La imposible tarea de cambiar el pasado

OPINIÓN

Una persona visita La Fosa común en el cementerio del Salvador de Oviedo
Una persona visita La Fosa común en el cementerio del Salvador de Oviedo Alberto Morante

12 oct 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Además de satisfacer la curiosidad sobre nuestros orígenes, probablemente la principal utilidad de la historia resida en que nos permite comprender el presente, por qué es así lo que nos rodea, incluso nuestras costumbres e ideas. Explicar no es lo mismo que legitimar, pero, desde su nacimiento, estados, dirigentes, ideologías, religiones y movimientos políticos o sociales la han utilizado para ello. Así, no solo no han sido infrecuentes las interpretaciones sesgadas, sino también la ocultación o deformación de los hechos incómodos. Es más, en ocasiones da la impresión de que se considera al pasado tan vivo que se convierte en una de las características de nuestra comunidad, incluso de nuestra personalidad, por eso, si disgusta, se intenta hacer con él una especie de cirugía estética, en vez de asumirlo. Lo malo es que no hay forma de borrarlo o deformarlo definitivamente. Resultaba más fácil en la antigüedad, cuando poco se escribía y menos se leía, pero la crítica histórica y la moderna arqueología también han sido capaces de cuestionar los mitos del pasado remoto.

El comienzo del siglo XXI, con el inesperado resurgir de los nacionalismos, ha dado un nuevo impulso a la utilización de la historia como instrumento de legitimación o como arma contra el adversario, a la difusión de visiones segasdas o radicalmente falsas y a intentos de reescribir un pasado feo o molesto. Es un fenómeno universal, pero que en España cobra especial fuerza, hasta el más reciente se transmuta. El caso del señor Puigdemont es un buen ejemplo. Dos son los motivos de los fracasos de la politizada justicia española para lograr su extradición: el primero, la inmunidad parlamentaria que obtuvo en 2019, sin duda, pero también unas acusaciones que los hechos no justifican.

La prensa madrileña sacó a relucir varios artículos del código penal italiano que sancionan delitos, como los ataques violentos contra la integridad, independencia o unidad del Estado o asociarse para subvertirlo violentamente, que, en su opinión, podrían aplicarse al expresidente de la Generalitat. El gran problema es que, a ojos de cualquier espectador equilibrado, la violencia que vivió Cataluña en 2017 no fue mayor que la de los incidentes provocados por los chalecos amarillos en Francia o la de tantas manifestaciones callejeras en países democráticos, que nunca son consideradas actos de sedición o golpes de estado. La Generalitat no intentó utilizar su fuerza armada, los Mossos, para tomar el poder, tampoco a los manifestantes para asaltar edificios públicos, ni siquiera retiró la bandera de España de su sede, ni sus dirigentes se atrincheraron en ella; ¡se fueron a tomar unos vinos! ¡Novedosa forma de dar un golpe de estado!

Insisto una vez más, ya lo he escrito en varias ocasiones, en que, sin duda, los dirigentes catalanes violaron las leyes con sus decisiones, pero el deber de la justicia es buscar el tipo penal, delito o falta, que se corresponda con los hechos. No interpretarlos a conveniencia para agravar la condena.

Las querellas nacionalistas, mezcladas con la mala conciencia de un sector de la sociedad por las injusticias del presente, que lo conduce a sentirse también culpable de hechos que cometieron antepasados, a veces muy lejanos, en tiempos notablemente distintos, y el disgusto de una parte de la ciudadanía con cómo se produjo el fin de la dictadura franquista y de otra por que haya desaparecido, han provocado que la utilización como arma arrojadiza de la historia, deformada a conveniencia, sea algo cotidiano.

Hay ocasiones en que se roza el esperpento. No me refiero solo a las clásicas disputas sobre el lugar de nacimiento de Colón o de Cervantes, no hace demasiado tiempo, uno de los periódicos nacionalistas madrileños llevó a su portada la terrible noticia de que en los libros de texto catalanes se falseaba la historia de España porque se decía que ¡el liberal Sagasta manipulaba las elecciones! Pue sí, sería excesivo convertirlo en el padre del pucherazo electoral en nuestro país, que ya tenía larga tradición cuando don Práxedes llegó al gobierno, pero con él comenzó a trabajar Romero Robledo, el «gran elector», que luego colaboraría con su rival Cánovas del Castillo. En España, y en todo el mundo, fue frecuente el fraude electoral. ¿Lo patriótico es sostener que no existió? Quizá el problema es que, cuando la historia se convierte en patriótica, deja de serlo y se transforma en literatura.

Estos días, el nacionalismo español se ofendió notablemente con las comedidas palabras del papa Francisco sobre la evangelización de América. Para situar el tema, cabe recordar que, el 8 de septiembre de 1813, cuando la colonización española superaba los tres siglos, las Cortes de Cádiz se vieron obligadas a decretar que «estando prohibida la pena de azotes en toda la monarquía, los párrocos de las provincias de ultramar no podrán valerse de ella, ni por modo de castigo para con los indios, ni por el de corrección, ni en otra conformidad». También se ordenaba a los obispos que procediesen «contra los párrocos que traspasando los límites de sus facultades se atreviesen a encarcelar o tratar mal a los indios». Todavía entonces se evangelizaba a garrotazos, cosas peores habían hecho algunos eclesiásticos y conquistadores con los indígenas en nombre de la religión.

El papa encabeza una institución que pretende difundir valores universales e intemporales, aunque su historia sea demasiado humana, también en la España europea encarceló, torturó y achicharró en público a herejes supuestos o reales, entre muchas otras cosas que, como el compromiso con la dictadura del general Franco o la pederastia de parte de sus sacerdotes, llegan hasta la actualidad, pero, si Francisco cree en la doctrina del Evangelio y en que la iglesia debió practicarla siempre, está obligado a pedir perdón.

Distinto es que quienes vivimos en el siglo XXI debamos sentirnos culpables por lo que hicieron otros, nacidos hace varias centurias en la Península Ibérica, con los que no tenemos ni parentesco. Una cosa es asumir la historia como fue, no ocultar los crímenes y barbaridades ni convertirla en una sucesión de gestas heroicas, y otra personalizarla, riesgo común entre quienes tienen un excesivo sentimiento filial hacia patrias o «matrias». Al fin y al cabo, España, cuyo carácter de Estado-nación es bastante discutible en la Edad Moderna, es más joven que la iglesia católica y ya no es oficialmente una «unidad de destino en lo universal», aunque resurjan los que así la definirían con gusto. Tampoco debemos pedir perdón por ser compatriotas de Toni Cantó, por mucho que nos avergüence que en la España democrática haya cargos públicos capaces de combinar así la estupidez y la chulería.

No sé cuándo asumirá España la historia del siglo XX, la de la república, la guerra y la dictadura. Asumirla supone aceptar que existió, por desagradable que fuese, y que ya es pasado. La dictadura la deformó a conciencia, maltrató la memoria de quienes sostuvieron desde cualquier ámbito, incluidas las ciencias, las artes y las letras, los valores de la libertad, la tolerancia, la igualdad, la justicia y la democracia. La cárcel, la muerte, el exilio o el ostracismo fueron la condena de mujeres y hombres de enorme valía. Tras la muerte del dictador y el retorno de las libertades y la democracia era lógico que se recuperase la memoria de los proscritos, la historia de una república que pretendió regenerar el país, que se difundiese una visión de la guerra civil alternativa a la de la cruzada. Por muchas razones, que es imposible analizar ahora, se hizo solo a medias, lo que deja un regusto amargo.

Es intolerable lo que ha pasado en Madrid, Oviedo y otras localidades, en las que políticos sin formación ni principios y jueces de ideología extremista se han conjurado para perpetuar en las calles los homenajes a los franquistas, incluso a verdaderos criminales de guerra, y retirado el recuerdo a destacados políticos y a otras personalidades republicanas o que combatieron la tiranía. Indigna que, 46 años después de la muerte del general liberticida, tantas víctimas de la represión sigan enterradas en fosas anónimas en cunetas y campos. Duele que no se haya reconocido suficientemente a quienes, desde el exilio o desde el interior, mantuvieron su dignidad durante la dictadura y sufrieron por ello. Aterra que haya salido a la luz, sin tapujos, un neofranquismo que siempre había estado ahí, pero ahora se considera capaz de asaltar las instituciones para restringir las libertades y limitar la democracia, si no para acabar con ella.

Todo ello hace necesaria la proyectada ley de memoria democrática, pero su aprobación no va a cambiar la historia. El principal esfuerzo debe ser pedagógico, también de reparación, destinado a poner en valor la tradición democrática, tan importante en España, y reforzarla en el presente. Es un caso distinto de lo que ha sucedido con las mucho más recientes dictaduras latinoamericanas. Los peores crímenes del franquismo se produjeron hace ya entre 70 y casi 90 años, no quedan responsables vivos.

Como sostenía Benedetto Croce: «nuestros tribunales (sean jurídicos o morales) son tribunales del presente, instituidos para hombres vivos, activos y peligrosos, en tanto que aquellos otros hombres ya comparecieron ante el tribunal de sus coetáneos y no pueden ser nuevamente condenados o absueltos. No puede hacérselos responsables ante ningún tribunal, por el mero hecho de que son hombres del pasado, que pertenecen a la paz del pretérito, y de que en calidad de tales no pueden ser más que sujetos de la historia, ni les cabe sufrir otro juicio que aquel que penetra y comprende el espíritu de su obra». Se me responderá que ningún tribunal juzgó a Franco, Yagüe o Martínez Anido en su época, pero sí lo hicieron sus contemporáneos libres y lo hace la historia, no emitiendo absoluciones o condenas, que no es su papel, sino sacando a la luz su comportamiento, su obra, como decía Croce.

La derecha, tanto la filofranquista como la que, quizá sin serlo, está cegada por el rencor hacia todo lo que considera de izquierdas, ha intentado equiparar la violencia del franquismo con la de los republicanos y opositores a la dictadura y reivindica que se condene también el totalitarismo comunista. Parte de dos falacias: la primera, olvida que la guerra terminó en 1939 y la dictadura se mantuvo entre ese año y 1977; la segunda, que la única dictadura, el único totalitarismo que hubo en España, fue el franquismo, más fascista en sus inicios, pero que nunca abandonó del todo sus principios ideológicos y rituales políticos. De sumar otra, aunque menos criminal, también fue de un general derechista, Primo de Rivera.

Los especialistas han establecido que las víctimas del franquismo duplican, al menos, a las causadas por los republicanos, pero eso no es lo relevante. Hubo crímenes injustificables de los segundos, sacerdotes o civiles derechistas que no tenían responsabilidad en el golpe, ni habían cometido asesinatos y ni siquiera eran combatientes, no se puede tampoco mancillar su memoria, hay que tenerlos en cuenta, pero se produjeron durante una guerra brutal y, en buena medida, contra la voluntad de las autoridades republicanas. Irrita tener que recordarlo, pero son cosas distintas la república, la guerra y la dictadura y esta duró casi 40 años.