Se ofrece recompensa

OPINIÓN

UN NIÑO USANDO UNA TABLET
UN NIÑO USANDO UNA TABLET

09 ago 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Estamos tan enganchados a las pantallas que es difícil ser consciente de su nivel potencial de toxicidad. Y lo peor está por venir.

Entre los meses de octubre y marzo pasados estuve trabajando para la Concejalía de Salud Pública del ayuntamiento de mi ciudad. Uno de los cometidos fue una campaña de prevención COVID para los estudiantes de enseñanza secundaria. Mientras el equipo, que antes de la pandemia trabajaba en prevención de dependencias, preparaba los contenidos, debatíamos sobre algunos de los efectos derivados del confinamiento y la posibilidad de abordarlos con determinados colectivos desde Salud Pública.

No hablo del incremento del consumo de alcohol entre los adultos durante la pandemia sino de otro de los colectivos afectados y cuya deriva futura plantea escenarios inquietantes cuando menos: el de la infancia y la juventud con el uso de las tecnologías de la información y la comunicación (TIC) o, dicho coloquialmente, las pantallas. Si ya antes de la pandemia el uso excesivo de las pantallas estaba siendo un problema, particularmente entre los menores, con la pandemia, y concretamente con el confinamiento, el tiempo de uso y la amenaza que supone se han multiplicado.

Es un tema que está en pleno estudio y cuyas conclusiones aún tardarán en llegar, pues parte de las circunstancias que han modificado drásticamente los «hábitos digitales» siguen presentes. Por otra parte, no es fácil establecer una relación causa-efecto; requiere estudios amplios (en las muestras y en el tiempo) y rigurosos. Pero los primeros datos apuntan a que un prolongado uso de las pantallas no solo afecta negativamente a conductas que consideramos necesarias y positivas como las relaciones familiares y sociales, la actividad física, los estudios e, incluso, en casos más graves, a cuidados básicos como el sueño, la higiene personal, etc. sino que pueden tener incidencia perjudicial en el desarrollo psicológico y físico de los menores.

No se trata de caer en el maniqueísmo y demonizar la tecnología. Es evidente que la evolución tecnológica, la descomunal capacidad para generar e intercambiar conocimiento que supone, es una innegable aportación al desarrollo humano. Pero no es menos cierto que toda tecnología puede tener un lado perverso.

En las charlas que tengo con mis hijos sobre el uso de las pantallas intento complementar mis argumentos con algún artículo, libro -por ejemplo, sobre cómo funciona el circuito de recompensa del cerebro, en un libro de psicofisiología de la carrera- o documental. Recientemente vimos El dilema de las redes sociales. Una película-documental en la que se entrevista a ingenieros/as de las más importantes compañías tecnológicas mundiales que han renunciado a su puesto de trabajo en las mismas por conflictos éticos. Explican cómo aplicaciones y plataformas que han contribuido a desarrollar han pasado de ser inicialmente medios de intercambio de información y de entretenimiento a competir por captar nuestra atención y prolongar en la medida de lo posible el tiempo que les dedicamos, para acabar negociando con terceros con los datos que obtienen de nosotros. Si no pagamos por usar las redes sociales o los buscadores es porque no somos el cliente, el destinatario final del servicio, sino el producto. Nuestra atención es el producto y los clientes son los anunciantes. Como la televisión y radio comerciales convencionales, vamos.

Y los anuncios no son solo la publicidad comercial, ¡ojo! sino información que tiene un propósito no declarado como expliqué en este artículo hace tres años a raíz del «escándalo de Cambridge Analytica, una empresa de gestión masiva de datos y comunicación que se jactaba no solo de haber influido en la victoria de Trump, sino también en la del Brexit». El científico computacional pionero de la realidad virtual, Jaron Lanier, explica con más detalle el objetivo oculto de estos «servidores sirena»: «El producto es el cambio gradual, ligero e imperceptible en tu comportamiento y tu percepción». Capitalismo de vigilancia lo llaman.

Mi hijo mayor, en plena adolescencia, que apenas usa las redes sociales, pero está entregado a los videojuegos en red, argumenta que el documental solo hace referencia a las redes sociales por lo que los videojuegos están exentos de ese problema. Pero no es así: también compiten por captar la atención, solo que de otro tipo de público del que él forma parte. ¿Y cómo nos enganchan unas y otros? Si ambos nos sirven para evadirnos de una realidad que nos somete impenitente a la presión de la competitividad y la incertidumbre, como ha hecho la televisión en generaciones anteriores, o la literatura mucho antes, la forma en que lo hacen y su eficacia para abstraernos de la vida real se antoja mucho mayor. La posibilidad de elegir en un océano inagotable de contenidos, muchos de los cuales se nos sugieren «inteligentemente» desde la aplicación y, sobre todo, su interactividad, suponen un refuerzo potentísimo para una conducta que, fácilmente, se convierte en una adicción.

La dinámica de los «likes», es decir, los «me gusta», está generando dependencia del refuerzo social virtual; una necesidad de reconocimiento y popularidad, efímeros, que desemboca en una espiral de exhibicionismo-reconocimiento que afecta a la autoestima y solo puede acabar en frustración en el menos malo de los casos. Por otro lado, el más tenebroso, está el ciber-acoso; otro generador de ansiedad y depresión. En el documental se habla de un importante incremento de la tasa de hospitalizaciones por autolesiones, y de suicidios entre chicas adolescentes y preadolescentes a partir de 2011, presuntamente relacionado con el uso de las redes sociales.

En el caso de los videojuegos, parte del enganche lo generan los premios y promociones (recompensas) que incentivan el juego oportunamente. Se trata de la estrategia de incentivos que aplican, entre otros juegos, las máquinas tragaperras. Algo que describiera a mediados del siglo pasado el padre del condicionamiento operante, B. F. Skinner, que describió los juegos de azar como un caso paradigmático de conducta controlada por un programa de reforzamiento de razón variable. En muchos casos no parecemos mucho más inteligentes que las palomas que él adiestraba para picotear pulsadores con determinadas formas para obtener pienso, luego existo y voy a ser un «youtuber» famoso por mi destreza aniquilando enemigos desde mi silla gaming en mi habitación-búnker.

En cualquier caso, no hay que responsabilizar a los y las jóvenes de estas conductas. Los y las responsables somos quienes les proporcionamos acceso a esa tecnología en una cultura que, además, promueve un factor de riesgo como es el mito del individualismo autosuficiente y competitivo. Lo que conviene promover son factores protectores: relaciones sociales en cantidad y calidad, interacciones significativas y gratificantes en el mundo real. Y, mientras desde la ciencia evaluamos las consecuencias a medio y largo plazo de estas nuevas aficiones-adicciones, debemos buscar y contrastar la mejor información disponible para que el uso de las tecnologías de la información y la comunicación se mantenga en el lado de los beneficios -que son muchos- y no caiga en el lado oscuro al que, también los adultos, nos asomamos negligentemente.

¿Y la próxima semana? La próxima semana hablaremos del gobierno.