Muzungu

Eduardo Riestra
Eduardo Riestra EDITOR DE EDICIONES DEL VIENTO

OPINIÓN

Marta Fernández Jara | Europa Press

Dos veces estuvo a punto de morir Javier Reverte en estos años, una de malaria, durante su descenso del Amazonas y otra remontando el río Congo

01 nov 2020 . Actualizado a las 10:17 h.

La primera vez que oí hablar de Javier Reverte fue a principios de 1997, en que la prensa recogía reseñas de un libro recién publicado pero que ya iba por la cuarta edición, El sueño de África. Me lo compré, lo leí y me tuve que agarrar a la silla para no salir escopetado rumbo al África Oriental. Un año después me topé en un chambo de esta ciudad mía tan sorprendente con un fino volumen en octavo menor, cartoné editorial algo fatigado, editado en 1878 y titulado Viajes de David Livingstone por los ríos Tanganica y Zambeze. Y me lo compré por cuatro duros. Lo metí en un sobre y se lo envié al tal Reverte, autor de aquel libro fascinante. Entonces andaba de viaje por Grecia, pero a la vuelta me llamó, y acabó regalándome una copia del nuevo libro que traía en la maleta, Corazón de Ulises.

Desde entonces, hace ya un cuarto de siglo, mantuvimos una amistad inquebrantable. Con la literatura éramos como dos adolescentes, nos desbordaba la pasión y nos gustaban las mismas cosas, sobre todo las difíciles, como el Ulises o Bajo el Volcán, pero también la Odisea, el Quijote, los libros de Tarzán y la poesía de Blas de Otero (rompe el mar en el mar como un himen inmenso). Javier, el viajero que recorrió los cinco continentes, nunca se dejaba traicionar por sus lectores y no hacía concesiones a lo comercial. Contaba lo que veía. Dos veces estuvo a punto de morir en estos años, una de malaria, durante su descenso del Amazonas (cuando llegaron a desahuciarlo y llamaron su familia a Brasil para que se despidiera), y otra remontando el río Congo tras las huellas de Kurtz y de Conrad, una noche que dio con su soldado drogado hasta las cejas y armado hasta los dientes. Yo viajé con él por Tanzania y juntos vimos la calavera del sultán Makawa, la tumba de Selous y el lago Tanganika. Éramos unos muzungus felices.

En mis frecuentes viajes a Madrid siempre lo he llamado para verlo. El pasado mes de agosto me contó que los médicos le daban doce meses de vida. Y que por lo tanto le quedaban seis. Pero que no quería ser un enfermo, que nunca le había tenido miedo a la muerte. Y dicho esto, como dicen los tertulianos..., se largó a Turquía. Ahora estábamos preparando una excursión por la Costa da Morte, que quería conocer, pero su predicción se había quedado corta. Y yo me he quedado mudo.