De la conquista de América a la batalla del COVID-19

Rafael Arriaza
Rafael Arriaza TRIBUNA

OPINIÓN

Craig Lassig | Reuters

08 abr 2020 . Actualizado a las 08:54 h.

En estos momentos en que la crisis del COVID-19 pone a prueba la capacidad de los disléxicos para pronunciar correctamente el nombre de uno de los fármacos de moda, la hidroxicloroquina, e incluso hay personas automedicándose con él para -teóricamente- prevenir la enfermedad, es bueno saber de qué estamos hablando.

Cuentan -leyenda o no, la historia es bonita- que allá por el siglo XVII un jesuita español descubrió que los indios de la región andina, desde Colombia hasta Bolivia, utilizaban la corteza molida de unos árboles que llamaban quina-quina para curar la malaria o paludismo. Los monjes usaron ese remedio para salvar de aquellas fiebres malignas a doña Francisca Enríquez de Rivera, condesa de Chinchón y, a la sazón, virreina del Perú. Después, la planta llegó a España y desde aquí se distribuyó a todo el orbe, aunque en realidad la condesa nunca la trajo ella misma, puesto que murió en Cartagena de Indias. Un siglo después, un botánico sueco, Linneo, al que se considera el creador de la clasificación de los seres vivos o taxonomía por medio de dos nombres, que se utiliza aún hoy en día, dio el nombre de Chinchona al género de árboles -hay 23 especies diferentes- del que se obtiene la quinina. Al poco, y por algún error de transcripción, se perdió una hache, y el grupo quedó denominado Cinchona.

La quinina es el más fuerte de los cuatro alcaloides que se encuentran en la corteza de los árboles del grupo Cinchona, pero su sabor es muy amargo. Seguramente, alguno recuerde a sus abuelos diciendo de alguien que «es más malo que la quina», como me recordaba el otro día un amigo. Seguro que muchas generaciones ya no saben de qué va esto, pero los que pertenecieron a la época en que muchos emigrantes iban a zonas en las que la malaria es endémica sabían bien de lo que hablaban, porque las pastillas de quinina eran la única manera de prevenir o tratar la enfermedad. Después, durante la Segunda Guerra Mundial, se calcula que cuatro millones de soldados aliados tomaron el primer antipalúdico sintético -la quinacrina- durante tres años, para prevenir la malaria en el Pacífico y en el norte de África, y de su uso generalizado se derivó la observación de que, además de su función primaria, era muy útil para mejorar los síntomas de pacientes con artritis reumatoide y lupus. En 1943 se inició la utilización de la cloroquina y en 1955, la de la hidroxicloroquina. Así que estamos hablando de un abuelito entre los fármacos, que estaba viviendo ya una segunda juventud debido a los estudios que han mostrado que -además de su efecto modulador de la artritis reumatoide- parece reducir otras complicaciones, como la aparición de diabetes en los artríticos, con un cierto efecto cardioprotector además.

Cuando los ingleses, en su época de colonización asiática (esa de la que no hablan y que parece que fue una excursión de hermanitas de la Caridad, todo sonrisas y amor) tuvieron que tomar quinina para combatir las fiebres, intentaron paliar su amargo sabor mezclándola con soda y limón. Lógicamente, después de dar este primer paso, el segundo fue el añadir un poco de ginebra. Vamos, como bautizar el café con el aguardiente para matar su amargor. Desgraciadamente, la dosis de quinina que contiene el agua tónica que se vende hoy en día es anecdótica en el mejor de los casos, así que la cantidad de gin-tonic que tendríamos que tomar para lograr un efecto terapéutico es tan alta que sucumbiríamos antes a los efectos secundarios del otro componente de esa mezcla. Aunque hay días que, la verdad, te entran ganas de automedicarte con ello.