Cataluña y el presagio del paracaidista

Claudia Luna Palencia
Claudia Luna Palencia FIRMA INVITADA

OPINIÓN

Maria Pedreda

21 oct 2019 . Actualizado a las 08:26 h.

No parece Barcelona, sino Caracas, o quizá alguna ciudad africana convulsionada por una revuelta civil… la batalla campal de los últimos días en la Ciudad Condal rompe la imagen que se tenía de esta urbe que todavía forma parte de España.

Parecía un mal presagio: hace días un militar se quedó enredado en una farola mientras descendía con su paracaídas llevando la bandera española que formaba parte de la pomposa ceremonia en Madrid para celebrar los festejos del Día de la Hispanidad, el pasado 12 de octubre. Esa bandera rojigualda atorada bien podría simbolizar la grave crisis de identidad y de pertenencia que muchos de los ciudadanos que habitan en el bello país ibérico sienten hacia España.

Es triste reconocerlo, pero es una realidad: la rebelión en las calles de Barcelona desatada por miles de personas independentistas y soberanistas es una respuesta a la sentencia emitida por el Tribunal Supremo que condenó a penas de entre 9 a 13 años de prisión a 12 políticos-activistas secesionistas participantes y organizadores del referendo ilegal independentista del 1 de octubre de 2017. Han salido en masa a tomar los espacios públicos, no lo han hecho de forma pacífica porque pretenden la atención mundial y generar la mayor presión posible para que en la Moncloa esa molestia genere preocupación.

Insisto no es Caracas, ni Quito, ni Uagadugú, es España. Todavía esa nación de más de 40 millones de personas que colinda con Portugal, Andorra y Francia, hoy por hoy, se sigue llamando España. La España que ha padecido en sus carnes con desgarro y con dolor el terrorismo de ETA con su lucha obstinada por la separación del País Vasco para crear un Estado socialista. Fue una lucha sanguinaria para sembrar el temor, el odio, el caos, la presión para escindirse. Lo hicieron desde 1959 dejando una estela de 829 muertos y más de 3.000 heridos hasta que lograron disolverse el 3 de mayo de 2018. Décadas en las que millones de españoles y el Estado español sufrieron esa presión independentista, si bien se logró salvar -en cierta forma-, que vascos y el resto de españoles, no se odien entre sí.

Se aguantó estoicamente tanto sufrimiento, y cuando se creía que al fin había una forma de paz interna duradera mirando hacia la reconciliación, la obsesión catalana -como si existiera una destino manifiesto- no ha hecho más que recrudecer su postura para lograr la independencia de España.

No hay respiro. De la amenaza secesionista terrorista de ETA en el País Vasco, ahora la agenda nacional está marcada por el desafío independentista catalán. Es un pulso constante con el Estado español.

A diferencia del estado de ánimo y del ambiente que se respira en el País Vasco -que, es cierto, puede llegar a ser complicado en algunas localidades-, en el caso de Cataluña ha crecido la animadversión hacia la identidad española. Los vínculos están rotos… fracturados. Los jóvenes catalanes son el germen del cambio; son ellos el resultado de años de ideologización, de educarlos desde las aulas en sus primeros años de vida mamando el catalán, la butifarra, la señera, amando la fideuá, las sardanas y sus propios valores mientras desdeñaban cualquier forma, expresión cultural y actividad que les diera identidad con el resto de España. Allí está la muchachada hablando del odio que sienten hacia «los ocupantes» de su territorio, señalando con el dedo «a los invasores de su patria»; exigiendo que los líderes independentistas les den un país… su país Cataluña. Son las generaciones de la secesión pero también son las generaciones más utilizadas de forma maniquea por los líderes del destino manifiesto que los están usando como carne de cañón para desbordar los ánimos en las calles. Hasta que haya muertos.

Por lo pronto, hay más de un centenar de heridos civiles -algunos muy graves-, otras varias decenas de policías lastimados -también algunos muy graves-, un reguero de hogueras en las calles, vías de comunicación boicoteadas; y cientos de viajeros durmiendo en el suelo en El Prat tras la suspensión de vuelos después de que los rijosos independentistas tomaran el aeropuerto en una batalla campal con las fuerzas de seguridad. Y, a todo esto, ¿los turistas qué culpan tienen?