El nombre de la cosa

Marcos Martino
marcos martino REDACCIÓN

OPINIÓN

20 ago 2020 . Actualizado a las 05:00 h.

«Sin miedo no puede haber fe. Sin miedo al Diablo ya no hay necesidad de Dios». Eso decía el temido monje ciego que custodiaba la excepcional biblioteca de la abadía benedictina del norte de Italia en la que se iba a debatir sobre la pobreza apostólica, en el invierno de 1327. La concepción franciscana, que se oponía a la opulencia de la jerarquía de la Iglesia, era considerada por la Curia romana una herejía que debía ser atajada por la Inquisición. Una biblioteca, por cierto, en la que desapareció el segundo libro de la Poética de Aristóteles, del que nunca más se supo, cuyo contenido revelador era el motivo de la restricción de acceso a la misma.

Este es el contexto en el que se desarrolla la novela El nombre de la rosa, de Umberto Eco. 

A mediar en el debate fue enviado el sagaz franciscano y otrora inquisidor, fray Guillermo de Baskerville. Le acompañaba su discípulo, el novicio benedictino, Adso de Melk; trasuntos ambos de Sherlock Holmes y de su amigo y colaborador, el doctor Watson, respectivamente. Aunque el nombre del fraile fue elegido por el semiólogo y escritor italiano en honor al franciscano, contemporáneo de aquel, que enunció el «principio de parsimonia» conocido como «la navaja de Ockham», Guillermo de Ockham. Un erudito fraile que vivió voluntariamente en la mendicidad, como hiciera San Francisco de Asís, y que fue al que realmente se le encargó dirimir, por parte de la Orden franciscana, el conflicto teológico abierto entre la rama de los franciscanos espirituales y el papa Juan XXII a propósito de la pobreza apostólica. Consecuente con los valores cristianos, concluyó que el papa Juan XXII era un hereje por sus doctrinas políticas y unos ataques a la pobreza evangélica franciscana que lo separaban de las enseñanzas de Jesús. 

Fray Guillermo de Ockham decidió huir de la sede papal de Aviñón, junto a otros frailes, y fue excomulgado por su contumaz «heterodoxia». Un filósofo heterodoxo, encuadrado en la «escolástica decadente», que contribuyó, desde su paso por la Universidad de Oxford, a la secularización de la política y a la demarcación del conocimiento, separando teología y filosofía, que incluía todo tipo de ciencias, y apelando a la experiencia como fuente de conocimiento. Huyeron, decía, y encontraron protección con el rey Luis IV de Baviera, lo que le supuso a este la negativa del Papa a coronarlo como emperador del Sacro Imperio y la excomunión. Esto llevó al rey a invadir Italia, precisamente en el invierno del año 1327, para consumar su coronación imperial en Roma, deponer al Papa y proclamar un antipapa. Pocos años después, a la muerte del papa Juan XXII, se descubrió que el pontífice había acumulado un inmenso tesoro; antítesis de la pobreza apostólica, y sabotaje a la evangélica. Un real culebrón, vaya.

Volvamos a la novela detectivesca medieval en la que, de nuevo, se plantea no solo la oposición entre fe y razón, sino la utilización perversa de la fe: cómo la autoridad impone, por la amenaza del castigo -el miedo-, la creencia en dogmas y la observancia de preceptos que no pocas veces están al servicio de los intereses de unos pocos que, ebrios de poder, vulneran los principios y valores cuyo cumplimiento exigen al resto de la población. La discusión teológica en la abadía italiana, truncada por una serie de asesinatos que fray Guillermo se vio impelido a investigar, ponía al descubierto la hipocresía de la Iglesia, de su jerarquía al menos, al predicar una cosa y hacer la contraria, reproduciendo el mecanismo de coerción social que se aplica en el ámbito secular con la aspiración de lograr la imposible justificación moral del premeditadamente desigual acceso a la riqueza. 

Lo que se hace evidente a lo largo de la historia es que el afán de poder y riqueza, que suele ser inversamente proporcional a la empatía, se materializa en mecanismos de extracción de recursos que se imponen mediante la coerción, más o menos violenta (castigo), más o menos sutil (discurso). Dado que la justificación desde el cristianismo es inaceptable por inmoral, la secularización de la política ha facilitado que pase a ser el ámbito político-económico el que fije doctrina acerca de la bondad de la riqueza de unos pocos sin despeinarse, mientras la Iglesia moraliza sobre la honradez, la sencillez, la austeridad y administra resignación cristiana como paliativo. Sin embargo, la connivencia de las jerarquías político-financiero-religiosas nos puede hacer sospechar que todo sigue quedando en casa. En la de ellos. Lo que no proporciona mucha esperanza acerca de un futuro de justicia social y convivencia digna para todos, si no desechamos la doctrina de la finaciarización y el «efecto derrame» (trickle down), y aplicamos la «navaja de Ockham» para explicar el deterioro socioambiental. Sabiendo que el miedo a la amenaza de un futuro incierto no es un buen aliado de la razón, como aseveraba el bibliotecario benedictino. El miedo nos lleva a agarrarnos a creencias salvadoras y así resignarnos a aceptar la falaz justificación de una avaricia deletérea.

Y tal vez es tanta gente la que antepone a los hechos la creencia en lo que va a conjurar sus miedos, ya sea en la declinación egoísta o en la solidaria, que los argumentos respectivos, llevados al extremo, se hacen, no ya irreconciliables, sino inconfrontables pues se niegan mutuamente. La permeabilidad social a unos argumentos o a otros podría obedecer a la interacción entre diferentes estilos cognitivos con un contexto que, a su vez, puede ser manipulado a conveniencia de quien tiene más poder para hacerlo. 

Hechos demostrados como que los recursos naturales son limitados y se están agotando, que el planeta se está calentando en exceso o que la rampante desigualdad que resulta de la acumulación de riqueza por una ínfima minoría genera una conflictividad social creciente, se desvanecen en el negacionismo de los profetas del lucro indiscriminado.

Si las creencias correlacionan con los prejuicios y la codicia con la falta de ética, no es extraño que, al amparo de la incertidumbre y el temor que provocan las crisis y las pandemias, proliferen los relatos de división y exclusión (individualismo/egoísmo/clasismo/racismo/…) construidos sobre mentiras y dogmas económicos de un discurso que interesadamente incentiva la desconfianza y niega nuestra naturaleza social y solidaria. Una inercia que se retroalimenta fatalmente, reforzando las posiciones de un fanatismo autoritario que cree legitimados prejuicios aberrantes.

¿Y la próxima semana? La próxima semana hablaremos del gobierno. Y de «La Conspiración Viral».