En la década de los ochenta se emitió por televisión una serie titulada Muerte de un poeta que me brindó mi primera noción de la tragedia lorquiana. Creo que no llegué a ver ningún episodio completo porque la emitían muy tarde, pero recuerdo la cabecera en la que varias voces que sonaban agresivas, burdas, desprovistas del menor asomo de empatía o de piedad, se dirigían a alguien que nunca replicaba y del que sólo se ofrecía un plano que relampagueaba entre dos fundidos a negro. El montaje tenía algo que lo hacía repulsivo, en el sentido de que el espectador entendía de inmediato que sus omisiones ocultaban una feroz brutalidad. Yo era entonces demasiado niño para comprender las razones que pueden llevar a unos hombres a asesinar a otro, sobre todo cuando ese otro no les ha hecho nada a ellos. Sólo escribir unos pocos versos y tocar el piano, y acaso contar historias o leer o recitar de vez en cuando en fiestas privadas, con la única compañía de la familia y los amigos. Vivir, en resumidas cuentas.
Ahora que se cumplen ochenta años del asesinato de Federico García Lorca me acuerdo de varias cosas. Me vienen a la memoria las palabras con las que Queipo de Llano respondió a quienes, por teléfono, le preguntaron qué tocaba hacer con el poeta felizmente capturado en la casa de la familia Rosales -«café, mucho café», dicen que dijo-, y como en un eco aparecen esas otras palabras del mismo militar que pueden escucharse fácilmente en Internet y con las que conmina a las tropas franquistas a violar a cuantas mujeres republicanas encuentren a su paso para que sepan cómo son los hombres de verdad. En eso radicó, precisamente, una de las mayores diferencias entre leales y rebeldes a lo largo de la contienda: mientras la II República juzgó y castigó, muchas veces con la muerte, los comportamientos reprobables que se daban entre sus partidarios, los que decidieron seguir los pasos de los mandos sublevados en Marruecos no sólo obtuvieron el refrendo de sus superiores al acometer cualquier tropelía, sino que incluso vieron cómo aquellos les animaban siempre que no violentasen los sagrados principios de la patria, la pistola y el altar. Me viene también a la cabeza la desdichadísima frase de Juan Luis Trescastro, uno de los complacidos verdugos, cuando una vez perpetrado el crimen regresó a su casa y se jactó de haberle metido a Lorca «un disparo por el culo, por maricón». Se cuelan de rondón las últimas revelaciones que Marta Osorio ha publicado en El enigma de una muerte (Comares) y de las que se ha hecho eco Víctor Fernández, quizás el más lorquiano de todos nuestros periodistas culturales. Revelaciones que se remontan a las pesquisas de Agustín Penón, el primer investigador de aquellos sucesos y cuya peripecia ha sido magistralmente narrada por Enrique Bonet en el cómic La araña del olvido (Astiberri). Penón dejó constancia de que a mediados del pasado siglo el apellido Lorca era en Granada sinónimo de silencio, el silencio que ha propiciado que el paradero de los restos del poeta siga siendo, aún hoy, una total incógnita. Pocos alzaron su voz sobre lo ocurrido en aquel tristísimo 18 de agosto de 1936, cuando apenas había comenzado el triste trienio sangriento. Pocos se enteraron debidamente, y quienes lo hicieron no siempre acertaron a comprender que la arbitrariedad pudiera ser la norma en aquel incipiente tiempo de ira y ultrajes. Antonio Machado aún vivía en Madrid cuando ocurrió todo, y fue en Madrid donde recibió la noticia y donde empezó a escribir un poema que acaso siga constituyendo el mejor testimonio que de la afrenta dejaron quienes supieron de ella en su lugar y en su momento. «Mataron a Federico /cuando la luz asomaba. / El pelotón de verdugos / no osó mirarle a la cara». Han pasado ochenta años, y al pie de la hermosa Alhambra nunca deja de manar la fuente por la que llora el agua.
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