Los juguetes que no nos traían

Miguel-Anxo Murado
Miguel-Anxo Murado VUELTA DE HOJA

OPINIÓN

Edgardo

03 ene 2021 . Actualizado a las 11:04 h.

No lo sabíamos entonces, pero los niños de finales de los sesenta y principios de los setenta vivimos un momento dorado de la juguetería española. Protegida por los aranceles a la importación e impulsada por el boom del plástico, la industria del juguete español experimentó entonces una extraordinaria explosión de creatividad. Los anuncios de televisión y los escaparates se llenaron de juguetes y juegos de todo tipo, salidos de los talleres de Levante, el comienzo de una duradera asociación de los apellidos valencianos con la diversión. Recuerdo el asombro de nuestros padres, que habían atravesado la posguerra con la muñeca de trapo, la comba, el aro de metal y el diábolo como única tecnología del entretenimiento infantil.

Por otra parte, entonces se daba con bastante frecuencia el fenómeno de que los Reyes Magos no te trajesen lo que pedías (Papá Noel solo venía a las casas de clase media alta y, por alguna razón, aborrecía el medio rural; y Santa Claus era como el béisbol, una cosa que salía constantemente en las películas, pero no entendías muy bien en qué consistía). Había, digo, cosas que los Reyes no te traían nunca, por mucho que insistieses año tras año, escribiendo la carta con letras cada vez más grandes y subrayados. Simplemente, esos juguetes no estaban en el rango de precio que los Reyes podían permitirse. «Otros niños no tienen nada», nos decían nuestros padres, un consuelo no solo insuficiente, sino también contradictorio: ¿no era eso, acaso, el famoso «mal de muchos, consuelo de tontos»? Pero recuerdo que, aun así, era un placer contemplar en el escaparate del Arco Iris o del antiguo Tobaris de Lugo, aquellos despliegues escenográficos del «Fuerte Comansi» o el «Dodge City, ciudad sin ley», una ciudad del Oeste tan grande que probablemente tributaba al catastro; o el reluciente avión de aeromodelismo que tenía Bourio, o la utopía de trenes y pueblecillos que nuestro tío José Ángel nos llevaba a ver a Porvén, en la calle Menéndez Pelayo de Coruña, y en la que creo que había más kilómetros de vía que los que tenía la Renfe en el resto de Galicia.

De hecho, y ahora que lo pienso, aquel placer de mirar los juguetes que los Reyes no te traían era más intenso que el que luego te proporcionaban los que sí te traían. El deseo satisfecho se extinguía pronto, porque en el fondo nuestros deseos no son más que una forma de la curiosidad. Año tras año se repetía el mismo proceso: al cabo de un rato estabas jugando con la caja, que permitía más libertad de imaginar, en unos días ya le habías roto alguna parte al juguete y al final acababa siendo la metáfora en ruinas de un sueño pasajero. Un «juguete roto», en sentido literal.

Pero pasaba el tiempo, y regresaba, como una estación en sí misma, la estación de los juguetes, y volvía a aparecer en los escaparates el ideal, el juguete inalcanzable, la forma platónica de la felicidad infantil. Incluso creo recordar que ya entonces me parecía que esa debía de ser su función: no eran cosas para poseer -no conocía a nadie que las tuviera- sino para soñar. Y es que, aunque está claro que los deseos insatisfechos no son tan placenteros como los que se satisfacen, al menos duran más. Estamos obsesionados por eliminar la frustración de nuestras vidas; pero la frustración es una parte esencial de experiencia humana y acostumbrarse a ella sin llegar a resignarse del todo es todo un arte. Quizá esa era la epifanía a la que se refería la Fiesta de la Epifanía de los Reyes Magos de Oriente.

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