, se habla de abstencionistas iscariotes y de jóvenes césares muertos que aspiran a ser resucitados recorriendo España en un Peugeot en busca de bendiciones. A la misma entrada del cementerio, dos mujeres discrepan sobre la viabilidad del que sin duda sería conocido como milagro de Pedro Sánchez, pero se muestran de acuerdo en que Donald Trump da más miedo que la muerte misma, sea uno de derechas o de izquierdas, creyente o descreído.

Dentro, los parientes pasan del zafarrancho al recogimiento y del arreglo floral a la oración en silencio, y finalmente a la desenvuelta conversación mundana. Mientras vigilan al que adecenta el nicho familiar jugándose el tipo sobre la escalera, intercambian consejos cinematográficos (mejor no conjeturar qué ha hecho pensar a la señora en su recomendación: La poseída). Otros echan cuentas de efemérides familiares con referencias extrañas («sé que fue un 20 de noviembre el día en que murió, porque fue cuando el listu de Zapatero puso las elecciones que le ganó Rajoy»). En varias de las terrazas babilónicas del recinto del Sucu la palabra «Rufián» sigue siendo viral fuera de las redes. Un padre espeta «¡vamos a ver a bisabuelín!» en forzado tono de fiesta cuando su crío le pregunta qué es un iscariote.

Cerca, dos señoras se apuestan en un poyo junto a las escaleras para entregarse a un arreglo floral realmente primoroso y otra se les acerca para ofrecerles una modesta rosa para que la añadan al portento. «No me acuerdo de dónde estaba el nicho, no lo encuentro, y ya no puedo con estas piernas. Quédensela ustedes». En verdad, el tránsito por las terrazas del jubilado cementerio de la ciudad se hace duro para un perfil de visitante que no está para escalinatas: los que las suben y las bajan demuestran una prueba añadida de devoción por los idos. Antes éramos más duros y la gente se moría sin conocer la palabra «accesibilidad». Los muertos del cementerio nuevo, en Deva, son más accesibles, sin duda. Y con mejores vistas. Aunque el paso lento, escalón tras escalón, da para fijarse en mucho. «Oiga, ¿usted es de aquí» «Sí, señora». «¿Y sabría decirme por qué en ese prao donde están las lápidas en tierra tiene tanto espacio sin utilizar, cuando en el resto del cementerio ya no cabía una punta de alfiler? Algún misterio muy gordo debe de haber para eso».

Se aleja la señora su rosa blanca, su capa gris y su enigma para Íker Jiménez o la concejalía del ramo. Sin respuesta naturalmente. Seguramente no las haya en los cementerios, tan silenciosos salvo en este puente de Halloween, antes Todos los Santos. La imagen de una mujer de luto riguroso que se abisma en la lista de nombres de la fosa común -una de las tantas que hizo hablar de otra «paz de los cementerios»- y luego se sienta durante muchos minutos en una lápida cercana con la mano sujetando la frente vencida, crea una campana de silencio y de dolor profundo que sobrecoge como una imagen barroca. Esta Dolorosa laica que aún se dobla por el sufrimiento de lo que sucedió hace ochenta años da la verdadera dimensión del vínculo, del misterio que nos une con nuestros muertos. Salir de su esfera de dolor y escuchar a las familias replegándose ladera abajo hacia el vermú festivo, los buñuelos que sobraron del desayuno, los cuñados y los rufianes no acaba de quitar el frío. O es que está volviendo a colarse la niebla.

Arriba, en su ciudad aterrazada sobre el ajetreo de El Llano y Contrueces se quedan con las flores frescas, el mármol reluciente y el nicho sin telarañas los de la abstención perpetua y el dolor absoluto, y el cementerio, como todos los de Asturias, se vacía de esta vida y vuelve lentamente a la otra.