Salud mental y un gran error (II)

OPINIÓN

María Pedreda

15 sep 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Es imposible hacerse una idea de cuánto sufrimiento han padecido quienes tomaron la decisión de abandonar y cuánto dolor dejan después de partir. Aunque las posibilidades de conocer de cerca algún caso, incluso tan cerca como en carne propia, no dejan de aumentar. En 2019 el número de muertes por suicidio aumentó en un 3,7 % en España. Y desde entonces las cosas no han mejorado. Con la pandemia los pensamientos suicidas han aumentado casi un 10% (un 14% entre jóvenes). Por cada persona que se quita la vida otras 20 lo han intentado, convirtiendo el suicidio en el mayor problema de salud pública en Europa. ¿Qué nos dice esta evolución? ¿Es esto un mundo en progreso? ¿Acaso es contagiosa la depresión?

No hace falta tener formación en psicología para comprender el sufrimiento ajeno. Como tampoco es necesario haber padecido algunos de los males del ánimo que se extienden por el mundo. Hace falta algo de empatía y de interés genuino por entender las circunstancias del otro. Tanto mejor si se busca y contrasta información acerca de la dificultad que supone evaluar y establecer los criterios con los que se diagnostican los trastornos psicológicos. Y, sobre todo, no juzgar si queremos evitar el error fundamental de atribución del que escribí en el artículo anterior. Un sesgo cognitivo inherente al individualismo que promueve nuestra cultura: solo tú eres responsable de lo que te pasa. Una manera de liberar de culpa a unas condiciones de vida deliberadamente deterioradas en un proceso de depredación económica perpetrada por el integrismo financiero neoliberal.

Atribuir la causa del sufrimiento psicológico a las características personales de quien lo padece raya la negligencia criminal, pues no hace sino hundir aún más, por el peso de una culpa falseada, a quien está siendo engullido por unas arenas movedizas sobre las que no tiene ningún control. Es desconocer la compleja interacción cuerpo-conducta-cultura. Como dijera el profesor Marino Pérez, a quien cité en el capítulo anterior: «La plasticidad cerebral muestra que el cerebro puede ser tanto o más variable dependiente, y por más señas variable dependiente de la conducta y de la cultura, que variable independiente que causara y creara las actividades y asuntos humanos». Es decir, no es extraño que el cerebro, el organismo en su conjunto, se vean negativamente afectados por un contexto de abuso institucionalizado, por una presión creciente, evitables si el criterio que nos guiara como sociedad fuera el de la justicia social.

El filósofo, escritor, crítico y teórico de la cultura británico, Mark Fisher, diseccionó afiladamente el caso particular de la interacción entre ideología, cultura y salud mental en el Reino Unido de las últimas décadas en su brillante ensayo Realismo capitalista. ¿No hay alternativa? (2016): «La pandemia de angustia mental que aflige nuestros tiempos no puede ser correctamente entendida, o curada, si es vista como un problema personal padecido por individuos dañados». Una obra que Slavoj Zizek describió como «el mejor diagnóstico del dilema que tenemos (…) un despiadado retrato de nuestra miseria ideológica».

En el apéndice del libro se añadió un artículo que publicó en 2011 titulado La privatización del estrés del que voy a citar unos párrafos sabiendo que lo mejor de mi artículo lo ha escrito él: «La privatización del estrés es un sistema de captura perfecto, elegante en la brutalidad de su eficiencia. El capital enferma al trabajador, y luego las compañías farmacéuticas internacionales le venden drogas para que se sienta mejor. Las causas sociales y políticas del estrés quedan de lado mientras que, inversamente, el descontento se individualiza e interioriza».

 «No es sorprendente que sientan ansiedad, depresión o falta de esperanza quienes viven en estas condiciones, con horas de trabajo y términos de pago que pueden variar de modo infinito, en condiciones de empleo terriblemente tenues. Sin embargo, puede llamar la atención, a primera vista, que se logre persuadir a tantos trabajadores de que acepten este deterioro en las condiciones de trabajo como 'naturales', y que se ponga el foco en su interioridad (ya sea en las características de su química cerebral o en la de su historia personal) para encontrar las fuentes del estrés que puedan sentir».

«La privatización del estrés ha sido una parte central del proyecto cuya meta principal fue la destrucción del concepto de lo público, ese concepto del cual depende, fundamentalmente, el confort psíquico. (…) En un giro perverso y espectacular, los trabajadores se ven ahora trabajando más tiempo y más duro, en condiciones deterioradas y por un peor salario, para financiar en los hechos el rescate de la élite financiera por parte del Estado mientras los agentes de dicha élite continúan tramando la destrucción de la red de servicios públicos de la que dependen los trabajadores».

Un horizonte tenebroso para las generaciones venideras si no hacemos algo pronto. Porque es la ausencia de un horizonte deseable, aceptable al menos, uno de los factores que más incide en afecciones como la ansiedad o la depresión.

El 13 de enero de 2017 Mark Fisher se quitó la vida. A los 48 años. Unos días antes de la fecha prevista para la publicación de su tercer libro, The Weird and the Eerie.

¿Y la próxima semana? La próxima semana hablaremos del gobierno.