Orbaya en el Cuera, mientras que el mundo se rompe en silencio

OPINIÓN

Porrua en verano
Porrua en verano

05 ago 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

La última vez que escribí frente al Cuera, resguardado en Porrúa (Llanes), el mundo todavía era «el de antes». No era ni mejor ni peor, simplemente ese, uno que se terminó, pero al que muchas personas alrededor del mundo hoy siguen aferradas.

Con el final de las navidades, llegó el pre apocalíptico 2020. Se terminaron las últimas vacaciones conocidas (al menos, en las que inexplicablemente una aglomeración era sinónimo de libertad) y los que vivimos en las ciudades regresamos a esos inabarcables horizontes de hormigón que devoran en bocanadas al tiempo. Y lo que conocíamos como vida (una muy frenética, por cierto) se reanudó como todos los años. Sí, comenzaron «los nuevos locos años veinte» con muchas expectativas. Pero la pandemia las deglutió a todas. Y nadie, prácticamente nadie, ha quedado excluido de la furia de la naturaleza con su primer exabrupto en esta naciente década: ni en Asturias, ni en el resto del mundo.

Costumbres de aquí como los dos besos, los abrazos, el gusto por apiñarnos en la barra de un bar o en una taberna, o compartir un vaso de sidra, por ejemplo, han quedado en stand by. Queremos que vuelvan, pero cada día están más lejos. Parece que somos incapaces de hacer pequeños sacrificios en pro de grandes beneficios. Esa es, tal vez, la lección más dura y menos esperanzadora que nos ha dejado el virus hooligan de nuestros tiempos. Así de sencillo: aún no hemos terminado de contar a nuestros muertos, de velar a nuestros ancianos, sin embargo, podemos vivir con ello; lo que no soportamos es la idea de prescindir de los días de playa, de las tardes de terraza. Y no estoy seguro de que eso, ver a hordas enteras repitiendo en silencio «disfruta como si no hubiese pasado nada» como si fuese un mantra, sea una señal de que veremos un otoño/invierno con menos contagios, con menos encierros y menos negocios en quiebra. 

¡Qué peculiares somos los humanos que jamás nos permitimos parar, reflexionar y redirigirnos (por lo menos sin las pautas de una serie de Netflix o cantidades sobrehumanas de alcohol)! Es como si tomarse un tiempo (de forma colectiva) para respirar y para medir de nuevo al mundo fuese un pecado social imperdonable. 

En fin, que para desgracia de muchos (sobre todo, los leavers británicos), la Covid-19 nos ha enseñado que los gobernantes no son los dueños del mundo, y que éste es sólo uno (y uno muy redondo): hemos tenido que aprender que las gotas de un estornudo llegarán, sin duda, a cualquier punto del planeta en tiempos y formas que se nos escapan de las manos.

Hoy ya es inútil, y muy triste, creer («pensar» es otra cosa) que lo que sucede en México, Estados Unidos, o Brasil, sólo sucede en México, Estados Unidos y Brasil. Me parece que hemos olvidado que hace seis meses lo que pasaba en China y en Irán no sólo estaba pasando en China y en Irán. Sí, es triste que sigamos ignorando que eso que pasaba «allí» ya estaba pasando aquí también. Para muestra de ello nos quedó un pebetero negro en Cibeles: un monumento para recordar a las víctimas de la pandemia; debería (también) de recordarnos lo negligente e irresponsables que podemos llegar a ser, así como de que nuestra amnesia colectiva es irreductible. 

Sin embargo, ahora mismo ya es verano. Para unos inician las vacaciones; para otros están terminando. Hay quien no disfrutará de ellas (por lo menos) hasta el próximo año. Y para otros, por desgracia, este año jamás llegaron. Sea como sea, es agosto y estoy de nuevo escribiendo frente al Cuera, un inmenso macizo de naturaleza que en diciembre vestía con faldas veraniegas, pero en el que hoy orbaya. No es para menos. Todo parece un llanto discreto del cielo que nos invita a pasar la tarde en casa. 

Pero mañana saldrá el sol: la playas se atiborrarán; los pueblos se quedarán, cada día, más vacíos. Los abuelos ya fallecen y los jóvenes siguen marchando a las ciudades. Esa es la realidad aquí. Tan real como que todo lo verde que nace de las constantes lagrimitas que caen del cielo.

No son buenos tiempos para hacer predicciones.

Por lo pronto, sigo escribiendo desde las faldas del Cuera. Un lugar idóneo para refugiarse de los ecos de un mundo: uno que sólo soportamos roto cuando se quiebra en silencio.