20 ago 2017 . Actualizado a las 05:00 h.

Quise escribir sobre la polémica despertada por la presidenta de Madrid, Cristina Cifuentes, cuando afirmó que las vacaciones debían ser voluntarias y que ella no se las cogería este verano, pero estaba yo mismo gozando del asueto y por coherencia no quise romperlo porque las vacaciones no son una dádiva regalada sino un derecho muy importante. Las vacaciones son tan cruciales que la economía española gira sobre ellas, porque el principal sector del país es el turismo y a él se debe buena parte del PIB. Pese a este dato tan evidente, buena parte de la carcundia nacional se lanzó en esas semanas a despreciar descansos y festividades, en una loca carrera por tirar piedras contra el propio tejado común de todos. Hubo un tiempo no muy lejano en el que la patronal española le cogió ojeriza a los puentes con los que se extienden en España muchos fines de semana a lo largo del año, y mantuvieron la matraca hasta que pareció que ya iba en serio y el sector de la hostelería, que vive de muchos de esos puentes, tuvo que dar un toque de atención que esta vez los garbanzos que se tocaban eran los suyos.

Fue aquella una polémica muy cuñada en la que se repitieron mantras de que los autonómos no tienen vacaciones por lo que se llega a la extraña derivada de que no debería tenerlas nadie más. Mientras esto sucedía se repetían los datos, como cada mes, de que más del 90% de los contratos que se firman en España son temporales y que el empleo que se crea es muy precario y estacional.

Todavía estaba de vacaciones cuando la serpiente del verano cambió a la «turismofobia», queja que dejó estupefactos a los habitantes de las comunidades del norte y que se acompañó de acciones vandálicas a cada cual más estúpida y reacciones desproporcionadas que en cada protesta veían una célula bolivariana. Hay lugares con un turismo masivo que requieren una regulación, no sólo por el desplazamiento de personas en multitudes sino por los efectos para el precio de la vivienda de los nativos cuando se dispara la especulación de alquileres. Entre ataques a autobuses y todo el resto de vociferios quedó oculto de nuevo el problema real, de nuevo, que los trabajos son demasiado escasos y breves, que no garantizan la manutención y que el país no ha afrontado de forma decisiva el problema de la vivienda y se dirigiría sin dudarlo si pudiera a meterse de hoz y coz de nuevo en una burbuja inmobiliaria. Y es así precisamente porque ninguno de los reyes del pelotazo, ni de los susceptibles de dar alguno en el futuro, han aprendido lección alguna de la crisis pasada y aún presente. No lo hicieron porque otros pagaron por ellos.

En este fragor llegó también la huelga de trabajadores de Eulen en el aeropuerto de El Prat. Una que se suspendió por solidaridad con el atentado salvaje de Barcelona y para cuya solución el Ejecutivo pensó en acudir a la Guardia Civil, precisamente el cuerpo que ocupaba allí de la seguridad hasta que alguien pensó en privatizar y externalizar el servicio. Y de nuevo no hablamos de sueldos, turnos o derechos laborales, sino de columnas de humo sobre si las huelgas deben hacerse sin molestar (hay que joderse) o limitarse. Me da la impresión, me la ha dado durante todas mis vacaciones y ya antes, de que el problema siempre es el mismo y es que se trata de eludir siempre la cuestión de trabajo y se acude a lo que sea para no tener que abordala. No hay demasiadas vacaciones, ni se pueden hacer huelgas inocuas, y muchos de los «males» o efectos secundarios no deseados del turismo se deben sobre todo a la precariedad del empleo y todo lo que a esto le acompaña. Pero aquí todo es «ora» por no hablar del «labora».