Día de S. Valentín. Cuánto amor

OPINIÓN

17 feb 2018 . Actualizado a las 05:00 h.

No sé qué me hizo poner atención este año en el día de S. Valentín. No sé si tiene algo que ver el tam tam feminista con el que se va acercando este ocho de marzo o si es por uno de esos momentos gruñones que induce el mal gusto desbocado. Iremos después a lo del ocho de marzo. Las comidas en plato con forma de corazón y cubertería a juego y el empacho de color rosa en confiterías y locales son un canto al mal gusto sólo comparable al de los lugares más turísticos en temporada alta. Algunas veces surge la cuestión de la diferencia entre el turista y el viajero. Realmente, no sé muy bien qué puede ser en estos tiempos un viajero, pero sí sé lo distintivo de los turistas, porque tal es el rol que asumimos todos cuando viajamos. Lo más notable de ese momento en que somos turistas, aparte del hecho obvio de estar fuera de casa y tener suspendidas las rutinas, es nuestra transparencia, lo bien que nos conoce todo el mundo. Si paramos un taxi en Estambul, el taxista ya sabe que nos alojamos en Sultanhmet sólo por nuestra indumentaria. Nos pregunta si ya fuimos a tal o cual sitio o si ya probamos tal o cual comida, porque ya sabe a qué sitios vamos a ir, qué comidas queremos probar o qué espectáculos queremos ver. Somos un libro abierto. Y, como las rutinas están suspendidas, las sutiles líneas de tensión que regulan nuestra conducta y nuestro decoro en las relaciones cotidianas también se suspenden, y por eso como turistas solemos ir más descuidados en maneras y vestimenta. Nadie ofrece su mejor versión como turista. Muchos turistas juntos suelen formar un cuadro bastante hortera y los lugares que no tienen más vida que la de los turistas que reciben, incluso cuando son hermosos, tienen siempre ese halo de inautenticidad que suelen tener las películas de Richard Gere. Pero cuando los turistas alcanzan las cotas mayores de mal gusto es cuando tratan de vivir la experiencia impostada de la vida y gente real del sitio que visitan. Esos occidentales que se hacen los turcos comiendo sin sillas, tumbados sin saber encontrar postura, algunos hasta con turbantes para la ocasión, o esos nórdicos que se hacen los sevillanos y sevillanas en espectáculos cartón piedra de flamenco deshuesado para todos los públicos, o los universitarios que recorren Amsterdam en bici para sumergirse en la experiencia holandesa, toda esa gente alcanza sin duda las cotas más elevadas de mal gusto asociado al turismo. Es la cota que se alcanza cuando se consumen versiones manidas de productos mil veces regurgitados y degradados impostando novedad.

No nos fuimos de S. Valentín. Parte de la revoltura que puede provocar el empalago de este día tiene que ver con ese calco del calco de la simplificación del amor que convierte a la conducta en pareja en una horterada superlativa y nos hace, a quienes tenemos la condición de emparejados, medio reírnos de nuestra condición como el afable Aquiles Zurita de Clarín se acababa riendo lastimosamente del carácter alcarreño de su señor padre. Siendo una emoción bella la que se celebra, podría ser un día que concitara más complicidad. Si el amor tiene tres componentes, mezclados en distintas dosis, a saber: el del apego, que nos da esa sensación de familia y apoyo con la pareja; el del sexo, que ya saben; y el del arrebato romántico, que induce esos estados eufóricos, egocéntricos y ensimismados que asociamos con el enamoramiento; si el amor tiene esos componentes, decía, el que se caricaturiza en S. Valentín es el del arrebato, puede que el más bello, pero desde luego el que más riesgo tiene de traspasar la línea del mal gusto hortera. El cortejo y el arrebato se manifiestan en una infantilización de la conducta y en una especie de combate impostado con quien se coquetea. Los cuchi cuchis de pareja puede que sean intensos, pero suelen preferir ser privados por lo infantilones que resultan fuera del cascarón. Por eso, una celebración basada en una exhibición impostada y caricaturizada del arrebato romántico tiene todos los boletos para ser una horterada de primera.

Y la cosa no tendría más sustancia si todo fuera cuestión de mal gusto. Lo que no debe escapar a nuestra atención, en S. Valentín, en comedias, en letras de canciones o en tradiciones literarias, es la manera en que el bello amor romántico y sus tópicos, como sucede a menudo con las tradiciones, es una cápsula que transporta en formol actitudes caducas que se inyectan en tiempos modernos amparadas en la máscara que las cubre. Una de las leyendas del amor, de toda forma de amor, es que es una emoción tan bella y necesaria que nada la puede superar en importancia. Ni la ética más básica. Tan poderoso y elevado es el amor que en sus aguas naufragan todas las pautas comunes de convivencia y derechos. Creo que todas las veces que oí la frase «por un hijo se hace cualquier cosa» se pronunciaba para justificar una conducta egoísta, ventajista, de fraude o abiertamente corrupta y de nepotismo. El amor romántico lleva en su barriga, como el Caballo de Troya, la posesión y dominio sobre la otra persona, su aislamiento y su anulación, que se sustancian en conductas siempre excusables por el amor que las envuelve. Y no es broma. No niego que en ciertos crímenes machistas de personas ya muy mayores haya una carga de rencor y odio. Pero no sería tan preocupante el fenómeno si lo moviera el odio. El problema es que lo suele mover el amor. El crimen es el límite mostrenco, pero esos vicios de posesión y anulación del otro, tan generalizados, no tendrían lugar en la mente moderna si no fuera por ese convencimiento de que el amor disuelve la ética y está por encima de todo. Esas conductas excusables en nombre del amor, se independizan y los abusos y acosos menudean ellos solitos por todas partes sin falta de amor que las justifique. Como es lógico, la mujer es la que lleva la parte mala de este juego. Casi siempre es posesión o anulación de la otra, bajo el paraguas del amor o fuera de él.

Algún clic debió saltar en alguna parte, alguna gota rebasó algún vaso o algunas líneas se cruzaron inesperadamente en algún punto, porque desde hace poco, y de manera especialmente visible en el movimiento #metoo, se están explicitando y denunciando de manera ya muy colectiva y muy airada situaciones de acoso y de ataque sobre las mujeres que venían siendo tan cotidianas que parecían como esos ruidos monótonos que llegamos a no oír. Esa infantilización de la conducta tan dulce en el tonteo y tanteo con el que ligamos es un coñazo fuera de ese limitado contexto y a una persona adulta puede llegar a resultarle un acoso cuando se reitera muchas veces cada día. O cuando se repiten pequeñas conductas de posesión, con tocamientos, acercamientos o provocaciones, que nunca son galanteos en ambientes jerárquicos. En esos ambientes el cambio de favores de trabajo por favores sexuales no es una transacción entre adultos como algún acémila pretende hacer ver. Sería lo mismo si me exigen las llaves del coche y el coche para seguir contratándome. A los niveles superiores de violación y asesinato llegamos sólo trepando más en la infamia. Como digo un sarpullido está agitando todo este fenómeno, tan audible que ya provocó airados pronunciamientos en contra. Muchos son de mujeres, claro, porque nunca faltaron negros negreros ni desamparados clasistas. Catherine Millet incluso apela a su educación cristiana para explicar por qué podría soportar y hasta disfrutar de una violación, tan dentro que lleva que es el alma y no el cuerpo lo que vale y es sólo el cuerpo lo que le toman. Supongo que no le importará que le vacíen sus cuentas de ahorros, porque ella, su mismidad, ni está en su cuerpo ni en sus posesiones, sino en ese alma que nadie le puede violar ni robar. Muchos ladran, luego alguien cabalga. Y por eso se oye ese tam tam según avanzamos hacia el ocho de marzo. La inesperada huelga femenina convocada para ese día va a ser un interesante rugido, espero que audible, contra la mercancía agria y en mal estado que viaja en la cápsula del amor romántico desde tiempos ya caducados. Igual guardo algún plato en forma de corazón que quede por ahí para el día ocho.

-¿Quieres que me mate? […] -Eres demasiado débil para hacerlo. Te ensucias con la venganza y después lloras porque sin duda soy mejor que tú. De ahí sacas la esperanza de que te vaya a amar. Pero ya te cansarás […] y entonces me libraré de ti. […] No tengo edad para ser tu madre. […] -¿Crees que podrás abandonarme? -No. Todavía puedes avergonzarme, difamarme […] si no, no te resignarás a la ruptura. ¡Haz lo que te parezca! (Slizárd Rubin, Breve historia de un amor eterno).