Ecos de una agresión. «Por la sola razón de ser muchachas guapas y estudiantas»

OPINIÓN

Rosario de Acuña
Rosario de Acuña Real Academia de la Historia

27 nov 2021 . Actualizado a las 05:00 h.

Los nuevos aires del Sexenio propiciaron que algunas jóvenes tuvieran la osadía de solicitar un permiso especial para realizar los estudios de Segunda Enseñanza y, con este título en la mano, matricularse en la universidad. Tal fue el caso de Elena Maseras, quien en el curso 1872-73 se convierte en la primera alumna de la Facultad de Medicina de la Universidad de Barcelona. A ella siguieron otras en parsimonioso goteo, una a una, de forma tal que en un principio el asunto no trascendió más allá del ámbito de la universidad respectiva y del círculo familiar de las intrépidas pioneras. No obstante, ya hubo quien por entonces alertó del peligro que suponía franquear la puerta de los estudios universitarios a la mujer. Tal fue el caso del Manuel de la Revilla, catedrático de la Universidad Central de Madrid, al tiempo que crítico literario, quien en uno de sus escritos publicado en 1877 afirma de forma categórica que la mujer no necesita tantos conocimientos, pues para educar a sus hijos «le basta con tener talento natural, sentido moral y ciertos conocimientos elementales».

El señor de la Revilla, amamantado sin duda con la imaginería patria del «ángel del hogar», defiende con ardor la estampa tradicional: la vida familiar pivota sobre la esposa-madre virtuosa, soporte y refugio del varón quien, industrioso y emprendedor, ocupa su tiempo dirimiendo en el foro público los intereses materiales de la familia. Para el catedrático ?y para la gran mayoría de españoles? ese es el papel que tiene asignado la mujer y a ese fin se debe limitar la educación que reciba. Solo así podrá desempeñar adecuadamente su importante misión: ser una buena administradora, «una mujer de su casa, una leal compañera de su marido y una amorosa madre». ¿A cuento de qué los estudios universitarios? La educación de la mujer debe «formarla para el amor y la maternidad, que son su destino, y para el hogar, que es su trono y su templo». En plan condescendiente, el catedrático admite que, asegurado lo fundamental, la mujer reciba una formación complementaria: «enséñesela a leer, a escribir, a contar, con algo de geografía y de historia, y ciertas elementales nociones de fisiología, de higiene y de historia natural»; quizás también algo de música, de dibujo o de poesía; pero todo esto es secundario no vaya a ser que se formen mujeres «enteramente inútiles para su verdadero destino».

Veinticuatro años después, el diario Heraldo de Madrid del 14 de octubre de 1911 da cuenta de un suceso que tuvo lugar en la madrileña Universidad Central. Seis chicas, dos españolas, dos francesas, una alemana y una americana, que cursaban estudios de Literatura General y Española, fueron agredidas verbalmente por algunos de sus compañeros. Ante la actuación del resto, los agresores no tuvieron más remedio que refrenarse. No obstante, en cuanto se les presentó mejor ocasión tomaron a una de ellas por objeto de sus ofensas a las puertas mismas de la universidad: «la rodearon, vejándola con un vocabulario de burdel e intentando ofenderla también de obra».

Al enterarse de esta vil agresión cometida contra una mujer por el mero hecho de serlo, Rosario de Acuña no se quedó callada, cogió la pluma y escribió un artículo titulado «La jarca de la Universidad» en el que, con palabras fuertes, rotundas, arremete contra los agresores allí donde más les podía doler, la base de sus privilegios, su hombría: «Nuestra juventud masculina no tiene nada de macho… ». Experiencias acumuladas de discriminaciones propias y ajenas, parecen revolverle las entrañas, surgiendo de los retortijones alaridos de indignación ante tamaña tropelía: «¿Qué les quedaría que hacer a aquellas pobres chicas... digo pobres chicos... si las mujeres van a las cátedras, a las academias, a los ateneos y llegan a saber otra cosa que limpiar los orinales...?»

Las protestas estudiantiles comenzaron en Barcelona y se extendieron rápidamente, por las facultades y los institutos de toda España. Se pide el procesamiento de la autora del escrito, se niegan a entrar en clase. Tanta es la presión ejercida que las más altas instancias del país se movilizan para satisfacer a los ofendidos estudiantes: se dice que el ministro de Instrucción Pública se ha reunido con el fiscal del Supremo y que este ha telegrafiado al de la Audiencia de Barcelona. Al final, la Fiscalía de la capital catalana interpone una querella contra la autora del escrito por un delito de calumnias. Mientras tanto, un sector de la prensa no duda en recurrir al castizo repertorio que santifica la domesticidad de la mujer para atacar a doña Rosario y, por extensión, a cuantas osan salir del confinamiento doméstico. Periódicos hay que utilizan expresiones que, en cuanto a dureza, no se distancian mucho del que tan acaloradamente critican, desde las más socorridas («histérica», «alcohólica», «cretina» o «degenerada») hasta otras menos frecuentes y más llamativas como «harpía laica», «chantajista de sufragio universal» o «trapera de inmundicias». La destinataria no llegó a leerlas, puesto que, a la vista de cómo se estaban poniendo las cosas, había tomado ya la decisión de abandonar Gijón en busca de lugar más seguro. Cuando la Guardia Civil se presenta en la casa de El Cervigón para proceder a su detención, la encuentra vacía: «hace días que había marchado a París», según cuentan los periódicos. 

No fue a la capital francesa adonde dirigieron sus pasos Rosario y Carlos, su fiel acompañante, sino a Portugal, la tierra de la que siglos antes habían partido sus antepasados. Además de este lejano vínculo emocional, el país vecino muestra un gran atractivo para quienes, como es su caso, llevan tiempo enarbolando la bandera de la libertad de conciencia, pues el Gobierno de la recientemente proclamada república lusa había dado pasos decisivos para poner fin a la confesionalidad del Estado: se disolvieron las órdenes religiosas, se dio vía libre al divorcio, se secularizaron los cementerios, se procedió a la supresión de la enseñanza religiosa en la escuela… Las reformas que anhela ver implantadas en España ya se han logrado, y en poco tiempo, en Portugal: «esa admirable nación que supo, de una manotada, quitarse de encima Iglesia, Monarquía y oligarcas…».

Lo más probable es que atravesara la frontera por Tuy, pues consta que se instaló en la vecina localidad de Valença do Minho. Era un buen lugar para esperar, para ver cómo se desarrollaban los acontecimientos: estaba en otro país, libre de la justicia española; estaba cerca de casa, cerca del regreso. No obstante, las informaciones que va recibiendo no tardarían en moderar su optimismo. A finales de enero el juez del distrito del Hospital en Barcelona la cita a declarar por la causa que se sigue contra ella por un delito de escándalo público. Poco tiempo después se dicta una orden de búsqueda y captura. Gijón se aleja cada vez más y a mediados de marzo abandona la ciudad fronteriza. Quizás a partir de entonces se dedicara a explorar el territorio portugués, como si se tratara de una de aquellas expediciones que antaño solía realizar a lomos de un caballo por las tierras españolas. Sí sabemos que se sintió bien tratada y que el líder republicano Alfonso Costa (exministro de Justicia y futuro presidente de la República) la invitó a comer en su casa y que al final de la velada le regaló un clavel, «símbolo ?recuerdo que dijo textualmente? de la pureza de la República Portuguesa».

En Portugal pasa, según ella misma nos cuenta, dos largos años. Lo cual parece indicar que su vuelta no tiene lugar inmediatamente después del indulto que para los delitos cometidos por medio de la imprenta se concede a principios de 1913. No parece haber dudas de que Rosario de Acuña es una de las indultadas y puede regresar cuando quiera. No obstante, se tomó su tiempo y el retorno no se produjo de inmediato; ni siquiera cuando, a primeros de abril, la Audiencia de Barcelona hizo público una disposición que dejaba sin efecto la orden de captura que había dictado contra ella, por estar, efectivamente, comprendida su causa en el indulto de enero.

Cuando, al fin, regresa a Gijón, a su casa del acantilado, se reconoce más cansada, más vieja y bastante más pobre. Mermados sus ahorros en más de la mitad, se encuentra en el umbral de la miseria, lo cual la va a obligar con sesenta y tres años ya cumplidos «a fatigosos y rudos trabajos domésticos para no deber nada a nadie y comer lo preciso». Desengañada por todo lo ocurrido, por la falta de apoyo de muchos que decían ser sus correligionarios, parece firmemente decidida a abandonar la primera línea en la batalla de las ideas: nada de escritos, nada de conferencias, nada de actos públicos. Tan solo la soledad de su casa, el rumor del embravecido mar, el calor de sus animales, la compañía de su inseparable Carlos, de su buen discípulo… ¡Y la esperanza!: «Está ya en marcha el ideal de la nueva edad que se avecina, en la que los dos espíritus similares, el del hombre y el de la mujer, derribando prejuicios, convencionalismos y supersticiones, caminarán juntos para siempre».