Me contaba el otro día Álvaro Díaz Huici, en su refugio a medio camino entre los dominios bercianos y las rutas de la maragatería, la peripecia de su tío abuelo Luis, que se hizo sastre en La Coruña y fue un señero representante de aquel galleguismo ilustrado que sucumbió ante la pólvora incivil de 1936. Por no sé qué designios del azar, la conversación viró después hacia Jesús Evaristo Casariego, el hidalgo carlistón y trasnochado -«Prohibida la entrada a curas sin sotana y mujeres con pantalones», rezaba la placa que hizo instalar a la entrada de su casa de Luarca- que tan bien retrató Xuan Bello en uno de los capítulos de su Historia universal de Paniceiros. Luego nos entretuvimos repasando los pormenores de un cada vez más lejano viaje a Villalba y recreamos las andanzas de Eduardo Blanco Amor, autor de una espléndida novela que seguramente no es todo lo conocida que debiera y cuyos restos reposan desde 1979 en el camposanto de Orense, no muy lejos de donde recibió sepultura, allá por los albores de este siglo en que vivimos, el poeta Valente.
Trazábamos, sin ser muy conscientes, un itinerario sentimental por los dominios inexactos del Poniente, ese territorio medio real y medio ficticio que podría coincidir más o menos con lo que fue el reino astur-leonés y cuyo atlas sueña con perfilar Julio César Iglesias atendiendo a unos confines que descreen de las lindes administrativas para fiar su consistencia a las razones del crepúsculo. Así a ojo, limitaría al norte con las mareas cantábricas y atlánticas, allí donde Pomponio Mela divisó el oppidum Noega y la lánguida luz del Finisterre indica el trayecto más corto hacia las brumas de Teixido, y vería al sur cómo se recorta el cielo tras la esbelta silueta de las torres salmantinas. Al este se dejaría perfilar por una línea irregular que partiría de la vieja Santillana para dejarse caer hacia Carrión de los Condes, Medina de Rioseco y Peñaranda, y hacia occidente fluiría en las aguas del Tormes hasta arrullarse en el Duero y dejarse desembocar en pleno océano por las dulces costas de Matosinhos, a las afueras de Oporto. El centro geográfico, si es que se puede hablar de tal cosa en una tarea como ésta, coincidiría con el emplazamiento de la ciudad de Astorga, ese lugar donde se enfrentaron astures y romanos y en el que se cruzan la ruta jacobea y los itinerarios de la plata. Alguna vez hemos fantaseado unos pocos amigos con la idea de instaurar en el interior de ese paralelogramo imperfecto una república en la que se hablen varias lenguas y donde no haya otra constitución que las canciones y los libros que, un poco por casualidad y otro poco por esa extraña convicción íntima de quienes se saben cómplices de un secreto cuyas claves jamás han sido formuladas, fueron dando consistencia a nuestra idea. Sería un país cuya festividad mayor honraría la memoria del buen Prisciliano de Compostela y que, tutelado por las benéficas sombras de Antonio Pereira y Álvaro Cunqueiro, no necesitaría perfilar una identidad ni reclamar ninguna independencia porque éstas se derivarían de su propio ser. Un estado sin nación ni legisladores ni monarcas, si acaso el Merlín de Mondoñedo, donde la única norma ineludible obligaría a comer bien, beber mejor y luego ver pasar las tardes en agradable charla con los iguales, mientras el sol concluye su periplo diario por la bóveda celeste y la noche extiende el manto bajo el cual reposa todo el enigma de los sueños.
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