Durante el periodo gabinista se recurrió en la acción urbanística al lema de «más Oviedo para más gente» y se desarrolló una estrategia de embellecimiento urbano de gusto discutible, dotación de macro-equipamientos ruinosos, como el Hípico o el Calatrava, y un crecimiento desmesurado que dejó casi veinte mil viviendas sin ocupar y deudas multimillonarias para el erario (aunque grandes beneficios en manos privadas y en destinos desconocidos).
Por eso, cuando se vuelve a lanzar un eslogan parecido, insistiendo en que «hay que llenar la ciudad de gente» y se comienzan a repetir algunos de los viejos gestos que consisten en disponer con generosidad de la financiación pública y auto-agasajarse a costa del presupuesto municipal para promover el ocio o el turismo, no es de extrañar que salten las alarmas que nos avisan del riesgo al que se expone, otra vez, el patrimonio común.
Para «ganar visibilidad» y atraer turistas se refuerza, a base de talonario, la presencia en Fitur, se multiplican las invitaciones y se subvencionan eventos, espectáculos, cheques para los congresistas y demás actividades que programan, en muchos casos, entidades particulares, empresas privadas y asociaciones de hosteleros, a los que, como antes se hizo con los constructores, se les transfiere el derecho a decidir, planificar y repartirse los fondos públicos. Y se anuncian modificaciones de las ordenanzas municipales para favorecer -aun en mayor medida tras la crisis de la Covid- la expansión de las terrazas sobre el espacio público o de los pisos turísticos, al tiempo que se pide a los vecinos «sensibilidad y comprensión» por las molestias ocasionadas.
Según la Organización Mundial del Turismo (OMT), el organismo de las Naciones Unidas encargado de la promoción de «un turismo responsable, sostenible y accesible para todos», es necesario que las decisiones sobre la actividad turística sean ampliamente participativas y consideren a todos los agentes involucrados (incluyendo a los empleados, la población residente y las asociaciones de defensa del patrimonio y del medio ambiente) y no solo a los empresarios del sector. Esa es la única garantía para que el producto turístico sea diverso, equilibrado, socialmente asumido, produzca un retorno de los beneficios y se eviten los casos de especulación y corrupción.
¿Y cómo se justifica entonces la concentración en un solo colectivo de las decisiones que afectan a todos y del control de la financiación y los beneficios que generan las actividades de ocio y turismo en la ciudad? Pues del mismo modo que se justificaba el papel protagonista de los constructores: como generadores de actividad, riqueza y empleo; y ello a pesar de que según el SITA (Sistema de Información Turística de Asturias) lo que más valoran quienes visitan Asturias es, por este orden, el trato de la gente, el patrimonio natural y el patrimonio cultural.
Son, por ello, la propia sociedad y los paisajes y ambientes que ella construye lo que atrae a los turistas, así como los equipamientos públicos primarios que facilitan el acceso y disfrute de los mismos (como los museos o los teatros), en tanto que el alojamiento y la hostelería, como equipamientos secundarios, que son necesarios, pero no aportan valor añadido a los recursos atractivos, absorben más del 80% de los beneficios del consumo turístico (de nuevo según el SITA).
Por lo tanto, la lógica nos dice que, aunque sean relativamente importantes las acciones de promoción, las inversiones tienen que centrarse preferentemente en la conservación, la mejora y el acondicionamiento de los recursos que principalmente atraen a los visitantes y que son la seña de identidad de la ciudad y del municipio. Pero estos recursos están completamente desatendidos: el entorno natural y rural abandonado, el prerrománico del Naranco al pie de las tuneladoras, el patrimonio industrial en ruinas y la mitad de casco antiguo olvidado o amortizado por la Iglesia.
Si en la planificación turística no participan de manera activa las instituciones, grupos y personas que verdaderamente conocen y valoran los recursos de los que se dispone en el territorio y se deja el control de la actividad y de la financiación en manos de un reducido número de agentes, que desconocen (y a veces desprecian) ese patrimonio y únicamente se interesan por su negocio particular, estaremos condenados a que se repita la historia ya conocida y la riqueza pública se dilapide mientras el patrimonio se deteriora antes de que estalle la burbuja turística como, en su día, estalló la inmobiliaria.
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