Casado con los dogmas

OPINIÓN

Rober Solsona | Europa Press

20 oct 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Quien más quien menos necesita tener cierta sensación de control sobre su vida; saber que sus acciones tienen consecuencias, para bien y para mal. Y mientras avanzamos, con más o menos suerte, necesitamos referencias que nos den alguna orientación. Pero las personas diferimos en el valor que damos a las fuentes de información: hay quienes teniendo algunas creencias prefieren saber, y quienes teniendo algunos conocimientos se aferran a las creencias.

No pocas veces saberes y creencias entran en conflicto y, normalmente, las segundas quedan desmentidas por las primeras. Sabemos, por ejemplo, que hay creencias que sirven a un propósito de control social; mediante un corpus de dogmas y mandamientos cuyo propósito es el mantenimiento de un orden que, generalmente, privilegia a una minoría en detrimento de la mayoría. Un orden de dominación que se basa, por tanto, en la desigualdad y discrimina en base a prejuicios.

Podemos deducir que quienes tienden a las creencias son más susceptibles a la voluntaria sumisión a un sistema abusivo, hasta el punto de defenderlo con vehemencia fundamentalista en los casos extremos. Asumen los dogmas aun a costa de su propio perjuicio. Como decía Herbert Marcuse: «Desde siempre, desde la primera restauración prehistórica de la dominación que sigue a la primera rebelión, la represión desde afuera ha sido sostenida por la represión desde dentro. El individuo sin libertad introyecta a sus dominadores y sus mandamientos dentro de su propio aparato mental».

Es así como se perpetúa la ideología de la rapiña, la especulación neoliberal, a base de dogmas económicos, mitos sobre la libertad individual y expectativas que no son sino espejismos. Recientemente hemos tenido nuevos ejemplos de exégesis que de dichos dogmas hacen los «niñatos de Esperanza» y algún premio Nobel liberal de aquella manera. Empecemos por este último cuando dice que en unas elecciones democráticas «lo importante no es la libertad, sino votar bien». Su apoyo a políticos como el expresidente Álvaro Uribe, investigado por decenas de delitos relacionados con el paramilitarismo y la violación de derechos humanos, o, más recientemente, a la estirpe corrupta del fujimorismo, cuyo mandato en la década de los 90 él mismo calificó como «una de las dictaduras más crueles, corruptas y sanguinarias», nos lleva a entender que ese «votar bien» no tiene ningún sustento moral. Más bien se podría decir que califica el voto según le permita mantener, o no, sus privilegios, y en oposición a quienes reclaman igualdad, justicia y esas cosas para las que no se necesitan empresas offshore. Liberal, dice.

Por su parte, Casado ha confirmado durante la Convención Nacional de Reafirmación de (su tambaleante) Liderazgo, después de unos meses de vaivén a merced de estimaciones de rendimiento electoral de diferentes discursos (entre el ultraliberal, el conservador europeísta, etc), que se deja arrastrar por el más reaccionario para recuperar los votos que se llevó su escisión ultramontana. Escisión que es, a su vez, expresión genuina de la imposición política de creencias y prejuicios, a cuál más dañino. Como consecuencia, el incremento en la producción de mensajes y gestos al amparo de sus dogmas neoliberales para socavar la imagen del gobierno. El fin -el control oligárquico del acceso a los recursos- justifica los medios: la mentira, la desinformación e, incluso, la insumisión a la Constitución (CGPJ) y a leyes aprobadas, o por aprobar, por el parlamento (educación, vivienda).

La estrategia de calificar al gobierno como el más radical de Europa -porque tiene ministros comunistas, ¡ojo!- mientras se avala el autoritarismo de los gobiernos afines de Hungría y Polonia, pendientes ambos de la posible aplicación del artículo 7 del Tratado de Lisboa que recoge la posibilidad de sancionar a un Estado miembro por violar valores básicos de la Unión Europea como los derechos humanos o el imperio de la ley, por un lado, y la tolerancia cómplice con el filofascismo, por otro, tiene como objetivo que la política de saqueo neoliberal nos parezca una opción moderada.

Así, la crítica a la subida del SMI o a la regulación del precio del alquiler son claras muestras de un infame intento de proteger los privilegios de una minoría, vestido de argumentos falaces. Para ello tienen que insistir en hacernos creer que el mercado se autorregula -el dogma-, cuando los hechos demuestran que la desregulación facilita el abuso por parte de quienes carecen de empatía y de ética. Por ejemplo, el caso de la vivienda: la regulación del alquiler no ataca al derecho a la propiedad sino que pretende evitar que se asimile a un supuesto derecho a especular con un bien de primera necesidad. De hecho, el derecho a la vivienda (art. 47 de la CE) insta a los poderes públicos a impedir la especulación. Y el de propiedad está limitado por «causa justificada de utilidad pública o interés social». Pero esto no lo dicen, claro.

Otro dogma, con el que Ayuso no deja de provocar vergüenza ajena, es que hay que elegir entre la libertad y riqueza que proporciona el capitalismo neoliberal y las restricciones y la miseria del comunismo de corte norcoreano. Lo que quieren, en realidad, es que no sepamos que podemos elegir entre políticas que favorecen una insostenible concentración de riqueza y las que procuran una distribución más equitativa y sostenible de la misma. Porque sabemos desde hace tiempo que la concentración genera desigualdad, y la desigualdad correlaciona con multitud de problemas sociales: precariedad, peor rendimiento escolar, enfermedad, trastornos mentales, suicidios, conflictividad social, delitos, homicidios, etc.

Como dijo uno de los principales referentes del capitalismo, Henry Ford: «Está bien que la gente de la nación no entienda nuestro sistema bancario y monetario, porque si lo hiciera, creo que habría una revolución antes de mañana por la mañana». Y lo dijo antes de que el dogma del capitalismo industrial fuera desbancado por el de la especulación financiera neoliberal que está sometiendo por la deuda a una cautividad encubierta a naciones enteras. Libertad, dicen.

¿Y la próxima semana? La próxima semana hablaremos del gobierno.