El crimen del guarda nocturno del Mercado del Sur

GIJÓN

El Mercado del Sur, a principios del siglo XX
El Mercado del Sur, a principios del siglo XX António Passaporte. Archivo Loty, IPCE, Ministerio de Educación, Cultura y Deporte

Ocurrió el 1 de septiembre de 1919 y sus escabrosos detalles horrorizaron a los gijoneses de la época

16 sep 2019 . Actualizado a las 05:00 h.

«Ayer se cometió en Gijón un horroroso asesinato que causó general indignación, pidiéndose unánimemente un ejemplar castigo para los autores de hecho tan salvaje». A primera hora del 1 de septiembre de 1919 la noticia circulaba como la pólvora por todo Gijón, que entonces tenía poco más de 57.000 habitantes. «No se habla de otra cosa más que del sangriento suceso desarrollado en el Mercado del Sur», proseguía la crónica del periódico El Noroeste que, de seguro, fue vorazmente leída al día siguiente de que Ramón Costales Sopeña, el guarda nocturno de la céntrica plaza de abastos que hoy sigue teniendo los mismos usos, apareciera muerto a garrotazos.

A medida que se fueron conociendo los detalles, aumentaba la indignación «llegando el público a exteriorizar su más enérgica protesta, siendo aclamados los agentes cuando conducían a varios individuos detenidos como presuntos autores, rumoreándose que uno de ellos tenia las alpargatas salpicadas de sangre». No fueron los únicos arrestados en tiempos en los que se consideraba «maleantes» a quienes no tenían trabajo y vagaban por la ciudad en busca de mejor suerte. Este es el relato de aquel escabroso asesinato que, además, revela cómo vivían los habitantes del Gijón de principios del siglo XX, en medio de grandes conflictos sociales para mejorar las condiciones laborales de la clase obrera.

Los hechos

Poco antes de las seis de la mañana, como de costumbre, llegaban las primeras campesinas que se dedicaban a la venta de productos del campo en el mercado, situándose en la puerta principal. «No observaron nada anormal, pero como el tiempo pasaba y el sereno del mercado no aparecía empezaron a impacientarse, pues ya habían dado las seis, hora en que siempre se abría», recoge la crónica de El Noroeste.

Coincidió que pasaba por la zona el guardia municipal que prestaba servicios en la plaza del 6 de agosto, justo enfrente del mercado, que se extrañó de «ver tal aglomeración de personas» y de que la puerta no estuviera abierta. Llamó con insistencia al encargado de la vigilancia nocturna sin obtener respuesta. Y a eso de las siete de la mañana, fueron a buscar a su casa al guarda que iba a sustituir al «infeliz« Ramón, que tenía llave de la puerta principal.

Una vez abierto el mercado, no tuvieron que emplear mucho tiempo en buscar a Ramón, del que llegaron a pensar que se había dormido o que se había puesto malo: «En los bancos de la izquierda habían sido colocadas dos grandes cajas vacías y un saco de aserrín, viéndose con la natural extrañeza que ocultaban a un hombre, del que solo los pies aparecían al descubierto».

Alguien retiró el saco que cubría la cabeza del cadáver y todos los presentes se horrorizaron. «Era el pobre Ramón, con la cabeza completamente destrozada, hundida y con la masa encefálica saliendo al exterior». Volvieron a colocar el saco donde estaba y se dio aviso a los jefes.

El móvil: 850 pesetas

El juzgado de guardia, que era el del distrito de Occidente, se hizo con el caso. Se encontró un garrote «ensangrentado» junto al mostrador de la «industrial doña Dolores Balbuena», que estaba establecida en los puestos 37, 38 y 39 del mercado. «Pronto se vio que el móvil había sido el dinero de los puestos de esta mujer, que estaban violentados ya que se había arrancado el candado que cerraba la puerta de entrada a ellos». La mujer dijo que le habían sustraído 850 pesetas en plata y billetes que guardaba en el cajón de las ventas.

Pero también habían sido asaltados los puestos 78, 79 y 80, que pertenecían a Ildefonso Gil, a quien habían robado un bolsillo de señora de plata con cuatro pesetas también en plata y diez en calderilla. También echó en falta un duro filipino y dos pesetas falsas que se hallaban en una cajita de latón. Y, en el mostrador de este hombre, aparecieron un berbiquí, una llave de tuercas y un cortafríos, «herramientas que emplearon para violentar las puertas».

Las primeras investigaciones

El asesinato se cometió después de la una de la madrugada, ya que la crónica de El Noroeste explica que el «desventurado sereno« había estado conversando hasta la media noche con varias mujeres que tenían puesto en el mercado. Una de ellas era Esperanza Rodríguez: «Otras compañeras y yo estuvimos en el mercado hasta pasadas las doce de la noche, pues tenemos costumbre de preparar el pescado para la venta del día siguiente, dejándolo en hielo y en condiciones para que no sufra los rigores del calor».

Por la postura en la que se encontró al sereno asesinado dedujeron que estaba durmiendo. «Confiado en que a aquella hora nadie osaría asaltar el mercado, colocó un banco al lado de los que las campesinas utilizan para poner sus mercancías y preparó una especie de colchoneta con hojas de maíz y una manta, acostándose tranquilamente», aventura la crónica de El Noroeste, que sigue elucubrando: «Al aproximarse los malhechores, el pobre hombre los sintió llegar y, al pretender levantar la cabeza, recibió el primer garrotazo en el lado derecho de la región frontal. Le dieron otros cuantos golpes hasta cerciorarse de que se encontraba sin vida».

El garrote en cuestión era el palo de una de las escobas que se utilizaban para barrer el mercado y el autor o autores salieron del recinto por el callejón en el que estaban instalados los retretes. Otros hallazgos, anecdóticos, que menciona el periódico son una bolsa tirada «en un montón de estiércol» y un pañuelo de mujer «muy destrozado».

La víctima

Se llamaba Ramón Costales Sopeña, tenia 59 años, estaba casado y tenía cuatro hijos, dos de ellos emigrados a América. Ramón era muy popular en el Gijón de entonces, en el que se le conocía como Farolero porque había sido el encargado de encender las farolas de la ciudad durante muchos años.

La autopsia

Dos fueron los forenses que se encargaron de la autopsia del «infeliz guarda asesinado» al día siguiente de hallar su cadáver. El resumen de ese estudio, que reflejaba la fractura que había hundido el cráneo, viene a ser que «lo que produjo las lesiones debió ser contundente y manejado con gran violencia, y no una sola vez, según lo prueba la gran dislaceración de los tejidos blandos y duros». Hecha la autopsia, se pudo enterrar en Ceares al «pobre Ramón». Tal fue la conmoción y espanto que causó su asesinato entre los gijoneses, que la multitudinaria comitiva fúnebre constituyó «una verdadera manifestación de protesta».

Las primeras detenciones

De las investigaciones se hicieron cargo la Guardia Civil, la Guardia Municipal y la Policía y, ese mismo lunes en el que se descubrió el crimen, se hicieron varios registros y una batida entre «la gente maleante» que acabó con 16 detenidos. Al día siguiente se volvió a hacer otra batida entre los «maleantes que tanto abundan en esta población», decía El Noroeste, aprovechando ya de paso para «ahuyentar al gran número de indocumentados que aquí se alojan sin que se les conozca oficio alguno».

Así eran las cosas en 1919: se detuvo a 18 varones, la mayoría de municipios de fuera de Gijón como Barcelona, Bilbao, Valladolid, Lugo o Astorga. Todos, en principio, se iban a pasar «una quincena de arresto gubernativo, castigo que se repetirá si persisten en continuar en Gijón», pero al final al día siguiente quedaron todos los detenidos en libertad porque no se hallaron pruebas de que ninguno fuera culpable del crimen del mercado. De todas formas, a los pocos días se volvió a detener a otros 10 hombres, dos de ellos mexicanos e incluso una de las industriales del mercado pasó la noche siendo interrogada.

Los «verdaderos» culpables, detenidos

Pasaban los días sin resultados y empezaba a cundir el pesimismo entre la población, o al menos eso les parecía a los periodistas en sus crónicas, que reflejaban la gran expectación que existía hacia las investigaciones policiales que se desarrollaban «día y noche». Sin embargo, tan solo nueve días después de descubrirse el cadáver del guarda nocturno del mercado, se publicaba que dos personas habían sido detenidas el 8 de septiembre y esta vez con bastante fundamento.

Esas detenciones «no fueron publicadas para no entorpecer la acción de la justicia», pero Gijón era un pueblo y fue inevitable que trascendiera que se había, por fin, dado con los «verdaderos culpables» que además se hallaban «convictos y confesos».

Por una «coincidencia» se había sabido que una vecina de la calle del Molino, llamada Perfecta Escandón, a la que se conocía como la Tartalina porque antaño todo el mundo tenia mote no solo en Cimavilla, había tenido tiempo atrás una «violenta discusión« con el guarda asesinado y había sido expulsada del Mercado del Sur, en donde tenía instalado un puesto de hortalizas y frutas.

La investigación policial se centró en ella y se supo también que sostenía relaciones con Pedro Vázquez González, «cuyos antecedentes dejaban bastante que desear». Él mismo contaría, cuando le interrogaron, que había sido condenado por disparo de arma de fuego y lesiones.

El caso es que este individuo, contaba El Noroeste de muy buenas fuentes porque entonces la comunicación entre periodistas y policías era directa y sin cortapisas, visitaba a diario la cantina de una tal Generosa Alonso en el Mercado del Sur y todo parecía indicar que había vengado de aquella «espantosa» manera a «su amante».

El interrogatorio

El interrogatorio no tiene desperdicio y se cuenta al detalle. Pedro y la Tartalina habían roto relaciones hace tiempo, pero las habían vuelto a reanudar cuando él se quedó sin trabajo y pasó a vivir en casa de ella, «a pesar de tener su posada en el domicilio de Aurelia Pando, vecina del Llano, donde tenía su baúl y algunas ropas». A esa posada había llegado, y así lo contó Aurelia, a las seis de la mañana del día en el que encontraron el cadáver del guarda.

El día anterior, el de la noche de autos, Pedro contó que había estado paseando antes de comer por el Rastro, que de aquella estaba cerca del Mercado del Sur. Se encontró a Perfecta, la Tartalina, que estaba vendiendo en el Rastro rifas para una muñeca y la invitó a tomar algo en una taberna situada frente al mercado en cuestión. Ella comió una ración de carne y él tomó un café.

A continuación, se fueron a casa de ella, en donde Pedro dijo haber estado hasta las ocho de la noche, que se fue a tomar unas copas de vino a una confitería del barrio del Carmen hasta las doce de la noche, cuando el local cerró. Según su relato, se fue entonces a la plaza del Carmen, que nada tenía que ver con la de ahora, y se encontró con un carretero amigo suyo, conocido por Germán el Payo, al que invitó a tomar unas copas en el Bar Langreano, en la calle Corrida, de donde salieron a la una de la madrugada.

Luego se sentó en un banco de la calle Corrida, frente al Lion D’Or, para esperar a un «acaudalado pariente» al que le iba a pedir dinero y trabajo. Pero en el banco se encontró con otro individuo, del que no supo decir nada más que padece ataques nerviosos y del que se despidió a las dos y media de la madrugada. Pedro dijo que se quedó dormido en el banco hasta las seis de la mañana, cuando el día empezaba a clarear, y se fue a la posada de Aurelia, en donde se acostó en un jergón en la cocina hasta las ocho de la mañana, cuando la posadera le dijo que tenía que ponerse a faenar.

Fue entonces también cuando se enteró, según contó en el interrogatorio, del asesinato del guarda del Mercado del Sur, así que se fue hasta el lugar a ver qué se cocía. Cuando fue detenido, se dirigía a recoger una muda de ropa que su posadera Aurelia le había dejado en la cantina de Generosa, puesto que se había pasado toda la semana en casa de su amante Perfecta. La cantina de Generosa estaba situada justo al lado del puesto del que habían sido sustraídas las 850 pesetas y, según Pedro, era un lugar que había frecuentado para comer cuando trabajaba.

Las contradicciones del relato de Pedro y Perfecta

Al interrogar a Perfecta la Tartarina, cuya casa se registró sin que se hallara dinero alguno, esta relató que había vuelto a mantener relaciones con Pedro por «su constante persecución» y que, cuando se lo encontró en el rastro del domingo, se fueron a comer a un chigre enfrente del Mercado del Sur y a las cinco se fueron a su casa, «en donde Pedro permaneció hasta la mañana siguiente». ¿Estás segura?, le preguntaron. La respuesta fue un sí rotundo porque «se acordaba perfectamente que era la noche del domingo porque se encontraron en el rastro, donde ella vendía papeletas de una rifa y por lo tanto no podía tener duda alguna».

Los investigadores montaron un careo entre Pedro y Perfecta. Ella empezó a titubear en cuanto escuchó la versión de él. «Podía ser otro día», decía nerviosa. También la posadera Aurelia contó que Pedro había llegado a su casa de madrugada y, a las ocho de la mañana, cuando le dijo que dejara libre la cocina, «observó que, contra su costumbre, se cepillaba cuidadosamente en particular la parte delantera del pantalón, invirtiendo en ello bastante tiempo».

Los cabos se acabaron de atar cuando el sereno que prestaba servicio aquella noche en la calle Corrida dijo que no encontró a nadie durmiendo en ningún banco. 

Confesión, rectificación e intento de suicidio

A Pedro, con todos estos datos definitorios, le sometieron a varias pruebas y, tras demostrar un gran abatimiento, en un nuevo interrogatorio, «espontáneamente y sin presión alguna» se confesó autor del asesinato. Incluso dijo que lo había cometido con la ayuda de dos santanderinos de los cuales no podía dar detalles.

Al preguntarle de nuevo, dijo que era el único autor y, cuando quisieron saber qué había sido del dinero, contestó que no se había apoderado de peseta alguna. Tras nuevas contradicciones, dijo que era inocente. Y, cuando le metieron en los calabozos municipales, se intentó suicidar. Para ello, se amarró su faja al cuello y se colgó de la puerta del retrete, pero los guardias municipales se dieron cuenta a tiempo. Aunque luego se negaría a comer para «dejarse morir de hambre».

Los detenidos, ante el juez y la muchedumbre

Dos horas duró el interrogatorio al que el juez sometió a Pedro, en el que «no negó que él se hubiera confesado autor del asesinato, aunque asegura que es inocente y que, al hacer aquella declaración, solo a un acto de demencia puede achacarlo y al pavor que le causó hallarse en presencia de siete u ocho guardias civiles al sacarlo de los calabozos».

Contó su relato, clamó su inocencia y, para justificar el intento de suicidio, explicó que había sido por la gravedad de los hechos que se le imputaban, que no había cometido. El juez le envío a prisión, incomunicado. «Al ser conducido a la cárcel fue necesario hacerlo en un coche pues el numeroso público que allí se agolpaba le dirigía toda clase de improperios, temiendo que fuera objeto de alguna agresión», relata El Noroeste.

Perfecta, la presunta cómplice, le dijo al juez que si bien era cierto que, en sus primeras declaraciones, hizo constar que Pedro pasó en su casa toda la noche de autos, «no estuvo en su ánimo burlar la acción de la Justicia, toda vez que ella ignora que su amante pueda tener o no participación». Que había sido un error y que Pedro nunca le había dicho nada de la muerte de Ramón. También la enviaron a prisión, incomunicada.

Días después, y tras nuevos interrogatorios, Perfecta quedaría en libertad al no haberse probado su participación en el asesinato de Ramón Costales. Pedro, como autor de un cruento asesinato y de un robo, posiblemente jamás salió vivo de la cárcel del Coto.