Cinco aspectos para evaluar la gestión

OPINIÓN

13 jun 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

El coronavirus hizo de la actualidad un presente radical y estrecho como un filo entre dos pendientes resbaladizas. Es un presente radical porque se vive sin pasado ni futuro. Las dos pendientes son resbaladizas porque cada uno teme la caída que no le gusta, la estatalizadora o la ultraliberal. Las derechas y el establishment andan algo agitadas por si este momento tan keynesiano crea en la mente de la gente el molde de que sus derechos y bienestar descansan en la robustez de los servicios públicos. Margaret Thatcher había sentado el resonante principio de que no existía eso que llamamos sociedad. En efecto, el neoliberalismo siempre quiso un mundo de ciudadanos a granel, donde nadie tenga obligaciones con el conjunto y no haya más poder que el que da la ventaja económica. La frase tiene el encanto de la brevedad y la claridad. Pablo Batalla reparó por eso en la relevancia de que Boris Johnson afirmase que la crisis había probado que sí existe «tal cosa como la sociedad». La crisis hizo necesaria esa sociedad estructurada que tanto molesta al uno por ciento más rico.

Errejón dijo que la crisis muestra el sentido común: que para encarar problemas comunes somos más fuertes juntos como sociedad que atomizados en intereses individuales. En realidad se trata de algo más sutil. La crisis mostró que el contraste de ideologías consiste en parte en qué es lo que consideramos asuntos comunes. Todo el mundo considera un asunto común la defensa del territorio y por eso se hace de la manera en que somos más fuertes: con un ejército nutrido por recursos comunes, no con escuadrones privados. Algunos creemos que la salud, la educación o la vejez son también asuntos comunes y otros creen que es mejor no considerar comunes esas cosas. La atención sanitaria es más robusta si la encaramos entre todos y con recursos públicos. Pero esto solo es aceptable si asumimos que la salud de todos es asunto de todos. Y así es con el coronavirus, porque la enfermedad de cualquiera es una amenaza para los demás, por lo que la salud se convierte sin debate posible en un asunto común que debe enfrentarse de la manera en que somos más fuertes, formando «tal cosa como la sociedad», con los recursos públicos. Fuera de la pandemia, las privatizaciones de enseñanza, sanidad o pensiones son la negación de que sean asuntos comunes, porque es la manera en que no pesan sobre los impuestos de ese uno por ciento que no quiere «tal cosa como la sociedad».

Por eso todo el mundo anda desquiciado sobre el filo resbaladizo temiendo cómo se acaben colocando las piezas. Las derechas desplegaron una táctica de bulos y descalificaciones apocalípticas, natural en el caso de Vox y arriesgada en el del PP. El ruido y la pantomima consiguen que andemos distraídos de lo que importa. Por encima del alboroto interesado, la gestión del Gobierno debe observarse en cinco aspectos: la epidemia y confinamiento, la protección social, Europa, las libertades y las líneas estratégicas del país. Suelo decir a mis alumnos que la nota aritmética de un examen puede cambiar cuando es muy llamativo lo mejor o lo peor de ese examen. Siempre es relevante hasta dónde llegamos en el mejor momento y hasta dónde nos degradamos en el peor. En un examen y en todo lo demás.

La gestión sanitaria del Gobierno fue ortodoxa. Se habló poco del Gobierno en la prensa internacional porque no destacó ni por listo ni por tonto. Llegó tan tarde como la mayoría y luego hizo las cosas como la mayoría. En la prensa internacional no fue percibido como una amenaza comunista ni se habló del 8 M. Hizo más o menos las cosas que había que hacer. Lo negativo no son los errores, muchos y evidentes, que se pueden disculpar por la virulencia de la crisis. Son las cosas que se hicieron mal con voluntad de hacerlas como se hicieron. Fue, es, el caso de la educación y de los menores. El Gobierno centralizó el mando al principio del estado de alarma hasta niveles que resultaron polémicos y dudosos. Pero fue notable la descentralización de la educación. El Ministerio dejó caer la gestión en las Consejerías y estas la dejaron caer en los centros. Fue evidente la desgana con la que todos se quitaban de encima la educación. No hubo nunca un plan para los menores. Toda la vida se vio a la familia como una estructura hermética, íntima y opaca a la mirada y a las leyes. Por eso costó que se aceptara que ahí dentro podía haber abusos y quiebras del derecho. En el confinamiento se tapó a la infancia con la familia y el hogar como el escudo del Capitán América tapaba las bombas y aislaba la explosión debajo de él. No hubo gestión ni apoyo por la afectación de los niños por una privación tan prolongada de socialización.

La gestión social fue en general buena. Hubo esfuerzo de gestión por proteger a los que más perdían. Somos más competentes para distinguir por contraste que por identificación: si nos ponen juntos diez tonos de verde percibimos su diferencia, si nos muestran uno aislado no sabríamos decir cuál de los diez era. La diferencia por contraste de este Gobierno con cualquier otro alternativo es notoria. Baste recordar cómo trató Rajoy a los más débiles e imaginar lo que harían Casado y Abascal. Si del contraste pasamos a la identificación, no olvidemos que lo más bajo afecta a la calidad del conjunto. Nuria Alabao recordó a los miles de africanos que trabajan para nosotros en el sur y viven en chabolas hacinados y sin posibilidad de distancias sanitarias. Pese a la intensa gestión social, es una situación que permanece invisible y que hace bajar mucho lo más bajo. La indignidad cometida en las residencias de ancianos al menos sí es una infamia visible con culpables señalados. Ninguna de las dos cosas se deben a la gestión del Gobierno, pero las dos serán parte de su valoración. Al Gobierno le conciernen los máximos de degradación. 

La gestión en Europa es la más positiva del Gobierno. Tiene un poder limitado, pero es donde más nos jugamos. La acción de los gobiernos de España e Italia tiene mucho que ver con una posible actuación europea conjunta para el destrozo económico. Y para la solvencia política de la UE. Italia había dado señales de alteración geopolítica que no pasaron desapercibidas y que recordó Enric Juliana: columnas de tropas rusas con su bandera por Italia, oficiales de su servicio de inteligencia en el territorio, un 45% de italianos que perciben a Alemania como hostil, un 52% que considera a China un amigo fiable, … 

La gestión de las libertades merece cierta alerta. Igual que la derecha teme la rutina que pueda crear este momento keynesiano, hay que poner atención en que la inercia del estado de alarma sea la de gestionar las cosas trascendentes de manera más autoritaria. La supresión de derechos se debe a una situación crítica y las maneras de gestionar una situación crítica son malas, injustas e ineficientes en situación de normalidad. La alarma no puede ser un ictus de la democracia que deje su parálisis como secuela.

Y respecto a las líneas estratégicas del país, nadie parece ocuparse. En España cada crisis crea más paro que en otros países y esta también causó más destrozos. Tenemos un sistema económico vulnerable, no se entiende el sobresalto de algún chef y algún hostelero cuando Garzón dijo este obviedad. Con las causas de la alta mortalidad hay que ser cautos todavía. Pero fue evidente la debilidad de nuestro sistema sanitario, la fragilidad de nuestra estructura de investigación y laboratorios, el adelgazamiento de nuestra industria y nuestra dificultad para fabricar cosas que necesitamos. No todo puede ser ladrillo y hostelería.

Y si nos olvidamos de lo demás, al menos debemos recordar esto. La diferencia entre los veintipico mil muertos por coronavirus reconocidos por la OMS y las cuarenta mil muertes extra sucedidas en este período se debe a que la epidemia colapsó el sistema sanitario. Eso es lo que pasa cuando el sistema sanitario no puede responder: la gente se muere. De eso hablamos cuando hablamos de recortes y privatizaciones, de gente que morirá.