Tiempo de prórroga

OPINIÓN

27 jun 2016 . Actualizado a las 14:11 h.

Quien les escribe aprendió ya hace mucho tiempo a no dejarse llevar por la euforia electoral, en la creencia de la infinita capacidad de mejora de la vida humana y política mediante el recurso a la razón crítica. Tras la celebración de la repetición de las elecciones generales de ayer, esto no va a ser una excepción.

Sólo desde un ejercicio de ombliguismo, signo diferenciador del electoralismo, puede asegurarse que la situación salida de las urnas no es la misma que la del pasado diciembre. Las dificultades para formar un gobierno prevalecen y, tras seis meses de cacarear la necesidad del dialogo, se ha llamado nuevamente a los españoles a las urnas y han dictaminado que todo sigue igual, o más concretamente: que los ciudadanos conceden una prórroga a quienes han sido incapaces de llegar a acuerdos, más preocupados por sus estrategias partidistas internas que por acometer los problemas reales de nuestro país. Es cierto que se ha logrado contener al populismo y se ha ganado tiempo. Pero creer que disminuyendo el riesgo desaparece el problema, es como el mal estudiante que aprueba raspado y se considera merecedor de una matrícula.

Los últimos resultados de las elecciones generales, en coherencia y con una mínima dosis de autocrítica, deben compararse con los de 2011. Porque el punto de partido del análisis no deben ser las fallidas elecciones de diciembre (ni las fallidas encuestas), sino las elecciones generales de noviembre de 2011. Ni quien se ha dejado casi cincuenta diputados en ese camino, ni quien ha cosechado el peor resultado de la historia de su partido, ni quienes venían de salvapatrias con su política de tierra quemada y han obtenido un modesto resultado; ninguno de ellos pueden presentarse como ganadores. Porque cuando todos dicen que ganan (o que no pierden) los únicos que perdemos somos los españoles. Por ello, más allá de las contraproducentes lecturas electoralistas y partidistas de los resultados de las urnas, es el momento de trabajar en las reformas necesarias para reilusionar a un electorado al que en esta ocasión se ha arrastrado hasta las urnas para votar tapándose la nariz; y alejarnos así del abismo del populismo y la demagogia luchando por las ideas y las convicciones, entendiendo que la política y el liderazgo es mucho más que la administración funcionarial y tecnocrática de la cosa pública. El populismo y la demagogia -sombras que acompañan permanentemente a la democracia- no nacen de la nada. Ambos surgen como resultado del reparto amistoso del poder y del reposado ejercicio de la cohabitación y el consenso. Lo hemos visto en Bélgica con la «pilarización», en Suiza con la «concordia» y más aún en Austria, en el origen del éxito del efímero Haider, el Estado llamado «proporcional», sistema de distribución de los mandatos y cargos entre los partidos, en un espíritu de gentleman agreement, que no es más que un menosprecio a todo espíritu democrático.

Alejarnos del abismo del populismo y la demagogia exige dar la batalla de las ideas y las convicciones, entendiendo que la política y el liderazgo es mucho más que la administración funcionarial y tecnocrática de la cosa pública. El fin de la política como verdad saluda el fin de los hombres superiores, que dicen saben y decretan lo que los gobernantes deben concretar para el bien público. No se trata de fingir que todos son sabios por igual, pero la política viene a situarse bajo el signo de la prudencia, que reclama cualidades consideradas como igualmente compartidas: «Los pueblos, aunque ignorantes, son capaces de apreciar la verdad», escribió Maquiavelo citando a Cicerón. El pueblo es tan competente como la élite, ciertamente, pero también es prudente, y por tanto capaz de tomar decisiones políticas. Con su voto han concedido una prórroga en pos de la diversidad, de la alternativa, del debate y la recepción de las opiniones contrarias, a acabar con las verdades monopolísticas propias de los régimes sobre los que la democracia misma venció ya hace mucho tiempo. La prórroga está concedida para ello. Postergarlo a la tanda de penaltis es arriesgarse a una lotería de resultado impredecible, incompatible con las necesidades que acucian a nuestros sistema político. Ahí es donde se verá las responsabilidad de cada uno. Entonces ya no valdrá el discurso del miedo, el apelar a que se vote al mal menor, porque quizá para entonces lo que más miedo dé sea seguir en lo mismo y el electorado opte por votar liberrimamente, con resultados impredecibles.