Huevo, pico, araña

Fernanda Tabarés
Fernanda Tabarés OTRAS LETRAS

OPINIÓN

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20 oct 2021 . Actualizado a las 08:56 h.

En la serie de moda facturada desde Corea del Sur los juegos infantiles se revelan con toda la crudeza que esconde su apariencia blandiblú. En una dimensión antropológica, se supone que los niños juegan para prepararse para la guerra o para la vida, un entrenamiento que se ha vuelto más sutil y educativo con los años pero que en las infancias del siglo pasado era tirando a jibarísimo. La verdad es que no se entiende muy bien cómo sobrevivimos a aquellos disparates lúdicos. Lo normal hubiese sido que los juegos se hubiesen saldado con una epidemia de fracturas limpias de columna, empalamientos radicales en varas de hierro oxidadas y pérdidas de hermanos en la jungla hostil de la ciudad que frecuentábamos sin un triste adulto que echarnos a la cara.

En realidad, lo que no se entiende es cómo sobrevivimos a la infancia en general, a aquella infancia sin cinturón de seguridad ni sillitas elevadoras, de yogur caducado y sucedáneo de chocolate, de visvaporú y Quimicefa, de estufa de butano y chicle con azúcar, de juegos reunidos Geiper y parchís, de canicas y mete el morrete en la clarita de cerveza, alegría, alegría.

Viendo los juegos del calamar siento otra vez el golpetazo de un coxis en la rabadilla durante aquel huevo, pico, araña en el que unos saltaban sobre los lomos de los otros con todo el ímpetu que el cuerpo daba; el latigazo del zurriaga la melondra; el frío metálico de los columpios que hoy serían potros de tortura y gasolina para los padres de WhatsApp. Siento incluso el nervio de tener que elegir entre ser policía y ladrón, indio o vaquero.

La infancia es hoy tan mullida como los tapetes de goma que forran los parques infantiles, pero mucho más solitaria.